– ¡Llamar por teléfono a una persona que vive en la misma casa? O tempora, o mores.
– No sé qué dices, querida. Tendrás que hablarme en inglés.
– Significa: «¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres!» Fue mi reacción cuando sugeriste que telefoneara a un individuo que vive en el piso de arriba.
Olive decidió que Gwendolen debía de estar exhausta para hablar de esa manera tan ridícula y se ofreció diciendo: «Esta noche te prepararé la comida, Gwen». La categórica negativa de su amiga no surtió efecto. Había traído consigo todos los ingredientes para comer con ella.
– No digas «comida», Olive -objetó Gwendolen débilmente-. «Comida» no, por favor. Di cena… o merienda, si no hay más remedio.
En cuanto Olive se marchó, Gwendolen se dispuso a irse a la cama. Tardó una hora en llegar al dormitorio y ponerse el camisón. La casa estaba silenciosa, más silenciosa que de costumbre, le daba la impresión, y el ambiente no era en absoluto cálido. En el parte meteorológico que había escuchado por la radio dijeron que haría un buen día, que la temperatura no bajaría de los veinticinco grados, fuera lo que fuera lo que quisieran decir con eso, y que la noche sería excepcionalmente suave para la época. Se suponía que el viento sería del oeste y, por lo tanto, cálido, pero ella notaba que el frío penetraba por las ventanas que no encajaban bien y por las grietas del revoque. En su dormitorio había dos ventanas, pero desde la que daba a la fachada no pudo ver nada más que oscuridad y ramas grises. La farola de la calle se había apagado y tenía el cristal roto. Probablemente matones que vagaban por el barrio serían los responsables del acto de vandalismo. Desde la otra ventana veía el jardín, donde los arbustos se combaban y retorcían con el viento y las ramas del árbol se balanceaban de un lado a otro.
Antes había oído graznar a los gansos del señor Singh, pero ahora estaban silenciosos, encerrados para pasar la noche. El viento azotaba el jardín en el que no había ni un solo ser vivo aparte de Otto, que estaba encaramado al muro comiendo algo que había atrapado. Desde la ventana sumida en la oscuridad, pero cuyo cristal se hallaba iluminado por una luz amarillenta, Gwendolen apenas pudo ver o adivinar que el animal había encontrado su cena en la paloma que se posaba en el sicomoro. Se echó una chaqueta de lana gruesa sobre los hombros, se metió en la cama y se quedó dormida antes de poder tirar de las sábanas para taparse.
Desde que murió su abuela, los domingos no habían significado nada para Mix. Ahora no eran más que una versión pálida de los sábados, bastante desagradable y molesta porque algunas tiendas estaban cerradas, las calles estaban vacías y los hombres que tenían novias, esposas o familias las llevaban fuera en sus automóviles. De todos modos, también era el día en el que había decidido reanudar su campaña para llegar a conocer de verdad a Nerissa. Todavía no se había acostumbrado a estar sin vehículo y, tal como había hecho el día anterior, bajó a las nueve y media y salió como si tal cosa con la intención de conducir hasta Campden Hill Square. El coche no estaba y, al recordar entonces que ya no disponía de él, maldijo. Echó a andar con la espalda entumecida por las fuertes dosis de ibuprofeno.
Aquella mañana el viento era más frío. Ya llegaba el otoño. Acostumbrado al cálido interior de un vehículo, Mix se había vestido de manera poco adecuada con una camiseta y caminaba temblando. Al aproximarse a casa de Nerissa y ver que su Jaguar estaba aparcado frente a la vivienda se animó. Se le había olvidado algo para depositar ante la puerta, propaganda política o un sobre en el que introducir un donativo para una institución benéfica infantil, de manera que lo único que podía hacer era esperar y confiar en la inspiración del momento.
Empezó a temblar y se le puso la carne de gallina en los brazos. Para entrar en calor caminó cuesta abajo con paso resuelto por Holland Park Avenue y volvió a subir por el otro lado de la plaza. Cuando llegó otra vez arriba, estaba sin aliento, pero no se le había pasado el frío. Para su horror, vio que el Jaguar daba marcha atrás. Nerissa se le había escapado.
El coche de la joven pasó cuesta abajo y, aunque Mix la saludó con la mano, ella no podía haberlo visto. Mantuvo la mirada fija al frente y no le dirigió una sonrisa como repuesta. No había más remedio que regresar a casa, aunque, una vez allí, no tenía nada que hacer, aparte de darse una friega en la espalda con lo que había comprado y escribir solicitudes para los dos empleos que había visto en el Evening Standard, los dos en los que parecía tener más posibilidades que en los demás.
El huésped llevaba ya casi cuatro meses viviendo en su casa y en ocasiones habían transcurrido semanas enteras sin que ella lo viera. Sólo habían hablado cuando se encontraban por casualidad y no durante mucho rato. No era una persona de su agrado, se había dicho, y, sin duda, ella tampoco lo era del suyo. Por consiguiente, se le hacía extraño lo mucho que necesitaba verlo. Le parecía esencial que en algún momento de aquel domingo pudiera encararse con él y plantearle el asunto de la «cosa» y de la carta extraviada. También estaba el tema de que, según Olive y Queenie, no había dado de comer a Otto durante su ausencia. Su propia indiferencia hacia Otto no era la cuestión. La obligación de Cellini era dar de comer al gato, lo había prometido. Además, Gwendolen tenía la certeza de que, de haber estado bien alimentado, Otto no hubiese matado a esas gallinas de Guinea ni a esa paloma para comérselas.
Al pensar en las gallinas de Guinea recordó que el señor Singh iba a ir a verla a las once. Estaba tan segura de que el hombre iba a llegar tarde, puesto que últimamente todo el mundo lo hacía, que se asombró con incredulidad cuando el timbre sonó puntualmente a esa hora. Al levantarse se sintió tan mareada que tuvo que agarrarse al respaldo del sofá, por lo que tardó unos minutos en llegar a la puerta; el hombre llamó de nuevo, cosa que le dio una excusa para irritarse.
– Ya voy, ya voy -dijo en el vestíbulo vacío.
Era un hombre atractivo, más alto y pálido de lo que ella se había esperado, con un pequeño bigote de color gris acero y en lugar de ir vestido con esa prenda de ropa que ella había previsto y que parecía una camisa de dormir, llevaba unos pantalones de franela, una cazadora y una camisa rosa con corbata rosa y gris. La única incongruencia (a ojos de Gwendolen) era su turbante blanco como la nieve y enrollado de forma intrincada.
El hombre la siguió hacia el salón, acomodando pacientemente el paso a la lentitud de ella.
– Tiene usted una casa magnífica -comentó.
Gwendolen asintió con la cabeza. Ya lo sabía. Por eso se había quedado allí. Tomó asiento y le indicó con un gesto que hiciera lo mismo. Siddhartha Singh se sentó, pero lentamente. Estaba mirando a su alrededor, fijándose con detenimiento en los espacios y rincones, en las paredes desconchadas, el techo agrietado, los tambaleantes y astillados marcos de las ventanas, los radiadores que databan de la década de los años veinte y las alfombras, una sobre otra, todas apolilladas y con aspecto de haber sido mordisqueadas por pequeños mamíferos. Él sólo había visto un grado de desintegración semejante en los barrios pobres de Calcuta, años atrás.
– Si es por lo de sus pájaros -empezó a decir Gwendolen-, la verdad es que no sé qué se supone que…
– Discúlpeme, señora -El señor Singh era de habla educada-. Discúlpeme, pero el episodio de los pájaros es una cosa del pasado. Ya es historia, por decirlo así. Corté por lo sano y volví la hoja. Y en cuanto a este tema, quizás usted que, obviamente, es una dama inglesa, pueda decirme el porqué de «hoja». ¿Quiere decir tal vez que vamos de excursión al bosque y volteamos una hoja para descubrir un secreto debajo de ella?
En circunstancias normales Gwendolen hubiese replicado con mordacidad, pero aquel hombre era tan atractivo (y no solamente para ser oriental) y encantador que se sentía muy débil en su presencia. Como la reina de Saba frente a Salomón, ya no le quedaba fortaleza.