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El viernes fue al cine solo y de camino a casa pasó junto a pubs repletos de clientes que invadían las aceras y cafeterías donde los comensales ocupaban sus asientos en las mesas situadas en el exterior. Para cenar compró comida china para llevar, dos botellas de vino y una de Cointreau para preparar sus Latigazos. Hacía tanto calor como en el mes de julio, y la atmósfera era igual de seca. Una tarde había llovido copiosamente, la primera lluvia desde hacía semanas, y mientras la observaba saboreó la idea de que aquella cantidad de agua estimularía el crecimiento de los hierbajos sobre la tumba del jardín.

El regreso a casa siempre le suponía un verdadero suplicio, aunque no tanto si se podía organizar para hacerlo cuando aún era de día. Cosa que no tardaría en resultar difícil, puesto que cada vez oscurecería más temprano. Cargado con sus pesadas bolsas, mantuvo la vista al frente mientras subía el último tramo de escaleras, fijando la mirada de manera hipnótica en la puerta de su piso. Algo le había pasado a la farola que había justo enfrente de la casa, de manera que por la ventana Isabella no entraba ninguna luz. El descansillo superior estaba oscuro como boca de lobo, pero en cuanto entró en su piso estuvo bien. Estaba a salvo. Y ya no le dolía la espalda. Debía de estar muy en forma para haberse recuperado con tanta rapidez de una lesión de espalda.

Leyó El asesino extraordinario, miró la televisión con un Latigazo como acompañamiento, cenó y escuchó los zumbidos y suspiros de la Westway. Si la policía fuera a interrogarlo sobre Danila, a estas alturas ya lo habrían hecho. Podía ser que, al cabo de unos años, después de la muerte de la vieja Chawcer, para lo cual quizá faltaran siglos, alguien comprara la casa y cavara el jardín. No iban a profundizar más de un metro, ¿verdad? Para entonces ya haría tiempo que él se habría marchado de allí, lejos de aquella casa encantada. Estaría viviendo con Nerissa, con quien ya se habría casado, y tal vez habrían comprado una casa en Francia o incluso en Grecia. Aunque encontraran el cuerpo de Danila, nunca lo relacionarían con el esposo de Nerissa Nash, el famoso criminólogo.

El dolor de espalda lo despertó de madrugada. Era tan fuerte que soltó un gemido en voz alta, encendió la luz y vio que pasaban diez minutos de las tres. Ya era mala suerte que le pasara eso cuando se había estado felicitando por su total recuperación. Aquel dolor parecía el mismo que decían que sentías cuando tenías una hernia de disco. Cuatro ibuprofenos y una copa de ginebra lograron que volviera a dormirse, pero se despertó a las siete. Era imposible empezar con su régimen de ejercicios tal como tenía intención de hacer aquel día. Daba la sensación de que aquel dolor de espalda no iba a ser pasajero y era muchísimo peor que la última vez. Parecía afectarle la espina dorsal en toda su longitud.

Un baño caliente y dos ibuprofenos más lo calmaron un poco, aunque lo dejaron algo mareado. Tomó el autobús en Westbourne Grove y se bajó en el mercado de Portobello porque tenía que comprar comida. El mercado siempre estaba abarrotado de gente, sobre todo en torno a los puestos, pero los sábados sólo podías moverte si te convertías en parte de la multitud e ibas adónde ésta te llevara. Compró comida preparada, un pollo asado, pan y pasteles y un racimo de plátanos que fueron su única concesión a eso que los periódicos llamaban «comida sana». La espalda le dolía tanto que si adquiría algo más no sería capaz de cargar con todo.

Compró el Evening Standard en un intento desganado de echar un vistazo a las ofertas de empleo para poder arreglárselas hasta que montara su propio negocio y fue andando hasta la calle principal de Notting Hill para buscar una farmacia. Sería necesario que tomara más ibuprofeno si no quería tener problemas para dormir y lo mejor sería que comprara algo con lo que hacerse friegas en la espalda. En la puerta de la gran farmacia Boots había un hombre mendigando. Estaba sentado en la acera con una caja de galletas de hojalata abierta frente a él, pero no tenía un perro que se ganara los corazones sentimentales ni ningún letrero declarando que era ciego, o que no tenía hogar, o que tenía cinco hijos. Mix nunca daba dinero a los mendigos y en la caja de aquél ya debía de haber unas veinte monedas más o menos, pero hubo algo que le hizo mirar al hombre, una sensación de familiaridad, tal vez una especie de química entre ellos. Se encontró mirando fijamente a Reggie Christie. Era clavado a él, la mandíbula bien definida, los labios estrechos, la nariz grande y las gafas sobre unos ojos gélidos.

Mix entró rápidamente en Boots y compró el analgésico. De haber habido otra salida la hubiera utilizado, pero como no la había no tuvo más remedio que salir por donde había entrado. El mendigo ya no estaba. Mix cruzó la calle para esperar un autobús que lo llevara a casa. No había ni rastro de Reggie en ninguna parte. ¿Había estado allí realmente? ¿Lo habría inventado su propia mente como resultado de pensar tanto en él y de mirar esas fotografías? ¿Y acaso era consecuencia del estrés? La idea espantosa de que el fantasma de Reggie lo hubiera seguido hasta allí o hubiera acudido esperando verle era demasiado aterradora para considerarla.

Gwendolen había buscado por todas partes el objeto que había acabado llamando «la cosa». Suponía que la habría guardado en «un lugar seguro», por lo que investigó, entre muchas otras posibilidades, el horno y el espacio que quedaba detrás de los diccionarios en una de las numerosas librerías. Llegó incluso a abrir la cremallera del estómago del cocker spaniel de juguete que servía para guardar el camisón y que su madre le había regalado en su vigésimo quinto cumpleaños. No estaba en ninguno de esos escondrijos potenciales. La frustración la irritó. ¿Cómo iba a llamarle la atención a su huésped sin tener la cosa que constituía la prueba del delito?

No había llegado ninguna carta de Stephen Reeves. Ahora ya estaba segura de que él le había escrito y la carta se había extraviado. Era la única explicación. Hablaría con el huésped antes de volver a escribirle. ¿Acaso no era posible que él hubiera cogido la carta, ya fuera por error o con mala intención? Gwendolen empezaba a pensar que muchos de sus problemas actuales provenían de Cellini. Antes de que él se mudara, rara vez se le habían presentado misterios ni desgracias. Lo más probable era que él le hubiera contagiado el germen que le provocó la neumonía.

Tenía intención de sorprenderlo cuando lo oyera bajar las escaleras para marcharse. O cuando entrara en casa. Pero, desde su enfermedad, se quedaba dormida con mucha más facilidad que antes y temía haberse adormilado la última vez que él entró o salió de casa. En aquellos momentos Gwendolen no podía con los cincuenta y dos escalones que había hasta su piso, aunque no lo hubiese reconocido ante nadie. Tampoco les habría dicho a Olive ni a Queenie que subir a su dormitorio y prepararse para meterse en la cama la dejaba tan sumamente agotada que apenas tenía fuerzas para lavarse la cara y las manos.

El huésped había entrado en la casa en algún momento a última hora de la mañana, sin duda. Gwendolen estaba prácticamente segura de haber oído sus pasos por las escaleras. ¿Habría vuelto a bajar? No sabía si se hubiera enterado porque estuvo dando cabezadas toda la tarde. Olive vino a eso de las cinco, pero no se ofreció a subir para ver si él estaba en casa. No es que ella estuviera débil tras una enfermedad, pensó Gwendolen con desdén, pero estaba demasiado gorda.

– Podrías llamarle por teléfono.

Gwendolen se escandalizó.