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– ¡Eh, hola!

Queenie pensó que era muy raro en él. ¿Por qué era tan agradable?

– ¿Es usted, señor Cellini? Buenos días. ¿No sabrá por casualidad dónde está la señorita Chawcer?

Mix bajó. A ella le pareció que tenía muy mala cara; su rostro redondo tenía un aspecto demacrado, con los ojos hundidos y la tez con un brillo húmedo. El vientre le sobresalía por encima de los vaqueros e iba con los cordones de las zapatillas de deporte desatados.

– Se ha marchado -respondió-. Dijo que para recuperarse. A algún lugar cerca de Cambridge. Tiene unos amigos allí.

Que Queenie supiera, la mujer no tenía más amigos que a Olive y a ella. Entonces recordó que Gwendolen había mencionado que estaba esperando una carta de Cambridge (¿o había dicho de Oxford?), ésa de cuya sustracción había prácticamente acusado al señor Cellini. ¿Acaso Gwendolen había recibido una carta de esos amigos y no les dijo nada ni a ella ni a Olive? Era más que posible. Sería propio de ella. O podía ser que esa gente de Cambridge la hubiera telefoneado la noche anterior. De todos modos, había sido con muy poca antelación. Y Gwendolen no parecía estar ni mucho menos en condiciones de…

– ¿Cuándo se fue?

– Debió de ser sobre las ocho. Bajé a recoger el correo y la encontré en el vestíbulo con las maletas hechas esperando que llegara un taxi.

Queenie no se imaginaba a Gwendolen llamando a un taxi, y todavía menos que tuviera una cuenta con alguna empresa de taxis, pero ¿qué sabría ella? ¿Cómo iba a saberlo?

– Supongo que le pidió que le diera de comer al gato, ¿no?

– Claro, y le dije que me ocuparía de ello.

– ¿Sabe cuándo volverá?

– No me lo dijo.

– Bueno, pues no tiene sentido que me quede, señor Cellini. Tengo que asistir a un almuerzo. -Queenie estaba orgullosa de que la hubiesen invitado, aun siendo una viuda sin particular importancia, a lo que venía a ser una reunión familiar de otra persona-. Es una comida conjunta de Olive y su sobrina la señora Akwaa.

Mix se la quedó mirando.

– ¿Asistirá la señorita Nash?

¡Qué hombre tan ridículo! Se acordó de las cosas que le había dicho a Nerissa el día que Gwendolen había abandonado el hospital. Era evidente que estaba loco por ella, que estaba coladito, como solía decir su difunto esposo.

– Lamentablemente, no. -A Queenie le desagradaba que un hombre mostrara preferencia por cualquier mujer que no fuera ella. Obtuvo cierto placer malévolo, algo del todo impropio de ella, negando al señor Cellini la oportunidad de enviar algún mensaje acaramelado-. En esta época del año ella siempre pasa un día fuera con su padre y habían quedado para hoy. Se ha convertido en toda una tradición.

La mujer bajó las escaleras y, para su sorpresa, Mix la siguió.

– ¿Ha venido hasta aquí en coche? -le preguntó cuando estuvieron en el vestíbulo.

– Yo no tengo coche. ¿Por qué lo pregunta?

– No importa. Es que pensé que si tenía, tal vez podría usted acercarme hasta esa tienda de bricolaje que hay en la North Circular.

Queenie, quien habitualmente carecía de la mordacidad de Olive, se olvidó por una vez de ejercer su encanto sobre un hombre y, con acritud excesiva en ella, dijo:

– Le aseguro que lamento decepcionarlo. Tendrá que ir en autobús. -En la puerta principal se dio media vuelta-. Olive y yo volveremos juntas. Querremos llegar al fondo de este misterioso viaje de Gwendolen.

25

Mix no había pensado que le resultaría tan difícil comprar una bolsa de plástico larga y gruesa. No encontró nada tan resistente como la que se había llevado del almacén de la empresa (¿por qué había sido tan idiota de cortarla en pedazos y tirarla?) y tuvo que conformarse con una funda de colchón de cama pequeña diseñada para que fuera a prueba de orina. Durante todo el camino de vuelta en el autobús estuvo pensando en el olor del cadáver de Danila cuando empezó a descomponerse. El tiempo volvía a ser más cálido. Hubo días en los que la temperatura sobrepasó con creces los veinte grados. De todos modos, sabía que sería imposible enterrar el cuerpo de Gwendolen en el jardín. Al salir de la tienda de bricolaje, cuando daba la vuelta al edificio, había empezado a sentir punzadas de dolor, unos pinchazos como si unos cuchillos diminutos se le clavaran en la columna. Pensó que si intentaba hundir la pala en ese suelo arcilloso duro como el cemento podría quedarse inválido de por vida.

Mix había envuelto el cadáver de la mujer en una de las sábanas gastadas que ella tenía. Estaba en el suelo del pequeño vestíbulo de su piso. Desenvolvió la funda de colchón y se dio cuenta enseguida de que no serviría. Era demasiado fina y (se estremeció) demasiado transparente. Si la utilizaba, estaría metido en el mismo lío que la última vez… o peor aún, porque al final se realizaría una búsqueda de la vieja Chawcer. No podía hacer otra cosa que esperar al día siguiente para tratar de encontrar una bolsa más fuerte y gruesa.

Volvía a dolerle la espalda. No tendría que haber arrastrado ese cuerpo mucho más pesado por todas esas escaleras. Pero ¿acaso tenía otra alternativa? E iba a tener que arrastrarlo un poco más, no fuera a ocurrir algo que le hiciera imposible negarle la entrada a alguien que tuviera que acceder al piso. Además del dolor de espalda, también tenía el tobillo dolorido allí donde le había arañado el gato. Tenía toda esa zona enrojecida e hinchada y se preguntó si Otto no tendría las zarpas infectadas de bacterias inmundas. No obstante, pensó que su vida era más importante que el dolor y arrastró el cuerpo hasta el salón, lo dejó en una esquina y empujó el mueble bar para ocultarlo.

La presencia del cadáver en el piso lo obsesionaba y primero tuvo que irse a la cocina y luego al dormitorio. ¿Cómo ibas a relajarte en una habitación con un cadáver, por oculto que estuviera, envuelto en un rincón? En el dormitorio se sentía mejor, un poco mejor. Se tumbó en la cama y pensó: «Mañana encontraré un sitio en el que comprar una bolsa más gruesa y resistente, entonces la meteré dentro y bajo las tablas del suelo. Después me lo quitaré de la cabeza, no volveré a pensar más en ello».

Nerissa había salido con su padre. Ella era su única hija y la más pequeña y, aunque no podía decir que la quisiera más que a sus hijos varones, sí era cierto que la quería de una manera distinta, en parte porque ella era la niña que había deseado y en parte porque tenía la piel casi tan oscura como la suya. Sus hijos tenían los rasgos de su madre y la piel más clara que la de él. Eran altos, apuestos, tenían éxito en lo que hacían y él estaba orgulloso de ellos, pero, a diferencia de Nerissa y de su propia madre anciana, no tenían el aspecto de los miembros de su tribu, cuyas mujeres eran famosas por su belleza. Así pues, no por motivos religiosos ni rituales, sino porque, sencillamente, siempre lo hacían, él se tomó el día libre y se fue con Nerissa a la residencia de ancianos de Greenford donde vivía su madre y, también sin ningún motivo en particular, salvo el de que siempre lo hacían, le llevaron una planta africana en floración y los mejores mangos que pudieron encontrar (lamentablemente, no habían madurado al sol ni tenían esa pulpa dorada rebosante de jugo), además de un ramo de banksias rosadas, rojas y doradas de la provincia de El Cabo, aunque ella no provenía de esa parte del continente, pero fue lo máximo que pudieron hacer.

Durante el trayecto en coche hacia allí, Nerissa se envolvió la cabeza con un maravilloso turbante de color blanco, rosa y esmeralda porque, para su abuela, era eso lo que se ponían para salir las mujeres que vestían apropiadamente, y junto con el caftán verde esmeralda ribeteado de rojo rubí que llevaba, parecía la esposa de un jefe. Después de haber hecho feliz a la madre de Tom y, en su compañía, de haber comido y bebido toda clase de cosas que Nerissa sabía que tendría que compensar matándose de hambre, subieron de nuevo al coche y se dirigieron allí adonde fuera que iban a pasar el día. Cada año era un lugar diferente. La última vez habían ido a la Barrera del Támesis y al Museo Marítimo de Greenwich y en aquella ocasión sería el palacio de Hampton Court. Antes de llegar allí, Nerissa se quitó el turbante, volvió a sujetarse el cabello en una cola de caballo y se puso unas gafas de sol grandes para que no la reconocieran. El caftán se lo dejó puesto.