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– ¡Mira que llega a ser grosero! -comentó Queenie.

– Sí. En esta libreta no hay ni una sola dirección de Cambridge, Queenie.

– Quizá la conozca tan bien que no necesita apuntársela.

– Cuando se tiene su edad uno se olvida hasta de cómo se llama si no lo anota.

Olive cerró la libreta.

– ¿Qué vamos a hacer? No podemos dejarlo así. Cuando vi a Gwen el sábado, me pareció que tenía muy mala cara. Pensé que por su aspecto debería haber estado en la cama. Y luego nos enteramos que a primera hora de la mañana siguiente se va a Cambridge a ver a unas personas de las que nunca hemos oído hablar. ¿En taxi? ¿Cuándo has visto tú que Gwen fuera a alguna parte en taxi? Y eso suponiendo que supiera cómo pedir uno.

– Bueno, querida, yo no me fiaría ni un pelo de ese Cellini.

– Entonces, ¿qué hacías sonriéndole de esa manera tan insinuante?

Mix ya debería estar recorriendo las ferreterías y los establecimientos de bricolaje, pero tenía miedo de dejar a esas dos brujas solas en la casa. Seguro que la registraban. ¿Y si resulta que la vieja Chawcer había tenido una llave de su piso? Mix no se lo había preguntado y, que él supiera, la mujer no había entrado mientras él estaba ausente. Por otro lado, ella nunca le había dicho que poseyera una llave de su piso y él no se lo había preguntado. Si tenía una, ellas la encontrarían. No osaba arriesgarse a salir.

Se sentó en el último peldaño del tramo embaldosado, frente a su puerta, y escuchó. Las oyó salir del salón. Oía sus voces estridentes mientras cotorreaban la una con la otra. Como aves de presa, pensó, como cuervos o lo que fueran esas criaturas que veías picoteando cosas muertas en las cunetas de las autopistas. Cosas muertas… La comparación le recordó el cadáver que había detrás del mueble bar, envuelto de manera inadecuada, a tan sólo unos cuantos pasos de donde él se encontraba. En el piso hacía calor. Al recordar lo que había ocurrido con el cuerpo de Danila cuando empezó a hacer calor, abrió las ventanas del piso.

Por lo visto, esas dos habían entrado en la cocina. Bajó al piso inferior muy despacio, sintiendo unas punzadas de dolor que le recorrían la espalda. Desde allí oyó que andaban haciendo ruido por la cocina y el lavadero. ¿Qué estaban buscando? Regresaron al vestíbulo y Mix volvió a subir hasta la mitad del último tramo de escaleras. No es que hubiera muchas posibilidades de que lo vieran o lo oyeran. El pesado ascenso de las dos mujeres era demasiado lento para eso, pues subían resoplando, jadeando y descansaban, Mix imaginó que aferradas a la baranda. Estaba claro que se dirigían al dormitorio de la vieja Chawcer y su presencia allí hizo que Mix se sintiera más inquieto que nunca. Desde el rellano superior, a través del barrote de la barandilla, las vio entrar en la habitación. Para alivio de Mix, las mujeres no cerraron la puerta. Las oyó caminar por allí, moviendo muebles pequeños, cambiando de lugar los adornos. Una de ellas tosió, sin duda por el polvo que levantaron al mover las cortinas o rebuscar en un estante.

A Mix no le gustaba que estuvieran allí, donde la había matado y todavía se preguntaba si no habría dejado alguna prueba de su presencia y sus actividades. Entonces recordó que había sacado la sábana encimera de la cama de la mujer para envolverla. Lo invadió una oleada de calor. Seguro que las ancianas se daban cuenta de ello, era el tipo de cosa en el que se fijarían. Vio que le temblaba todo el cuerpo y que las manos se le agitaban de manera descontrolada.

Sin embargo, las mujeres salieron de la habitación al cabo de diez minutos y, mientras bajaban por las escaleras, Mix oyó que la abuela Fordyce decía:

– Estoy segura de que hemos pasado algo por alto, Queenie. Es una sensación que tengo.

– Yo también la tengo, querida. En esta casa hay algo que si pudiéramos encontrar nos diría de inmediato dónde está y qué se trae entre manos.

– De eso ya no estoy tan segura.

La abuela Fordyce continuó hablando, pero él ya no pudo oír lo que dijo. Para entonces la mujer ya había alcanzado el vestíbulo y lo único que llegó a oídos de Mix fue el parloteo de sus voces. Escuchó hasta que la puerta de la calle se abrió y se cerró.

Mientras se ponía el abrigo, Queenie comentó que volvía a hacer calor. Había algo que no era normal. ¿A Olive no le parecía?

– Es el calentamiento global -afirmó Olive-. Supongo que la Tierra acabará desintegrándose, pero al menos ya no estaremos aquí para verlo.

– Vamos, querida, ¿no te parece que es una idea un poquito morbosa?

– Es realista, nada más. He estado pensando en la sábana que faltaba. Gwen es una mujer muy rara, quizá nunca usaba la sábana encimera, sólo la bajera y el edredón.

– Oh, no, querida. No quiero decir que no sea rara. En ese punto estoy absolutamente de acuerdo contigo. Pero, en cuanto a lo de la sábana encimera, sé que sí la usaba. Me acuerdo perfectamente de haberla visto las veces que subimos a su dormitorio antes de que ingresara en el hospital. Además, estaba mugrienta.

– Entonces, ¿dónde está? -dijo Olive mientras las dos mujeres cerraban la puerta principal al salir, y luego caminaron por Saint Blaise Avenue.

Hasta primera hora de la tarde, Mix no consiguió comprar una bolsa de plástico lo bastante grande y resistente. El dolor de espalda, que por la mañana se le había calmado un poco, volvió a acometerle entonces con hirientes punzadas y una especie de cosquilleo muy desagradable, como si unas agujas al rojo vivo recorrieran sus vértebras de un extremo a otro. Una vez satisfecho su cometido, Mix había tenido intención de acercarse a la Oficina de Empleo, pero resultó que apenas podía caminar derecho y el peso insignificante de la bolsa de plástico casi era demasiado para él. Si entraba así en la Oficina de Empleo, creerían que había ido a solicitar un subsidio por incapacidad. Al paso que iba, aún podría ser que llegara a ese extremo…

Cuando estuvo de nuevo en casa, un poco reconfortado por un generoso Latigazo (se había quedado sin ginebra), se dispuso a sacar el cuerpo de la sábana que lo envolvía y meterlo en la bolsa de plástico. Se acercó a él a gatas, pero cuando se puso de pie agarrándose al mueble bar supo que, aunque éste era relativamente ligero, le resultaría imposible moverlo sin lastimarse la espalda quizás irreversiblemente, y no había otra manera de sacar el cadáver de ahí detrás, pues las dos esquinas posteriores del mueble bar estaban pegadas a las paredes que se unían formando un ángulo recto.

Mix fue presa del pánico. Las lágrimas asomaron a sus ojos y se puso a golpear el suelo con los puños. Al cabo de un rato, haciendo todo lo posible para no perder el control, se arrastró hacia la cocina, volvió a ponerse de pie sujetándose como pudo y se tomó cuatro ibuprofenos de los fuertes que tragó con los restos de Latigazo.

Olive regresó a Saint Blaise House al cabo de unas horas acompañada por su sobrina Hazel Akwaa. Tenía la sensación de que necesitaba el apoyo de una persona sensata y más joven. El sol se estaba poniendo y una luz carmesí iluminaba el cielo sobre Shepherd’s Bush y Acton cuando las dos mujeres salieron al jardín. Al otro lado del muro, donde la palmera con luces de colores competía con el crepúsculo, el señor Singh echaba grano a sus gansos.

– Buenas tardes, señoras mías -dijo con modales exquisitos.

– Me encanta su árbol -comentó Hazel-. Es precioso.

– Es usted muy amable. A falta de un jardinero, a mi esposa y a mí nos pareció que a este lugar le hacía falta una pizca de embellecimiento. ¿Cómo se encuentra la señorita Chawcer?

– Por lo visto se ha ido fuera para recuperarse, a casa de unos amigos.

– Supongo que se habrá ido al campo, ¿no? Eso le hará bien.