– Soy noble, Winston, pero no estoy hecha de azúcar -le informó Mary sonriendo, y se dispuso a bajar del carruaje poniendo así al pobre Winston, que se encontraba al servicio de su familia en Egton, en un verdadero apuro, porque el hombre no tenía suficientes manos para abrir la puerta del coche, desplegar el pequeño estribo y ayudar a su señora a bajar.
– Gracias, Winston -dijo Mary, resarciéndole con una sonrisa-. Voy a pasear un rato.
– ¿Puedo acompañar a milady?
– No es necesario, Winston. Puedo ir sola.
– Pero su madre…
– Mi madre no está aquí, Winston -replicó Mary con determinación-. Todo lo que la preocupa es que su mercancía llegue sana y en buen estado al castillo de Ruthven. Y ya sabré yo ocuparme de eso.
El cochero bajó la mirada, cohibido. Como sirviente no estaba acostumbrado a que hablaran con él con tanta franqueza. Mary lamentó enseguida haberle colocado en una situación incómoda.
– No te preocupes -dijo suavemente-. Solo caminaré unos pasos. Por favor, quédate junto al coche mientras tanto.
– Como desee milady.
El cochero se inclinó y la dejó pasar. Mary, que en ese entorno, con su manto y su vestido de terciopelo, parecía extrañamente fuera de lugar, se acercó al borde del camino y dejó vagar la mirada por el amplio panorama que se extendía más allá de la irregular cinta de piedra y limo de la carretera.
Era un paisaje amable de colinas y valles verdeantes, en los que se distinguían pequeñas aldehuelas, prados, pastizales y ríos. Las casas estaban construidas en piedra, y de sus chimeneas ascendían hacia el cielo finas cintas de humo. Los rebaños pastaban en los prados cubiertos de rastrojos. Aquí y allá, los rayos del sol atravesaban la capa de nubes y dibujaban manchas doradas en la alegre campiña. Mary estaba sorprendida.
Le habían dicho que el panorama de Carter Bar transmitía al viajero que llegaba a Escocia una primera impresión de la rudeza y la aridez que le esperaban en el norte. Unos treinta kilómetros al sur, el emperador romano Adriano había hecho levantar una muralla que había separado, hacía ya unos 1.700 años, la civilización del sur de la barbarie del norte, y esa fama marcaba todavía hoy la imagen de Escocia. Sin embargo, Mary no podía descubrir allí nada de la rudeza, del salvajismo y la aridez de que se hablaba en el sur.
La tierra que se extendía ante ella no era pobre y agreste, sino fértil y rica en vegetación. Había bosques y prados verdes, y aquí y allá se distinguían manchas de los campos labrados. Mary había esperado que el panorama de Carter Bar la amedrentaría, pero no era esa en absoluto la sensación que le inspiraba. La visión de esta encantadora campiña, con sus suaves colinas y valles, le proporcionó algo de consuelo, y por un breve, casi imperceptible momento tuvo la impresión de que volvía a casa tras una larga ausencia.
Aquella sensación, sin embargo, se desvaneció enseguida, porque Mary comprendió súbitamente que en ese instante estaba dejando atrás todo lo que le había sido familiar. Ante ella se abría la incertidumbre de lo desconocido. Una vida con un hombre al que no amaba, en una tierra que le era extraña. La antigua melancolía la dominó de nuevo, penetrando, sombría y oprimente, en su corazón.
Mary dio media vuelta y volvió, abatida, al carruaje. Su doncella Kitty había preferido esperarla en el coche. Al contrario que a Mary, a ella le había parecido magnífico que la casaran con un acomodado terrateniente escocés y saber que pasaría el resto de su vida en un castillo, rodeada de riqueza y lujos. A Mary, en cambio, la idea le resultaba tan insoportable que le provocaba un malestar casi físico. ¿Qué significaba toda esa riqueza, pensaba tristemente para sí, cuando no entraba en juego ningún sentimiento auténtico?
Winston la ayudó a subir al carruaje y esperó pacientemente a que se instalara. Solo después trepó él al pescante, soltó el freno y condujo al tiro de dos caballos pendiente abajo por la estrecha carretera que serpenteaba en dirección al valle.
Mary se atormentó todavía durante un rato contemplando el paisaje por la ventanilla. Vio prados verdes y rebaños de ovejas que pastaban: una imagen de paz, que, sin embargo, no podía aportarle ya ningún consuelo. La sensación de familiaridad que había sentido arriba en el paso se había esfumado para no volver, y a Mary no le quedó más remedio que hacer lo que siempre había hecho en casa, en Egton, cuando tenía la sensación de que la ahogaban las restricciones que le imponía su condición.
Cogió un libro.
– ¿Un nuevo libro, milady? -preguntó Kitty parpadeando divertida, cuando Mary cogió el pequeño volumen encuadernado en piel. La doncella era una de las pocas personas que conocía la pasión secreta de su señora.
Mary asintió.
– Se titula Ivanhoe. Lo ha escrito un escocés llamado Walter Scott.
– ¿Escribir, un escocés, milady? -Kitty rió entre dientes, y luego se sonrojó súbitamente-. Por favor, milady, perdone mis irreflexivas palabras -murmuró avergonzada-. Olvidaba que su futuro esposo, el laird de Ruthven, también es escocés.
– No te preocupes. -Mary esbozó una sonrisa. Al menos Kitty siempre sabía cómo arreglárselas para animarla un poco.
– ¿De qué trata el libro, milady? -preguntó la doncella para cambiar de tema.
– Del amor -respondió Mary con melancolía-. Del amor verdadero, Kitty, del honor y la lealtad. Cosas que, me temo, han quedado un poco anticuadas.
– ¿Y estuvieron de moda alguna vez?
– Eso creo. En todo caso me gustaría creerlo. La forma en que Scott escribe de estas cosas, las palabras que encuentra… -Mary sacudió la cabeza-. No puedo imaginar que alguien pueda escribir así sin haberlo experimentado antes personalmente alguna vez.
– ¿Quiere leerme algo, milady?
– Con mucho gusto.
Mary se alegró de que su acompañante mostrara interés por el elevado arte de la palabra escrita. Gustosamente recitó un fragmento de la novela surgida de la pluma de Walter Scott. Y con cada línea que leía, aumentaba su admiración por el arte del escritor.
Scott escribía sobre una época en la que el amor y el honor habían sido algo más que meras palabras vacías. Su novela, que se desarrollaba en la Inglaterra de la Edad Media, trataba de orgullosos caballeros, mujeres nobles, de héroes que se consumían de amor por su adorada y defendían su honor con la afilada punta de su espada…, de una era perdida que probablemente nunca volvería, barrida por el viento del tiempo.
Mary estaba atrapada por la lectura. Con la fuerza de su poesía, Scott sabía expresar exactamente lo que sentía en el fondo de su corazón.
El duelo.
La melancolía.
Y un hálito de esperanza.
Al caer la noche, el carruaje llegó a Jedburgh, un pueblecito situado treinta y ocho kilómetros al sudoeste de Galashiels. Como en toda la localidad solo había una posada que ofreciera alojamiento, la elección no fue difícil.
Los cascos de los caballos repiquetearon sobre los adoquines toscamente tallados cuando Winston detuvo el coche ante el antiguo edificio de piedra natural. Kitty miró por la ventanilla con aire ligeramente reprobador y arrugó la nariz al ver el edificio gris, que un cartel herrumbrado identificaba como The Jedburgh Inn.
– No es precisamente un palacio, milady -se adelantó a opinar-. Se ve que ya no estamos en Inglaterra.
– Eso no me preocupa, Kitty -replicó Mary modestamente-. Tendremos un techo bajo el que cobijarnos, ¿no? Me pasaré el resto de mi vida en un castillo. ¿Qué importa una noche en una posada?
– En realidad no quiere ir a Ruthven, ¿verdad? -preguntó Kitty con una franqueza poco adecuada a su posición, pero muy propia de ella.
– No. -Mary sacudió la cabeza-. Si hubiera una posibilidad de evitar esta boda, lo haría. Pero soy lo que soy, y debo someterme a la voluntad de mi familia; aunque…