Pesaba mucho más que Danila y Mix tardó un buen rato en arrastrarla por las escaleras hasta el piso de arriba mientras el cuerpo iba golpeando cada uno de los peldaños. Se esperaba que volviera a dolerle la espalda, pero no fue así. En cuanto hubo metido el cuerpo en su piso y se tomó un trago, un vaso grande de ginebra, regresó al dormitorio de la mujer y arregló la cama para dejarla tal y como creía que lo habría hecho ella, de un modo un tanto descuidado. Debía de haberse quitado los zapatos antes de meterse en la cama y Mix los metió en el armario, donde se sumaron al revoltijo que ya había dentro. Iba a decirle a todo aquel que preguntara que la mujer había decidido marcharse para recuperarse y lo dejaría todo tal y como lo hubiese hecho ella si se hubiera marchado de verdad.
Mientras la arrastraba hasta el piso de arriba no dejó de pensar en que podría volver a hacerse daño en la espalda, pero no sentía ningún dolor. Y no sabía por qué, pero tenía la certeza de que así continuaría siendo, a menos que le sobreviniera más tarde, como había ocurrido la última vez. En el juicio de Timothy Evans, Reggie había hecho creer al tribunal que él no podía haber matado a la esposa de Evans porque tenía la espalda tan mal que no hubiese podido levantarla. «Yo no voy a tener que acercarme a ningún tribunal -se dijo Mix con resolución-. Me deshago de ella para evitar ir a juicio.»
Bajó para descorrer los cerrojos de la puerta principal por si la abuela Winthrop o la abuela Fordyce decidían pasar por allí a primera hora de la mañana y les extrañaba que la puerta estuviera cerrada. Mix no quería que nadie creyera que había algo raro. Por la noche aquella casa era espantosa, tanto que no debería permitirse que existiera un lugar semejante, pensó el hombre. Si vivías en ella durante mucho tiempo, debías de acabar volviéndote loco. Con la sensación de que todo se desmoronaba y se pudría lentamente a tu alrededor, de que la madera, las colgaduras y las viejas alfombras se desintegraban por horas, por minutos. Si te quedaras quieto y escucharas, casi podrías oírlo, leves goteos y sonidos de cosas que se desprendían, el mordisqueo de las polillas, la pintura desconchándose, astillas, herrumbre y moho convirtiéndose en polvo. ¿Por qué había pensado alguna vez que quería vivir allí? ¿Por qué se había gastado tanto dinero en hacer habitable una pequeña parte de la casa?
Cuando volvió a las escaleras, vio a Otto sentado en el primer rellano. ¿La mujer habría dado de comer al gato? Siempre lo hacía antes de irse a la cama y también lo habría hecho antes de marcharse por la mañana para realizar ese viaje al que se suponía que había ido. Mix fue a ver por si una de esas dos viejas lo comprobaba y encontraba demasiado extraño que el plato del gato estuviera vacío. O bien Otto ya había comido, o bien no le habían puesto comida. Mix abrió una lata y le llenó el plato.
– Echaría veneno en la comida si tuviera -dijo en voz alta.
Otto bajó las escaleras y él intentó darle una patada, pero el gato dio un salto al tiempo que arremetía contra su tobillo desnudo con unas garras como rastrillos. Mix soltó un grito, se llevó la mano a la pierna y la retiró llena de sangre. Profirió una maldición y escudriñó con la mirada la oscuridad iluminada por la luna buscando esa forma y esos ojos, pero Otto había desaparecido, dejando la comida intacta.
Mix fue tras él, sangrando. La luz de la luna entraba por allí donde podía encontrar una ventana sin cortinas o una grieta entre una puerta y su jamba, vertiendo motas y haces de luz blanca. También entraba por las ventanas del rellano y se colaba por la puerta del dormitorio de la mujer, que Mix había dejado entreabierta. Por encima de él, vio a Otto que subía por el tramo embaldosado sin hacer ruido. Al llegar arriba, el gato no vaciló, cruzó el gran cuadrado de luz de luna y torció por el pasillo de la izquierda. Cuando Mix subió, ya no vio al animal por ninguna parte. Había desaparecido en la morada del fantasma, como el familiar de alguna bruja. Mix estaba demasiado asustado para seguirlo hasta allí.
Se le ocurrió volver a buscar los somníferos de Gwendolen, pero le dio miedo. Sabía que era irracional tener tanto miedo, igual que la horrible fantasía que tenía de que si se dormía demasiado profunda y largamente, cuando se despertara adormilado, se encontraría a la policía en el piso, la puerta principal derribada a patadas y a la abuela Fordyce desenvolviendo el fardo en el que estaba el cuerpo de Gwendolen. Tenía que mantenerse alerta, tumbarse a descansar, pero sin dormir. Por la mañana tenía quehaceres que no podían esperar.
A Queenie la habían invitado a un almuerzo familiar de los Fordyce y los Akwaa. Consideró muy amable por su parte que lo hubiesen hecho porque los asistentes serían Olive, su hermana, su sobrina Hazel y los dos hijos de ésta con sendas esposas y dos niños pequeños; ella sería la única persona ajena a la familia. A Gwendolen también la habían invitado, pero ella había rechazado la invitación, cosa que Olive ya sabía que haría y que tal vez fuera el motivo por el que le había preocupado tanto pedírselo.
Gwendolen era una persona difícil. Todo el mundo que tenía contacto con ella lo sabía, pero había que tener en cuenta su edad, diez años más que la propia Queenie, y su soltería. Era bien sabido que uno se volvía egoísta después de tantos años soltero. Queenie y Olive hablaban a menudo de la grosería y «terquedad» de Gwendolen y estaban de acuerdo en que debían aguantarlo y no plantearse retirarle su amistad. También coincidían en que, en su estado actual, era impensable dejarla sola más de unas cuantas horas. Queenie sería la que pasaría por Saint Blaise House por la mañana y Olive intentaría hacerlo más tarde, pues antes estaría muy ocupada con el almuerzo.
Aun siendo temprano, no tenía más alternativa que ir a las nueve de la mañana. Todavía tenía cosas que hacer antes de ir a casa de Olive. Seguía pendiente el controvertido tema de qué iba a ponerse. ¿El vestido rosa o el traje pantalón blanco nuevo que había tenido la suerte de conseguir en una talla cuarenta y ocho?
Lo más probable era que Gwendolen estuviese aún en la cama. Queenie entró en la casa exclamando «¡Yuujuu!» como siempre hacía porque no quería darle un susto a su amiga. Primero miró en el salón. La botella de oporto seguía sobre la mesa, así como los dos vasos con los restos carmesí en el fondo de cada uno. La cocina estaba desordenada como de costumbre. No había nada de raro en ello. Queenie sabía que el orden y la limpieza que habían logrado Olive y ella no iban a durar. El cuenco de comida de Otto estaba medio lleno. Queenie se sintió aliviada al ver que Gwendolen había tenido fuerzas suficientes para darle de comer antes de irse a la cama.
Era inevitable, tendría que subir esas dichosas escaleras. Dos veces, probablemente, pues seguro que Gwendolen querría una taza de té. Resolvería ese problema preparándolo entonces. La vieja tetera, recubierta de quemaduras por el exterior y sin duda con una capa de sarro en el interior, tardó una eternidad en hervir. Finalmente Queenie pudo hacer el té, una taza para Gwendolen y otra para ella, con una dosis generosa de azúcar granulado para que les diera energía. Puso las dos tazas en una bandeja e inició el ascenso.
Tanto el dormitorio como la cama de Gwendolen estaban vacíos. La cama estaba hecha, no al estilo de Queenie con las sábanas remetidas, sino exactamente de la manera que Gwendolen consideraría adecuada. Las cortinas estaban medio corridas sobre las ventanas y el ambiente tan cargado como de costumbre. Salió y oyó que una voz le decía desde arriba: