– Con catorce años mi sobrina nieta ya medía un metro y setenta y siete centímetros de estatura -dijo Olive-. Entonces mi esposo aún vivía. «Si sigues creciendo, no vas a encontrar novio», le dijo. «Los chicos no querrán salir con una joven más alta que ellos.» ¿Y qué crees que ocurrió? Pues que, cuando tenía diecisiete años y medía más de metro ochenta, conoció a ese agente de Bolsa. Él había querido ser actor, pero no lo querían porque medía casi dos metros, demasiado alto para el teatro, de manera que se metió en el corretaje de valores y ganó un fortunón. Hacían una pareja estupenda. Él quería casarse, pero ella tenía que pensar en su carrera.
– ¡Qué interesante! -comentó Gwendolen en tanto que pensaba en el doctor Reeves, quien una vez le dijo que era una joven muy agradable y que le tenía muchísimo cariño.
– Hoy en día las chicas no tienen que casarse como hicimos nosotras. -Parecía haber olvidado la soltería de Gwendolen y siguió hablando con despreocupación-. No tienen la sensación de haberse quedado para vestir santos. El matrimonio ya no da prestigio. Sé que es un poco atrevido decirlo, pero si volviera a ser joven no me casaría. ¿Y tú?
– Yo no me casé nunca -respondió Gwendolen en tono severo.
– No, es verdad -dijo Olive como si su amiga pudiera haber tenido alguna duda al respecto-. Tal vez hiciste lo adecuado desde un principio.
«No obstante, yo me hubiera casado con Stephen Reeves si me lo hubiera pedido -pensó Gwendolen cuando Olive ya se había ido y estaba retirando los platos del té-. Hubiéramos sido felices, yo lo hubiera hecho feliz y me habría alejado de mi padre.» Pero él no se lo pidió. En cuanto el doctor le hubo expresado su cariño, su padre pareció haberse propuesto estar siempre allí, aunque no podía haberlo oído. Cuando su madre murió, Stephen firmó el certificado de defunción y dijo que si querían incinerar a la señora Chawcer necesitarían la firma de un segundo médico, por lo que le pediría a su socio que se diera una vuelta.
No dijo que había disfrutado de todas aquellas veladas que habían pasado juntos tomando el té, ni que las echaría de menos y a ella también. Por lo tanto, ella supo que regresaría. Probablemente existiera alguna norma en la etiqueta médica que prohibía a un médico de medicina general pedir salir a los familiares de un paciente para festejar. Pensaba volver, esperaría hasta después del funeral. O tal vez su intención era asistir al mismo. Gwendolen atravesó una racha de sufrimiento porque se le había olvidado invitarlo al funeral. Puede que eso también constara en el reglamento de la etiqueta médica. A su padre no podía preguntárselo. Se suponía que ambos estaban demasiado apenados como para preguntarse una cosa parecida.
El doctor Reeves no asistió al funeral. Se celebró en la iglesia de San Marcos y, aparte de Gwendolen y de su padre, sólo estuvieron presentes otras tres personas: una vieja prima de la señora Chawcer, la criada que tenían en aquel entonces y que acudió porque era una persona religiosa y el anciano que vivía al lado en Saint Blaise Avenue. Puesto que no había asistido al funeral, Gwendolen tenía la seguridad de que Stephen Reeves aparecería por su casa cualquier día. Lo estaba aplazando un poco por respeto hacia la fallecida y los dolientes. Durante aquella semana, Gwendolen invirtió más tiempo, molestias y dinero que nunca en su aspecto, más de lo que había hecho tanto antes como después. Fue a que le cortaran el pelo y la peinaran, se compró dos vestidos nuevos, uno gris y otro azul marino y experimentó con el maquillaje. Todas las demás mujeres se maquillaban mucho, sobre todo los labios y los párpados. Por primera vez en su vida se pintó los labios de un rojo vivo hasta que su padre le preguntó si había estado besando un coche de bomberos.
El doctor Reeves no regresó nunca.
4
Mix estaba en Campden Hill Square por tercera vez aquella semana, sentado en su automóvil con las ventanillas cerradas y el motor en marcha para que funcionara el aire acondicionado. Era un día caluroso y cada minuto que pasaba hacía más calor. Se sentía como un acechador y eso no le gustaba demasiado, en parte porque le hacía pensar en Javy. Cuando tenía doce años, Javy lo había sorprendido con un par de binóculos que pertenecían a su hermano mayor y le había dado una paliza por mirón. Fue inútil decir que no estaba mirando a la vecina, sino una moto nueva de alguien que estaba aparcada junto al bordillo.
«Olvídalo -se dijo-, sácatelo de la cabeza.» Siempre decía lo mismo cuando empezaba a pensar en su madre, en Javy y en la vida en casa, pero lo cierto es que nunca lo olvidaba. Podría haber pasado el rato leyendo Las víctimas de Christie mientras esperaba, pero entonces quizá se enfrascara en la lectura y no la viera. Debía de hacer una media hora que estaba allí, aguardando a que saliera, vigilando la puerta principal de su casa o desviando la mirada hacia el Jaguar dorado aparcado en su entrada. Ya la había visto en anteriores visitas, por supuesto, pero siempre había ido acompañada de algún hombre, o vestida con uno de esos vestidos semitransparentes que tanto le gustaban debajo de un chal de piel o de una chaqueta vaquera bordada con lentejuelas, o si no con unos vaqueros ceñidos y tacones de aguja que únicamente le permitían dar unos pasos menudos y afectados. En esas ocasiones ella se metió en la limusina que conducía un chófer.
No tardaría en aparecer un guardia de aparcamiento que lo obligaría a seguir circulando. Le hubiera venido bien tener algún cliente en Campden Hill Square, pero no tenía ninguno. A juzgar por los jóvenes bronceados y de músculos firmes que llamaron a varias de aquellas casas, la mayoría de los residentes contaba con entrenadores personales. Se estaba preguntando si tenía algún sentido quedarse allí, puesto que tenía que hacer varias llamadas antes de la hora de comer cuando una mujer que salió a pasear al perro golpeó la ventanilla del coche. Llevaba un cigarrillo en la mano y el perro, no mucho más grande que un peluche Beanie Baby, llevaba un collar rojo del que pendía una placa de identificación de estrás. Allí todos eran ricos.
– ¿Sabes una cosa? -le dijo con una voz parecida a la de Colette Gilbert-Bamber-, está muy mal que te quedes aquí sentado con el motor en marcha. Estás contaminando el ambiente.
– ¿Y qué me dices de tu cigarrillo? -La combinación de estar allí esperando y la voz de la mujer lo enojaron-. ¿Por qué no te vas a paseo con ese juguete que llevas de la correa?
La mujer dijo algo sobre cómo se atrevía y se alejó arrojando la ceniza al suelo. Cuando ya estaba a punto de abandonar, Nerissa salió por la puerta principal de su casa y se metió en su propio coche. Iba vestida con un jersey rosado sin mangas y unos vaqueros blancos y llevaba el pelo recogido en lo alto con una cinta de seda rosa. Mix pensó que estaba más preciosa que nunca, incluso con esas gafas de sol negras y grandes que le tapaban media cara. El estilo informal la favorecía. Aunque ¿acaso había algún tipo de moda que no lo hiciera?
Era fundamental seguirla, aun cuando eso implicara llegar tarde a la cita que tenía a las doce en Addison Road. Llamaría a la mujer y le diría que lo habían retrasado. Nerissa se metió en Notting Hill Gate y torció en dirección a Portobello Road, pero la evitó y tomó Westbourne Grove. Por una vez había muy poco tráfico, nada que separara su vehículo del de ella o que los entorpeciera. Las obras que se estaban realizando en la calzada de la parte alta obligaron a ambos a reducir la velocidad y Mix vio que ella sacaba la cabeza por la ventanilla para intentar ver qué ocurría. Pero al final cruzaron las barreras y dejaron atrás los conos. Más repentinamente de lo que él se esperaba, pues no puso el intermitente, Nerissa torció por una calle lateral, estacionó en una zona de pago, echó las monedas en el parquímetro y se dirigió corriendo a una puerta con el número 13 de Charing Terrace y en la que se anunciaba con grandes letras cromadas: Gimnasio Spa Shoshana. Para entonces, mientras la seguía con la mirada, Mix había provocado una cola de tráfico. Finalmente, el coro de bocinazos y gritos de furia por parte de los demás conductores lo obligó a moverse.