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– En este caso «hoja» significa página -explicó con vacilación-. Pasar página, se suele decir. Una página en…, bueno, en el libro de la vida, supongo.

El señor Singh sonrió. Fue una sonrisa como aquella con la que podría obsequiarte el dios del sol; amplia, benévola, que iluminó su bello rostro y reveló la misma dentadura que poseían los adolescentes norteamericanos, reluciente, blanca y uniforme.

– Gracias. En ocasiones, aun cuando llevo treinta años en este país, tengo la sensación de habitar en un nuevo Siglo de las Luces.

Gwendolen, desarmada, le devolvió la sonrisa. Hizo una oferta de las que no había hecho extensiva a un visitante ocasional desde que Stephen Reeves desapareció de su vida.

– ¿Le apetece tomar un té?

– Oh, no, gracias. He pasado sólo un momento. Permítame que vaya al grano. Cuando estuvo enferma y no se encontraba en casa, vi a su jardinero trabajando, un joven de lo más laborioso, y le dije a la señora Singh, mira, este joven es justo lo que necesitamos para que arregle las cosas aquí. Y es por eso por lo que vine a verla. Para que, si me hace el favor, me diera el nombre y número de teléfono de su jardinero, con la esperanza de que pueda hacerse cargo del trabajo que quiero encomendarle.

Fueron varias las emociones que se enfrentaron en la cabeza de Gwendolen. No sabía por qué había sentido que se le caía el alma a los pies cuando oyó mencionar a una señora Singh, aunque sí comprendía el asombro y la ira incipiente que empezaron a invadirla al mismo tiempo. Se irguió en el asiento mientras se preguntaba fugazmente si podría ser que él la considerara diez años más joven de lo que era en realidad y dijo:

– Yo no tengo jardinero.

– Oh, sí, señora, claro que sí. Lo tiene. Tal vez se le haya olvidado. Entiendo que ha estado usted indispuesta e ingresada en el hospital. Fue entonces cuando estuvo aquí. No hay duda de que lo contrató y el hombre vino a hacer su trabajo en su ausencia.

– Yo no le contraté. No sé nada al respecto. -El hombre la miraba con lástima, como si viera en ella a una mujer no diez años menor de lo que era, sino a una anciana que padecía demencia senil-. ¿Qué aspecto tenía? -le preguntó.

– A ver… De unos treinta años aproximadamente, cabello tirando a rubio, rostro británico, ojos azules, creo, y atractivo. No era tan alto como yo ni… -la miró como si la midiera, con ojo crítico- como usted, con todos mis respetos, señora.

– ¿Qué estaba haciendo exactamente?

– Cavando el jardín -respondió el señor Singh-. Cavó en dos sitios. El suelo, sabe usted, es muy duro, duro como la roca, como… piedra diamantina -se aventuró a fantasear.

Gwendolen pensó que incluso hablaba el mismo lenguaje que ella. Si hubiera conocido antes a su vecino, ¿hubiera reemplazado a Stephen Reeves en su afecto?

– El hombre del que me está hablando -dijo ella, y la furia afloró de nuevo- es mi inquilino. Vive arriba, en el piso superior.

– Entonces le pido disculpas por haberla molestado.

El señor Singh se puso de pie permitiendo así a Gwendolen el lujo de volver a ver su alta figura de porte marcial, su estatura y su estómago plano como una tabla. Le entraron ganas de gritar: «¡No se vaya!» En cambio, le dijo:

– Se llama Cellini y no se le permite el acceso a mi jardín.

Otra sonrisa, pero en esta ocasión triste.

– No le diré que no estoy desilusionado. No, por favor, no se levante. Es una mujer convaleciente y que, si se me permite decirlo, ya no tiene quince años. -Vio su propio reflejo en uno de los muchos espejos llenos de manchas de moscas y con el plateado desvaído-. ¿Y quién los tiene? -añadió con más tacto-. Bueno, pues ahora le digo buenos días, gracias por las molestias y me voy.

El enojo de la mujer era mayor que antes. Ahora sí que iba a quedarse a esperar a Cellini, bebería café, haría lo que fuera para permanecer despierta hasta que lo oyera entrar. La cosa, la carta y ahora esto, pensó. Tenía que deshacerse de él y encontrar a una dama agradable que ya no tuviera quince años. ¡Cómo la había herido esa frase! Aunque él se hubiera incluido en dicha categoría. ¡Pero ese Cellini! Iba a desahuciarlo en cuanto tuviera ocasión.

23

Mix caminaba de vuelta a casa, pero al pasar junto a una parada de autobús vio que venía uno y lo cogió. Era un día demasiado absurdo para que pasear resultara placentero. Unas cuantas hojas amarillentas caían ya de los plátanos y se arremolinaban al otro lado de las ventanillas del autobús. Parecía que algo le estuviera pellizcando la columna vertebral con dedos de hierro y, fuera lo que fuera, le provocó unas punzadas en la zona lumbar cuando se bajó en la esquina de Saint Mark’s Road. Tuvo que hacer el resto del camino a pie y el dolor aminoró un poco con el movimiento.

Como de costumbre, los automóviles ocupaban las plazas de estacionamiento del aparcamiento para residentes de Saint Blaise Avenue, y Mix se fijó en una cosa en la que hasta entonces no había tenido necesidad de fijarse. Uno de los vehículos, un viejo Volvo, tenía un letrero de «Se vende» en el parabrisas con el precio debajo: trescientas libras. Un Volvo era un buen coche, se suponía que duraba años y aquél parecía estar muy bien conservado. Mix rodeó el automóvil y miró el interior por las ventanillas y entonces, de una de las casas situada en la misma acera que Saint Blaise House, salió una mujer que se acercó a él.

– ¿Le interesa?

Mix respondió que no lo sabía, que podría ser que sí. Pese a que ya no era joven, era una mujer bastante guapa, con esa silueta de reloj de arena que a él le gustaba.

– Es de mi marido. Somos los Brunswick. Brian y Sue Brunswick. Brian está de viaje, pero regresará el miércoles. Él iría con usted a dar una vuelta de prueba, si quiere.

– ¿Usted no conduce? -No le hubiera importado ir con ella a dar una vuelta de prueba de cualquier clase.

– Me temo que hace años que no me pongo al volante de un coche.

– Es una lástima -dijo Mix-. Me lo pensaré.

Cruzó el vestíbulo de Saint Blaise House sin hacer ruido, con la palma de la mano apretada contra la parte baja de la espalda y al fijarse en que la puerta del salón estaba entreabierta atisbó por ella. La vieja Chawcer estaba tumbada en el sofá, profundamente dormida. Mix empezó a subir las escaleras. Si bien hacía fresco en comparación con los días anteriores, había salido el sol y el día era radiante. Los rayos de sol que caían sobre las paredes de la escalera ponían de manifiesto hasta la última de las grietas, tanto si eran anchas como si se trataba de líneas delgadas, las manchas de las moscas en los cuadros que colgaban torcidos y las propias moscas que se habían metido entre el grabado y el cristal y que habían muerto allí, y las telarañas que se aferraban a los marcos, cables e instalaciones para las bombillas. Se preguntó adónde iría el fantasma de Reggie durante el día y se dijo que no pensara en ello a menos que no quedara más remedio. El dolor que sentía en la región lumbar se intensificó. Si no mejoraba, tendría que ir al médico.

En lo primero que pensó Gwendolen al despertar fue en la revelación que le había hecho el señor Singh. Aquel hombre no era para ella y lo sabía, en tanto que Stephen Reeves sí lo era. Se había dejado llevar momentáneamente por su atractivo y encanto, pero, de todos modos, ella no aprobaba los matrimonios interraciales (lo que cuando era joven llamaban mestizaje) y el hecho de que hubiese una esposa suponía una traba considerable. Gwendolen apartó de su mente a la desconocida y oculta señora Singh como a una «vacilante mujer autóctona con velo». Lo que le había contado el señor Singh excluía entonces de su mente prácticamente cualquier otra cosa.