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No era tan sólo la ira provocada por el comportamiento del inquilino, aunque eso ya era bastante grave, sino la furia de toda una vida que la iba invadiendo, borbotando y arremolinándose en sus venas. Furia contra su madre, quien le había enseñado a ser una dama a expensas de la libertad de palabra, del cultivo de la mente, de la libertad de movimientos, del amor, de la pasión, de la aventura y de la búsqueda de la felicidad; furia contra su padre, quien ocultaba su negativa a que recibiera una verdadera educación bajo un manto de protección contra la maldad del mundo y que la tuvo en casa para que fuera su enfermera y amanuense; furia contra Stephen Reeves, que la había defraudado, se había casado con otra y no había respondido a sus cartas; furia contra aquella enorme casa ruinosa que se había convertido en su prisión.

Durante largo rato, no supo cuánto, se sintió como si no tuviera existencia física y fuera sólo una mente en la que bullían la rabia y las ideas vengativas. Entonces, en un momento pasó de estar furiosamente enojada a quedarse tranquila con la mente en blanco. Era como dormir y sin embargo no lo era. Lo primero que pensó al emerger de ese estado fue que al menos podía castigar al inquilino con la policía. Intentó incorporarse y no pudo. No bastaría con eso, al menos aquella noche; tenía que comprobar si el resto de las alhajas estaba en el joyero, ver qué era lo que faltaba, si es que faltaba algo, y estaba enterrado en un agujero embarrado en el jardín. Tenía que bajar y mirar en el armario donde estaba la plata, que no se había utilizado en muchos años, envuelta en paño verde.

Tuvo la impresión de haber perdido la consciencia unos momentos. No sabía si podría sostenerse de pie. En aquella ocasión no era porque tuviera miedo a que el mareo pudiera provocarle una caída, sino por una aparente imposibilidad de mover el lado izquierdo del cuerpo. Calambres, por supuesto. De vez en cuando sufría de calambres y normalmente ocurría por la noche. Se frotó la pierna izquierda, luego el brazo izquierdo, y aunque creyó recuperar un poco la sensibilidad, sólo fue capaz de poner los pies en el suelo con un esfuerzo enorme. El brazo le colgaba inútil. Cuando estaba pensando que debería intentar llegar al interruptor de la luz y luego a la puerta, ésta se abrió poco a poco y entró Otto tranquilamente. La tenue luz de las farolas de la calle que aún funcionaban ennegreció su elegante forma de color chocolate e hizo brillar sus ojos, que tenían el mismo color que las limas que vendían en la tienda de la esquina. Gwendolen se encontró pensando, extrañamente, puesto que nunca lo había pensado antes, que el animal tenía unos ojos preciosos y que, con su juventud y su agilidad, era la única cosa perfecta que veía alguna vez. Él no le hizo caso, se sentó frente a la chimenea vacía y, con sus dientes blancos y afilados, empezó a sacarse trocitos de ramitas y piedras diminutas de entre las almohadillas de las patas.

Valiéndose de la mano derecha, Gwendolen tiró de su pierna izquierda para volver a meterla en la cama. El esfuerzo la dejó exhausta. Cuando terminó de hacerse la manicura, Otto saltó a la cama con gracilidad y se hizo un ovillo junto a los pies de la anciana.

24

Desde la ventana de su dormitorio, Mix observó al señor Singh que colocaba unas luces de colores en las hojas de la palmera. No era Navidad ni tampoco esa fiesta que celebraban los hindúes más o menos en la misma época, de modo que… ¿a qué estaba jugando? «Quizá sea mejor que no podamos tener armas como en Estados Unidos. Si ahora mismo tuviera un arma, le pegaría un tiro a ese tipo.» El señor Singh bajó de la escalera, entró en la casa y encendió las luces, que, rojas, azules, amarillas y verdes, titilaron en aquel árbol exótico. Entonces salió la señora Singh vestida con un sari de color rosa y ambos se quedaron contemplando el árbol, admirando el efecto.

Incluso a aquella hora, los lugares del jardín en los que Mix había cavado se distinguían claramente desde la distancia, una pequeña zona de tierra removida y otra más grande. Debería de haberse puesto a cavar al amparo de la oscuridad, entonces lo supo, pero eso hubiera implicado hacerlo después de medianoche. Las casas de la calle del señor Singh tenían las luces encendidas, pero desde el lado en el que él se encontraba, Mix no podía ver la parte trasera de las viviendas adosadas, sólo sus jardines. Uno de ellos tenía iluminación exterior a lo largo de la pared y entre las plantas de hoja perenne. Reconoció a una mujer que había salido a recoger una sábana y un par de vaqueros del tendedero como a Sue Brunswick. En aquellos momentos la idea de comprar el automóvil de su esposo le parecía como un sueño medio olvidado, por no hablar del hecho de haberse fijado en ella. Incluso Nerissa, en quien a menudo pensaba de manera romántica a aquella hora del día como una canción en la penumbra, se había desvanecido de su mente. No importaba nada, ni los empleos, ni el sustento, ni el hecho de no tener coche, ni el amor…, nada que no fuera impedir que la vieja Chawcer llamara a la policía.

Sin embargo, el miedo lo había paralizado desde que había subido arriba. La cabeza le daba vueltas por todo el ibuprofeno que se había tomado y que, si bien excedía con mucho la dosis máxima recomendada, no había hecho demasiado por su dolor de espalda. Ni siquiera había sido capaz de prepararse algo de beber, pensar en la comida o sentarse, sino que se había quedado allí de pie frente a la ventana, sujetándose al alféizar para sostenerse y mirando fuera. Mix estaba seguro de que la mujer lo haría. No había intentado disuadirla porque sabía con certeza que lo haría. Sólo lo aplazaría hasta el día siguiente porque pertenecía a esa generación que pensaba que los domingos no había que llamar a la policía o al médico ni ir a comprar. Su abuela era igual. Ellos veían el lunes como el día que te ponías a hacer las cosas, de manera que lo primero que haría por la mañana sería cumplir su amenaza.

Las ascuas gemelas que eran los ojos de Otto no se veían por ninguna parte. Mix, que anteriormente nunca había pensado mucho en el gato, se imaginaba entonces cuán maravilloso sería ser él, con casa y comida gratis, sin trabajo ni ninguna necesidad de tenerlo, sin saber lo que era el insomnio, con libertad para recorrer un rico terreno de caza durante todo el día y toda la noche si se le antojaba. Insensible al dolor, ágil, intrépido y dueño de matar cualquier cosa que se cruzara por su camino. Sin sexo, por supuesto. Mix estaba seguro de que a Otto lo habían capado. De todos modos, el sexo era una molestia y no podías echar de menos algo que nunca habías tenido.

Esta pequeña distracción de sus problemas llevó a Mix hasta el salón, donde se preparó un Latigazo con un poquito más de Cointreau de lo habitual. Debería haber atinado a hacerlo hacía un par de horas. Entonces quizá no se habría sentido tan mal. El cóctel surtió su prodigioso efecto y casi al instante hizo que tuviera la sensación de que no había problema que no pudiera resolver. Había que mirar las cosas con perspectiva, tenías que tener claras tus prioridades. En el momento y situación actuales, su prioridad era evitar que la vieja Chawcer hablara con la policía. Mix pensó que era probable que ella no supiera el efecto que sus palabras causarían en ellos. Él sí lo sabía. Ellos estaban buscando el cuerpo de Danila al tiempo que andaban a la caza de su asesino, por lo que se pondrían sobre aviso de inmediato ante la posibilidad de hallarlos a ambos y llegarían en cuestión de diez minutos. Había que detener a esa mujer.

Mix sabía cómo hacer que una mujer se callara. Ya lo había hecho antes.

Gwendolen a duras penas sabía cómo había logrado salir de la cama. Lentamente, consiguió avanzar unos cuantos centímetros. En el jardín del señor Singh había una palmera que se había convertido en una araña de luces de colores. Debían de ser imaginaciones suyas, algo le había pasado en el cerebro. Le resultaba imposible llegar a la puerta, para qué hablar de las escaleras, el salón y el armario de la plata. Le hubiera gustado llamar al médico o incluso a Queenie u Olive, pero para hacerlo hubiera tenido que dejarse caer rodando escaleras abajo. No obstante, que ella supiera, era domingo, aún era domingo y, por muy enojada que hubiera estado con su madre muerta hacía muchos años, el principio de la señora Chawcer de no telefonear a nadie que no fuera de la familia los domingos (y nunca, ningún día de la semana, después de las nueve de la noche) no era algo que se perdiera fácilmente. Así pues, retrocedió como pudo, sin fuerzas para lavarse ni para lo que su madre llamaba «aliviarse», vio que el árbol imaginario seguía allí, brillando con estrellas centelleantes de colores, y cayó en la cama aún totalmente vestida, aunque se las arregló para descalzarse un pie que utilizó para quitarse el otro zapato.