– ¿Aunque no ame a laird Malcolm? -la ayudó a acabar Kitty.
Mary asintió.
– Siempre esperé que mi vida fuera distinta -dijo en voz baja-. Un poco como en esa obra que te he leído hoy. Que en ella hubiera amor y pasión. Que fuera distinta de la de mis padres. Supongo que era ingenuo por mi parte.
– ¿Quién sabe, milady? -dijo Kitty, dirigiéndole una sonrisa-. ¿No sabe lo que cuentan de esta tierra? ¿Que aquí aún actúa la magia de los tiempos antiguos?
– ¿Es cierto eso?
– Desde luego, milady. Lowell, el mozo de cuadra, me lo explicó. Su abuelo era escocés.
– Vaya -replicó Mary-. ¿Has trabado relación con el mozo de cuadra, Kitty?
– No, yo… -La doncella se sonrojó-. Solo quería decir que tal vez al final todo acabe saliendo bien, milady. Tal vez Malcolm de Ruthven sea el hombre de sus sueños.
– Lo dudo. -Mary sacudió la cabeza-. Me gusta leer historias, Kitty, pero no soy tan ingenua para creer que nada de lo que en ellas está escrito pueda llegar a cumplirse. Sé lo que la vida exige de mí. Y de ti, Kitty -añadió cuando Winston se acercó para abrir la puerta del carruaje-; exige que pases una noche en esta posada, tanto si te gusta como si no.
– No me gusta, milady -replicó Kitty, guiñándole el ojo-, pero como solo soy su doncella, me resignaré y…
El resto de lo que quería decir quedó ahogado por un vocerío que llegaba de la calle, acompañado por un ruido de pasos apresurados sobre el duro adoquinado.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó Mary.
Rápidamente cogió la mano que le tendía Winston, y bajó del carruaje justo a tiempo para ver cómo varios hombres, que llevaban el uniforme rojo con largos faldones de la milicia de las Tierras Altas, arrastraban a un hombre fuera de la posada.
– ¡Vamos, ven aquí! ¿Vendrás con nosotros de una vez, maldito canalla?
– ¡No, no quiero! -bramó el increpado, un hombre de robusta complexión que llevaba las ropas sencillas, casi miserables, de un campesino. Su acento revelaba claramente que era escocés, y su boca pastosa mostraba que había bebido demasiado. Su cara y su nariz estaban casi tan rojas como los uniformes de los soldados que le sujetaban y le empujaban violentamente hacia la calle.
– ¡Te enseñaremos a no arrastrar por el fango el nombre del rey, maldito rebelde!
El jefe de la tropa, que llevaba los galones de cabo, levantó el brazo y golpeó al hombre en el costado con la culata de su fusil. El borracho se desplomó, lanzando un gemido, y quedó tendido sobre la fría piedra.
El oficial y sus soldados empezaron entonces, entre risotadas, a descargar culatazos contra el caído y a golpearle con sus botas. Algunos hombres que habían salido de la posada detrás de los soldados permanecían de pie al borde de la calle y asistían, consternados, a aquel juego cruel. Sin embargo, ninguno de ellos se atrevió a enfrentarse a los soldados, que por lo visto tenían intención de establecer un ejemplo sangriento con el indefenso campesino.
Mary vio horrorizada cómo el hombre tendido en el suelo recibía un culatazo en la cara. Su nariz se rompió con un horrible crujido, y el rojo claro de la sangre salpicó el pavimento.
Mary de Egton apartó la mirada, asqueada. Todo en ella se rebelaba contra la forma en que trataban a aquel hombre, y espontáneamente adoptó una valerosa decisión.
– ¡Basta! -ordenó en voz alta. Pero los soldados no la oyeron y siguieron golpeando al caído.
Mary quiso correr entonces en ayuda del pobre hombre, pero Winston, que todavía la tenía cogida de la mano, la retuvo.
– No lo haga, milady -la previno el cochero-. Piense que somos unos extraños en esta parte del país, y no sabemos cómo…
Con un movimiento enérgico, Mary se soltó. Extraña o no, no tenía intención de ver cómo aquel pobre hombre era golpeado hasta la muerte. No había culpa que pudiera justificar semejante castigo.
– ¡Basta! -dijo de nuevo, y antes de que Winston o cualquiera de los presentes pudieran detenerla, ya había entrado en el círculo de los hombres uniformados que golpeaban al caído.
Estupefactos, los soldados interrumpieron su bárbara tarea.
– ¿Quién tiene el mando aquí? -preguntó Mary en tono decidido.
– ¡Yo, milady! -respondió el joven cabo.
Por su dialecto, Mary pudo deducir que también él era escocés, un escocés que se ensañaba en público con un compatriota.
– ¿Qué ha hecho este hombre para que merezca ser tratado de este modo? -quiso saber Mary.
– Perdone, milady, pero no creo que esto sea de su incumbencia. Hágase a un lado y déjenos cumplir con nuestro deber.
– ¿Su deber, cabo? -Mary miró de arriba abajo al escocés-. ¿Considera su deber golpear a un hombre caído e indefenso? Debo decir, cabo, que realmente me alegra saber que hay soldados tan conscientes de su deber. Al menos así una dama no debe temer por su seguridad; siempre, claro está, que no se encuentre tendida en el suelo.
Algunos de los mirones rieron ruidosamente. Los rasgos del cabo adoptaron el color de su uniforme.
– Puede ofenderme tanto como quiera, milady -dijo con voz temblorosa-, pero no debería tratar de evitar que castigue a este traidor.
– ¿Es un traidor? ¿Qué ha hecho?
– Se ha expresado de forma despectiva sobre la casa real -fue la indignada respuesta.
– ¿Y eso ya lo convierte en un traidor? -Mary alzó las cejas-. ¿Qué puede decirse entonces de un cabo que maltrata públicamente a sus propios compatriotas? Porque es usted escocés, ¿verdad, cabo?
– Naturalmente, milady, pero…
De nuevo rieron algunos de los hombres que se encontraban ante la posada. Dos de ellos dieron incluso unas palmadas, encantados.
– Si este hombre ha infringido la ley, lléveselo y procéselo -reprendió Mary al oficial-; pero si no ha hecho nada que infrinja la ley y solo le golpea porque usted y sus compañeros no tienen nada mejor que hacer, sea tan amable de dejarle en paz, cabo. ¿Me ha comprendido?
Plantado ante ella, el oficial apretó los puños con rabia, impotente, temblando de ira; pero sabía muy bien que no podía hacer nada. La joven que le había reprendido con tanta brusquedad a la vista de todos era, visiblemente, de origen noble, y era británica. A ojos del cabo, esas eran dos buenas razones para no encararse con ella.
– Informaré de esto -hizo saber apretando los dientes.
– Hágalo -replicó Mary mordazmente-. Espero con ansia que llegue el momento de poder tomar una buena taza de té con el comandante de su guarnición.
El cabo aún permaneció un rato inmóvil. Luego se volvió, encendido de ira, e indicó a sus hombres que le siguieran. Entre los aplausos y las chanzas de los curiosos, los uniformados se retiraron.
Sin dedicarles una sola mirada, Mary se inclinó hacia el hombre que se retorcía de dolor en el suelo. Tenía la nariz torcida, la cara manchada de sangre y una herida abierta en la frente. -Todo va bien -le dijo con voz tranquilizadora, mientras sacaba del bolsillo de su manto un pañuelo de seda-. Se han ido. Ya no tiene nada que temer.
– Que Dios la bendiga, milady -balbuceó el campesino, a quien los dolores parecían haber devuelto la sobriedad-. Que Dios la bendiga…
– No ha sido nada…
Mary sacudió la cabeza y secó la sangre del rostro del hombre. Retrospectivamente no podía decir qué la había impulsado a intervenir en su favor de forma tan decidida. ¿Había sido compasión? ¿O sencillamente se había indignado al ver que trataban a una persona de una forma tan cruel?
– Tiene la nariz rota -dijo Mary a los curiosos, que seguían mirando boquiabiertos al borde de la calle-. Alguien debería llamar a un médico.
– ¿A un médico? -preguntó con cara de pasmo un muchacho de cabellos encendidos-. Aquí no hay médico, milady. El doctor más próximo está en Hawick, y es inglés.
– ¿Y eso qué significa?
El muchacho la miró con los ojos muy abiertos.