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Se quedó allí tumbada boca arriba y con la mano derecha, la que tenía bien, tiró de la colcha para taparse. Ya se imaginaba lo que le ocurría, se lo había figurado hacía una hora, pero hasta entonces no fue capaz de expresarlo con palabras silenciosas. Había sufrido un ataque de apoplejía.

Mix había salido al rellano porque la mujer hacía mucho ruido para salir de la cama. ¿Qué le pasaba? Quizá siempre hiciera el mismo ruido cuando se iba a dormir. No sabría decirlo, no recordaba haberse fijado en ello antes.

Se preguntó si sería capaz de matarla a sangre fría. Con Danila había sido distinto. Esa chica lo había enfurecido con sus insultos y su ataque no provocado contra Nerissa. La luz del rellano se apagó y la luz que proyectaba la ventana Isabella había desaparecido desde que la farola se apagó. «Cuando esté aquí solo voy a cambiar todas las luces para que tarden más en apagarse y voy a comprar bombillas normales, de cien o ciento cincuenta vatios, no esta porquería que hay ahora. No será por mucho tiempo. Pronto me iré de aquí», pensó.

Volvió la mirada hacia el fino haz de luz que salía de la puerta de entrada de su piso, ligeramente entreabierta, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, la dirigió al pasillo de la mano izquierda. Una figura se alejaba caminando en silencio de espaldas a Mix, como si hubiese salido de la habitación más próxima. Al llegar a la puerta del fondo se volvió, lo vio y se quedó inmóvil. Mix distinguió el brillo de las gafas que llevaba sobre su nariz aguileña. Entonces el fantasma se encogió levemente de hombros. Tendió las manos en esa clase de gesto que indica dudas o desesperación y sus labios se separaron. De ellos no salió ni un sonido. Mix cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos el fantasma ya no estaba.

El miedo que normalmente sentía parecía haberse desvanecido en parte por el terror aún mayor de la policía. No se movió de donde estaba, con la vista clavada en el espacio que había ocupado el fantasma. Ese encogimiento de hombros tenía algún significado. El fantasma había intentado decirle algo. Quizás hubiera querido aconsejarle que hiciera lo que Mix ya prácticamente había decidido hacer. Él, Reggie, había matado a seis mujeres y no se había inmutado demasiado. Nadie sabía por qué había matado a su propia esposa, pero la opinión era que ella había averiguado lo de los asesinatos y no sólo se negó a protegerlo, sino que amenazó con hacer precisamente lo que la vieja Chawcer iba a hacerle a él. Así pues, ¿era eso lo que su fantasma le había estado diciendo? «Mátala. Yo no me lo pensé dos veces. Mátala y haz lo que hice yo con Ethel.»

Las ideas habían empezado a abandonar la cabeza de Gwendolen, dejándola prácticamente vacía. Stephen Reeves apareció de forma fugaz antes de desaparecer por una calle larga por la que corrían dichas ideas y donde, en la distancia, al borde de algo indefinible, Gwendolen distinguía unas formas borrosas que tal vez fueran sus padres, o puede que no. Estas formas también se desvanecieron paulatinamente y se deslizaron hacia el otro lado de ese borde por el que Stephen se había marchado. Ella estaba sola en el mundo, pero eso no tenía nada de extraño. Siempre había estado sola. Y en aquellos momentos, mientras algo retumbaba y murmuraba allí donde habían estado las ideas, supo que iba a marcharse de este mundo sola. Por ningún motivo en especial, sin ningún deseo concreto, ordenó a sus manos y brazos que se movieran, pero éstos ya no la obedecían y ella estaba demasiado cansada para volver a repetírselo. Respiró con lentitud, inspiró y espiró, inspiró y, al cabo de mucho rato, espiró, inspiró de nuevo muy levemente y espiró con un prolongado suspiro vibrante. De haber habido observadores, éstos hubiesen esperado a la próxima inhalación y, al ver que ésta no tenía lugar, se hubieran levantado de sus asientos, le hubieran cerrado los ojos y tapado la cara con la sábana.

La brillante luz de la luna entraba a raudales en el dormitorio. Cuando se metió en la cama, Gwendolen estaba demasiado enferma y demasiado cansada como para correr las cortinas y, en las cuatro horas que habían transcurrido desde entonces, una luna casi llena había remontado el cielo despejado de nubes. Debido a la posición de la gran cama doble y a la altura y anchura de la ventana, la luna situada entre las cortinas medio abiertas extendía una franja pálida sobre la ropa de la cama, una banda de blancura, y sumía el rostro de la mujer en la oscuridad. Las luces de la casa del señor Singh se habían apagado antes de lo que era habitual y el árbol con luces de colores también estaba a oscuras.

Para su consternación, Mix se sorprendió temblando al entrar en el dormitorio, no solamente por la temperatura, sino también de miedo. De todos modos, allí dentro no había nada que debiera temer. Aquella vez el fantasma ni siquiera le había producido escalofríos. Todas las puertas de abajo estaban cerradas con llave y, allí donde era posible, con el cerrojo echado. Estaban los dos solos. El fantasma estaba en el piso de arriba, por supuesto, pero Mix había tenido la sensación, y todavía la tenía, de que Reggie aprobaba lo que estaba a punto de hacer. Y el dolor de espalda se le había pasado de un modo desconcertante. No había tomado más ibuprofeno y aun así había desaparecido. Ahora iba a estar bien.

Al acercarse a la cama, una forma negra se desenroscó y retrocedió arqueando el lomo. Los ojos verdes parecían más grandes y brillantes que de costumbre.

– A ti también te mataré -dijo Mix.

Arremetió contra Otto, que esquivó su mano con facilidad, bufó como una serpiente, saltó en dirección a la puerta abierta y salió a las escaleras. La mujer de la cama estaba completamente inmóvil. «Hazlo rápido -se dijo-, hazlo ya. No la mires. Hazlo sin más.» Ella tenía la cabeza apoyada en una almohada y había otra a su lado, con una tercera apoyada en vertical contra la cabecera. Mix agarró la almohada situada en vertical con las dos manos temblorosas y, al tiempo que apartaba la mirada, la apretó contra el rostro de la mujer con toda la fuerza de la que fue capaz.

Ella no se movió. No iba a oponer resistencia. Permaneció absolutamente inerte. Mix mantuvo las manos donde las tenía y sujetó la almohada mientras contaba hasta cien, doscientos… Al llegar a quinientos aflojó las manos y al hacerlo sus dedos rozaron la piel del cuello de la mujer. Estaba frío como el hielo. Mix nunca había tocado a una persona tan vieja (su abuela había muerto a los setenta años) y se preguntaba si todas las ancianas estaban tan frías, si el calor de la sangre, la calidez de la vida, se enfriaban gradualmente con la edad.

Mix volvió a dejar la almohada allí donde la había encontrado y retiró la ropa de cama del cuerpo de la mujer. Se sorprendió al verla completamente vestida. Quizá siempre se fuera así a la cama y no se quitara la ropa. Sacó la sábana encimera de debajo de la manta y la colcha y empezó a envolver el cuerpo con ella. Como ya tenía cierta experiencia en ese tipo de cosas, estaba menos temeroso y torpe. El temblor que no podía explicar había cesado por completo. Se sentía muy calmado y resignado. Había tenido que hacerlo. Antes de rodearle la cabeza y la cara con el extremo de la sábana se obligó a mirar. Los ojos de la mujer, abiertos de par en par, le hicieron pensar en los de Danila. Pero los de la chica habían sido jóvenes y limpios, y su cuerpo cálido al tacto. Aquellos otros, legañosos y turbios, descansaban en un nido de arrugas. Y la anciana estaba helada.