Tal vez pudiera convencerla de que no sabía nada al respecto. Puede que eso fuera lo mejor. Si podía arreglárselas, sería mejor aún sugerir que la abuela Fordyce o la abuela Winthrop tenían algo que ver con ello. Hasta podía decir que había visto a una de ellas con el tanga en la mano. «No te preocupes -se dijo-. No pienses en ello siquiera. Piensa en otra cosa.» ¿Cómo cuál? ¿En que Frank, el del Sun in Splendour, podría estar hablando con la policía en aquel preciso momento? ¿En que Nerissa había salido con otro tipo? No, pensaría en la posibilidad de ofrecerle a Brian Brunswick doscientas cincuenta libras por el Volvo. ¿Por qué no volvía a la casa al día siguiente y le pedía a Sue Brunswick que fuera a dar una vuelta en el coche con él? Ella no tendría que conducir, sólo ir sentada a su lado. Eso sería genial. Podía llevarla hacia Holland Park o, mejor aún, a Richmond y sugerir que comieran en uno de esos pubs de moda. Si quería vender el coche, no podría negarse. Y después, estando el viejo ausente, ese tal Brian, cuando volvieran a su casa…
Probablemente sería una cosa excepcional, y tanto mejor. Cuando hubiera entrado en casa de Nerissa y hablado con ella frente a una taza de café ya no iba a necesitar mujeres mediocres como Sue Brunswick ni coches de segunda mano, tendría el Jaguar y, por encima de todo, tendría a Nerissa. El próximo domingo sus circunstancias podrían haber cambiado por completo. Puede que ni siquiera estuviera allí, en ese piso, por atractivo que fuera, se mudaría a Campden Hill Square, ya no necesitaría un empleo, ni un coche, ni tendría que preocuparse por lo que una panda de viejas pensara de él. En casa de Nerissa no habría el fantasma de un asesino. Le contaría lo del tanga y se reirían juntos un rato, sobre todo de cuando le había dicho a la vieja Chawcer que el tanga pertenecía a la abuela Winthrop. ¡Como si fuera posible que se lo pusiera con su gordo trasero!
Se tomó tres ibuprofenos de cuatrocientos miligramos, se puso los calcetines y los zapatos, pasó los brazos por las mangas de la chaqueta de lana y bajó cuando pasaban diez minutos de las seis. Gwendolen no estaba tumbada, ni siquiera sentada, sino que caminaba de un lado a otro de la habitación porque el huésped llegaba más de diez minutos tarde. Cuando él apareció, estaba tan enojada que no pudo controlarse.
– Llega tarde. ¿Es que acaso la hora ya no significa nada para la gente?
– ¿Qué quería?
– Será mejor que tome asiento -dijo Gwendolen.
¿Era verdad que la furia te provocaba un aumento de la tensión arterial y que podías sentir cómo subía y te martilleaba la cabeza? A veces pensaba en sus arterias, que a estas alturas debían de estar cubiertas de una cosa parecida a la placa que se forma en los dientes. La cabeza le daba vueltas. Tuvo que sentarse, aun cuando hubiera preferido quedarse de pie para descollar sobre él. Pero tenía miedo de caerse y de que eso la hiciera vulnerable ante su presencia.
– Un vecino mío encantador vino a verme esta mañana -dijo, y respiró profundamente-. Los inmigrantes podrían enseñar a muchas personas de por aquí lo que son las buenas maneras. Sin embargo, sea como sea, tenía algo que decirme. Supongo que puede imaginarse de qué se trataba.
Mix se lo imaginaba. Aunque había estado dando vueltas a las posibles razones por las que la vieja Chawcer quería verle, aquélla no era una de ellas. No tenía ninguna explicación que ofrecer. Con creciente consternación, escuchó la larga versión de la mujer sobre la visita del señor Singh, del malentendido del hombre en cuanto a la presencia de Mix en el jardín y de su propia indignación.
– Y ahora quizá quiera decirme qué estaba haciendo.
– Cavando el jardín -repuso Mix-. No me dirá que no le hace falta.
– Eso no es asunto suyo. El jardín no tiene nada que ver con usted. -Gwendolen había decidido no mencionar la «cosa». Lo de la carta era otro asunto-. Y tengo motivos para creer que ha estado hurgando mi correo.
– Eso es mentira, para empezar.
– A mí no me hable así, señor Cellini. ¿Cómo se atreve a insinuar que puedo ser una mentirosa? Todavía no me ha dado ninguna razón por la que estaba cavando en mi jardín, por no hablar de que entró en mi cocina y en mi lavadero.
En su instituto de secundaria había una profesora como ella. Mix se acordaba incluso de su nombre: señorita Forester. Había dado clases a su madre antes que a él, y a su abuela también, que él supiera. Pero los niños de su generación se lo hicieron pasar muy mal y tuvo que marcharse antes de acabar sufriendo una crisis nerviosa. Él había sido uno de esos niños, pero en aquella época no tenía nada que perder. Lo de entonces era distinto. Le gustaría haber dicho lo que recordaba haberle dicho a la señorita Forester, pero, sin saber por qué, las palabras «Vete a la mierda, vieja imbécil» murieron en sus labios.
– O me da una explicación satisfactoria de su conducta o le entregaré una notificación para que abandone el piso.
– No puede hacer eso -replicó Mix-. Es un piso sin amueblar. La ley protege mis derechos de inquilino.
Gwendolen lo sabía perfectamente, aunque fuera injusto, pero aun así lo había probado.
– ¿Qué fue lo que enterró? Alguna de mis pertenencias, supongo. ¿Una joya valiosa? ¿O tal vez la plata? Lo comprobaré, no tema, voy a hacer un inventario de cosas desaparecidas. ¿O acaso ha asesinado a alguien y enterró el cadáver? ¿Es eso?
Pese a la mancha en la base de la figura de Psique, Gwendolen no pensó ni por un momento que fuera eso lo que había ocurrido. Eso era cosa de ficción y, como tal, algo que ella había leído muchas veces a lo largo de los años. No lo dijo porque lo creyera cierto, ni siquiera porque lo considerara remotamente probable, sino para insultarlo. No se percató de que Mix había palidecido y que su rostro inexpresivo ya no tenía un gesto perdido. Pero él no dijo nada, sólo bajó la mirada, que hasta entonces había tenido clavada en ella.
Triunfalmente, Gwendolen vio que lo había derrotado por completo y ahora terminaría el trabajo.
– Mañana por la mañana sin falta informaré a la policía. Cuando salga de la cárcel, dudo que quiera volver aquí, aunque le esté permitido hacerlo.
– ¿Ha terminado? -preguntó Mix.
– Casi -contestó Gwendolen-. Sólo le repito que mañana por la mañana voy a informar a la policía de sus actividades.
Cuando Mix se hubo marchado, la mujer tuvo que echarse. En cuanto oyó que se cerraba la puerta de su piso (del portazo que dio pareció que temblaba la casa entera), se levantó como pudo del sofá y empezó a andar lentamente hacia las escaleras. Más tarde quizá no tuviera fuerzas suficientes para subir, pues ya carecía de ellas para iniciar el ascenso. Permaneció unos diez minutos sentada en el suelo y luego empezó a subir los peldaños a gatas. Tuvo la impresión de haber tardado horas en llegar a su dormitorio y entrar en él.
Dios quisiera que no tuviera que instalar la cama en el piso de abajo. De momento ni Queenie ni Olive lo habían sugerido, pero lo harían, lo harían… Nunca se sometería a eso, pensó mientras luchaba infructuosamente por desvestirse y ponerse el camisón. Lo que sí consiguió fue quitarse el anillo de rubí y meterlo en el joyero, pensó en lavarse las manos, pero sólo lo pensó. Le parecía tan imposible llegar al baño como ir andando hasta Ladbroke Grove y volver, por decir algo. Se tumbó y cerró los ojos. La flaqueza debilitaba todo su cuerpo, pero el sueño que había sobrevenido con tanta facilidad y de manera tan irresistible durante la última semana, que la embargaba cuando ella no quería e incluso cuando intentaba resistirse, ahora la rehuía, desterrado por la cólera.