Mientras ella estaba ausente y, además, enferma en el hospital, ese hombre, el dichoso inquilino, había estado en su jardín, dos veces, y había cavado agujeros en los arriates. Hubo un tiempo, en la época de prosperidad de los Chawcer, en que un jardinero de verdad se había ocupado de los temas de horticultura y en los arriates florecían lupinos, espuelas de caballero, cinias y dalias, los arbustos estaban bien podados y la textura del césped era como la de una moqueta de terciopelo. Gwendolen lo seguía viendo de la misma manera hasta cierto punto, o lo veía como un poco venido a menos, pero nada que un hombre habilidoso y un cortacésped no pudieran arreglar en cuestión de una hora más o menos. Y el inquilino se había aventurado a salir con una pala (casi seguro que con la suya) a aquel pequeño paraíso y cavar hoyos. Había salido al jardín a cavar hoyos sin su permiso, sin ni siquiera intentar obtener su consentimiento, y para hacerlo debió de haber pasado por su cocina, por su lavadero y, de paso, probablemente hubiera depositado la cosa en el caldero. ¿Por qué lo había hecho? Para enterrar algo, por supuesto. Era posible, o mejor dicho, probable, que le hubiese robado algún objeto y lo hubiese enterrado allí hasta que encontrara un comerciante de mercancía robada. Gwendolen tendría que ir por toda la casa y averiguar lo que faltaba. Volvió a ser presa de la furia y le palpitaron las sienes. No era de extrañar que, ahora que estaba despierta, se sintiera decididamente extraña, la cabeza le daba vueltas y su cuerpo estaba muy débil.
A pesar de todo, lo más probable era que hubiera intentado subir las escaleras, despacio y descansando en cada rellano, de no ser porque Queenie Winthrop llegó justo cuando Gwendolen se estaba decidiendo. Al oír que se abría la puerta tuvo la esperanza de que fuera su huésped y le evitara tener que remontar cincuenta y dos escalones, pero todas sus esperanzas se truncaron cuando oyó la voz de Queenie que la llamaba:
– ¡Yujuuu! Soy yo.
Gwendolen se preguntó cuánto tiempo seguirían ella y Olive con esto, viniendo a verla todos los días con regalos. Tal vez semanas, o meses. ¿O quizá siempre? Ella no quería más bombones, barritas de cereales, peras ni uvas. La botella de oporto que Queenie sacó de su carrito de la compra era mucho más aceptable y Gwendolen se animó y hasta le dio las gracias a su amiga y todo.
– Espero no estar convirtiéndome en una alcohólica -dijo-. Si por ti y Olive fuera, seguro acabaría siéndolo. Claro que es mi inquilino quien me ha empujado a ello. Antes no bebía nada más fuerte que zumo de naranja.
Iba a contarle a Queenie lo de su encuentro con el señor Singh y lo que éste le había revelado sin ser consciente de ello. Sin embargo, no sabía por qué, pero no quiso hablar de su vecino con su amiga ni con nadie más, y no podía describir los delitos del huésped sin involucrar al señor Singh. En cambio, dijo:
– La verdad es que no me gusta pedírtelo. Parece una imposición, pero ¿podrías subir, llamar a su puerta y decirle que me gustaría verle esta tarde a las seis? Por favor -dijo, aunque eso iba en contra de sus principios-. Tengo que tratar varios asuntos con él.
– Bueno, querida. Si no te importa esperar un poco. He venido andando y todavía no he recuperado el aliento. Estuve esperando el autobús un buen rato, pero no vino ninguno. Subiré antes de irme, te lo prometo. Y ahora, ¿quieres que te prepare algo de comer? -Queenie miró la botella con ansia-. ¿O una copa?
– Podríamos tomarnos un vasito de oporto.
– Sí, ¿verdad? Al fin y al cabo es domingo.
– Me parece a mí que lo que se bebe el domingo es el vino de la comunión y no oporto.
– Es posible, querida, pero como no soy practicante no sabría decirte. ¿Sirvo yo?
Gwendolen se estremeció.
– Es vino reconstituyente, Queenie, no es té.
Ella consideraba deplorable esta costumbre de llevar un regalo a una amiga enferma y luego esperar compartirlo. No obstante, jamás se le ocurriría beber sin invitar a una visita. Observó a Queenie, quien sirvió una cantidad de vino que ella consideraba excesiva en el tipo equivocado de copas, alzó la suya y dijo lo mismo que el profesor solía decir en circunstancias parecidas:
– ¡A tu salud!
Tomaron un refrigerio de queso con galletas, fruta y una porción cada una del pastel de zanahoria que era un regalo de la hija mayor de Quennie. Gwendolen dispuso sobre la mesa unos viejos y amarillentos manteles individuales ribeteados de encaje que había encontrado en uno de los cajones del aparador.
– Tienes aspecto de que vas a quedarte dormida en cualquier momento -comentó Queenie.
– La «cosa» no es el único tema por el que tengo que quejarme al inquilino -dijo Gwendolen como si su amiga no hubiese hablado-. Durante mi estancia en el hospital esperaba una carta muy importante. Debería haber llegado y por lo visto no ha sido así. -No tenía intención de desvelar muchos detalles sobre la naturaleza de esa carta o de su remitente a Queenie-. Sospecho que Cellini la ha interceptado. -Hacía tiempo que ya no lo llamaba señor-. A menos que Olive o tú hayáis tocado mi correo, lo cual -añadió en un tono más conciliador- me parece poco probable.
– Pues claro que no lo hemos hecho, querida. ¿De dónde tenía que llegar esa carta que dices?
– Probablemente el matasellos fuera de Oxford. Y ahora quiero dormir, de verdad, por lo que tal vez podrías ir arriba a ver al inquilino. Tiene que presentarse aquí a las seis en punto.
Queenie subió pesadamente las escaleras, pero antes, al pasar junto al teléfono, lo miró con anhelo. Sin embargo, hubiera bastado con levantar el auricular para que Gwendolen la oyera y hubiese arremetido contra ella como una tonelada de ladrillos. A pesar de ser mayor, Gwendolen tenía mejor oído que ella. En el primer rellano se quitó los zapatos de tacón alto que le maltrataban los pies y, respirando más profundamente aún, siguió adelante con esfuerzo, con los zapatos en la mano. Si el hombre no estaba en casa, le diría cuatro cosas a Gwendolen. Su amiga no tenía necesidad de creerse con el derecho exclusivo a la grosería. Donde las dan las toman.
Él estaba en casa. Acudió a la puerta con una chaqueta de punto atada sobre los hombros y los pies descalzos.
– Ah, hola. ¿Qué pasa?
Desde que tenía quince años, Queenie había creído que si querías algo de un hombre, si simplemente querías existir en su presencia, tenías que mostrarte exageradamente educada, dulce, encantadora e incluso coqueta, y ella había actuado según su convicción. Ello no había contribuido a su bienestar, pero sí a la felicidad de su matrimonio.
– Señor Cellini, lamento mucho molestarle, y además en domingo, pero la señorita Chawcer dice si sería usted tan amable de dedicarle tan sólo cinco minutos de su tiempo a eso de las seis de esta tarde. Si pudiera bajar un momento y hablar con ella, estoy segura de que no lo entretendrá mucho, de modo que si pudiera…
– ¿De qué quiere hablarme?
– No me lo ha dicho -Queenie le dirigió una enorme sonrisa enseñando los dientes, de las que, una vez, un hombre le había dicho que le iluminaban el rostro, y pasó a servir a Dios y al diablo-. Ya sabe cómo es, señor Cellini -dijo, traicionando a Gwendolen sin ser consciente de que lo hacía-, terriblemente quisquillosa por cualquier nimiedad. Aunque nadie lo diría, a juzgar por el estado de su casa, ¿verdad?
– Ya lo creo. -Mix quería ver el partido que había grabado hacía un par de semanas del Manchester United jugando con algún equipo de Europa Central-. Dígale que estaré abajo sobre las seis. Bueno, adiós.
Cuando Queenie regresó al salón, Gwendolen estaba dormida. En un pedazo de papel, escribió: «El señor Cellini vendrá a las seis. Ánimo. Queenie».
En el piso de arriba Mix se desentendió del partido de fútbol. Había recibido el mensaje sin pensar demasiado, pero en cuanto estuvo a solas fue presa de las dudas. Pensó que la mujer debía de haber encontrado el tanga. Alguien lo había encontrado, y ¿quién más probable que la vieja Chawcer? Debía inventar algún motivo para que la prenda estuviera en el caldero y lo único que se le ocurrió, decir que le había hecho la colada a una amiga porque se le había estropeado la lavadora, estaba claro que no era viable. ¿Quién lavaba la ropa en unos agujeros anticuados como aquél? ¿Qué tenía de malo la lavandería? De todos modos, no explicaba el hecho de que él no debería haber estado en el lavadero.