Olive buscaba a Otto con la mirada.
– ¿Sabe una cosa? -dijo-. Desde anteayer que no he visto al gato.
– Pues ahora que lo dice, yo tampoco -repuso el señor Singh-. Debo decir que no es que lo lamente. Ese animal es tan depredador que temo que mis pobres gansos puedan correr la misma suerte que mis gallinas de Guinea.
Echó un último puñado de grano a las aves, dedicó una especie de reverencia cortés a Olive y Hazel y entró en su casa. Los gansos parparon.
– Echa un vistazo a ese arriate -dijo Hazel-. ¿No parece como si alguien hubiese cavado una tumba?
– Tienes demasiada imaginación, Hazel.
– Eso es porque siempre que vengo por aquí pienso en Christie, el asesino. Vivía a un tiro de piedra de aquí. Yo era un bebé cuando ocurrió, pero de pequeños solíamos acercarnos a Rillington Place y nos quedábamos mirando su casa.
– Lo recuerdo muy bien -repuso Olive-. Primero le cambiaron el nombre y luego la echaron abajo. Si no me falla la memoria, creo que eso no ocurrió con ningún otro lugar en el que hubiera vivido un asesino.
– Es como lo que los romanos hicieron con Cartago. Tom me contó que la arrasaron y araron la tierra de lo que había sido su emplazamiento. Christie enterró a varias de esas mujeres en su jardín.
– Bueno, pues a Gwendolen no la ha enterrado nadie. Esa tierra hace tiempo que se ha removido. Ya empiezan a crecer los cardos. Pero lo que sí me pregunto es qué ha pasado con el gato. Diga lo que diga Gwendolen, estoy segura de que le tiene mucho cariño, y si se ha perdido, cuando regrese de adondequiera que haya ido, adivina quién se va a llevar la culpa.
Entraron de nuevo en la casa y se marcharon paseando con calma de vuelta a casa de Olive en aquella tarde anormalmente cálida al tiempo que escudriñaban la calle esperando encontrarse el cadáver de Otto junto a una alcantarilla.
Tal vez fuera por el efecto de las pastillas, por el fuerte licor o por ambas cosas, pero la cuestión era que, después de haber dormido un rato, Mix se despertó mareado, el dolor no había desaparecido, pero era más débil, como el recuerdo de un achaque anterior o el anuncio de uno aún por sufrir. Cuando se había tumbado y cerrado los ojos, lo hizo con la inquietante sensación de que antes había ocurrido algo que era de vital importancia, pero que por alguna razón él no lo había reconocido así. Lo acosó un cierto desasosiego que se desvaneció cuando se quedó dormido. En aquellos momentos, el mareo remitía y pareció que se le despejaba la cabeza. Ya sabía qué era lo que había ocurrido antes y comprendió ahora la importancia de lo que significaba; debió estar más receptivo.
La abuela Winthrop le había tocado el brazo, el brazo desnudo, con un dedo. Fue cuando le estaba preguntando si la vieja Chawcer había confiado en él. La mujer lo había tocado con el dedo y estaba caliente, tan caliente como la piel con la que hizo contacto. Y eso tendría que haberle dicho que la gente mayor no estaba fría al tacto, que tenían la misma temperatura que los jóvenes, pero no lo supo hasta entonces. De manera que, si la vieja Chawcer estaba fría como el hielo, era porque… ¡ya estaba muerta!
Estaba muerta antes de que Mix entrara en el dormitorio, antes de que la mirara, antes de que la tocara. Por eso su piel estaba helada al tacto y por eso no había forcejeado cuando le tapó la cara con la almohada. Le empezaron a sudar el rostro y las palmas de las manos y sin embargo un enorme escalofrío le recorrió el cuerpo. Había matado a una muerta. Le pareció un acto horrible y estúpido. Había matado a una persona que ya estaba muerta.
En cierto sentido fue como lo que hizo Reggie. No era de extrañar que el fantasma le pareciera comprensivo. Él no había tocado a la mujer como hacía Reggie, por supuesto, la idea lo horrorizó y le provocó más sudores. No obstante, existían ciertas similitudes. Así pues, ¿se hallaba bajo la influencia de Reggie? ¿Había sido el fantasma el que había dirigido sus actos?
Se levantó y cruzó la habitación hasta donde estaba el cuerpo. Puso las manos sobre el mueble bar y se apoyó en él. Poco a poco fue tomando conciencia de que, de haberlo sabido, de haberse percatado, sencillamente podría haberla mirado, tocado esa piel fría y haberla dejado allí. No podría haber dicho nada a la policía. Estaba muerta. En cambio, él le había puesto una almohada en la cara y había contado hasta quinientos. Había retirado una sábana de la cama y había envuelto en ella a una mujer que llevaba horas muerta. Para que el cuerpo estuviera tan frío, debían de haber transcurrido horas.
Al hacer eso se había incriminado, porque ¿quién iba a creerse ahora que había muerto por causas naturales? Se había llevado su cadáver y lo había escondido, había sacado una sábana de la cama, tal vez hubiera dejado su ADN (de eso sabía muy poco) adherido a la piel de la mujer, les había explicado a esas dos ancianas que la vieja Chawcer se había marchado y les había dicho que la había visto esperando un taxi. Y ahora tenía su cadáver ahí arriba. ¿La policía sería capaz de averiguar que falleció de muerte natural? ¿O un forense? La cosa no debía llegar a ese punto.
Le pasara lo que le pasara en la espalda, aun si se quedaba lisiado para toda la vida, tenía que meter el cuerpo en la bolsa aquella misma noche y esconderlo bajo las tablas del suelo. El tobillo le dolía más que nunca, con unas punzadas pulsátiles bajo la piel tirante y purpúrea.
26
Entró en la habitación que estaba oscura como boca de lobo, como el interior de una caja negra, y pensó que podría retrasar su tarea hasta que amaneciera a las seis y media de la mañana. Pero sus ojos se fueron acostumbrando paulatinamente a la ausencia de luz. Al otro lado de la ventana, el cielo empezaba a adoptar un aspecto transparente y luminoso y no había luna. Apagó la linterna y aun así tuvo luz suficiente para ver. Cerró la puerta. Al arrodillarse para ponerse manos a la obra se dijo que no pensara en el fantasma, que se obligara a sacárselo de la cabeza no fuera que el miedo le paralizara las manos.
Al terminar, comprobó que las tablas volvían a estar exactamente igual que la primera vez que colocaron el suelo: encajadas, paralelas y con los bordes bien nivelados. Había metido el cuerpo dentro del pesado plástico que había sellado atando primero la boca de la bolsa con alambre y después, para que su confianza en la seguridad de aquel precinto fuera absoluta, utilizó cola de contacto. Le estuvo doliendo la espalda todo el tiempo que duró su trabajo, a veces era un dolor continuo y otras parecía que unos instrumentos de tortura le martillearan la columna. En estas últimas ocasiones quedaba incapacitado durante unos minutos y tenía que inclinarse hacia delante, hasta que su pecho prácticamente tocaba las rodillas, y hacer presión con las manos en el cóccix.
Cuando hubo terminado y el cuerpo ya no estaba a la vista, se sintió más que aliviado. Fue como si él u otra persona lo hubiera destruido por completo, quizá quemándolo o mediante algún proceso químico. O como si no hubiera muerto, como si sólo se hubiera escondido, sin poder hablar con la policía, sin poder regresar a aquella casa. Una vez retiradas todas las herramientas, la cola y el alambre, la habitación volvió a tener el mismo aspecto de siempre en la penumbra. Allí estaba la vieja lámpara de gas, la cómoda alta con el espejo agrietado encima, el armazón desnudo de la cama y la ventana que se negaba a abrirse. Las telarañas seguían colgando del techo y el polvo seguía cubriendo el alféizar. Era la hora de más calma en la Westway, cuyas grandes olas estaban prácticamente acalladas y sus suspiros amortiguados.
Mix tuvo la sensación de haberse quitado un peso enorme de encima. Aún le dolía la espalda, seguía teniendo punzadas en el tobillo y estaba muy cansado, pero tenía la impresión de que pronto se terminarían sus problemas. Durante el tiempo que había permanecido allí dentro había logrado mantener alejados los pensamientos del fantasma, pero éstos volvieron cuando salió al rellano. Una vez dentro de su piso, intentó relajarse, ponerse a leer hasta quedarse dormido el único libro sobre Christie que todavía no había abierto aun cuando lo tenía desde hacía semanas. Tumbado en la cama, pasaba las páginas de El hombre que hizo llorar a un juez, pero todos los títulos de capítulo que leía y todas las ilustraciones que miraba reavivaban sus temores de que podría haberse dejado alguna prueba que lo incriminara. El libro, además, le recordó la suerte que correría si lo descubrían y que, si bien no sería la misma que corrió Christie, dado que sus asesinatos habían tenido lugar en la época de la pena capital, no sería en absoluto buena. Fue en aquel instante cuando cayó en la cuenta de que había dejado de llamar Reggie al asesino y en su mente había empezado a referirse a él por su apellido.