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Debía de ser consecuencia de las palabras del viejo escocés, que la habían perseguido hasta sus sueños.

Después de desayunar, los viajeros abandonaron el Jedburgh Inn. El sol ya había ascendido sobre las toscas casas cubiertas de paja y el cielo se había teñido de un delicado tono rosa.

– Un amanecer rojo -comentó Winston malhumorado, mientras ayudaba a las damas a subir al coche-. Va a llover, milady. No parece que esta condenada tierra quiera prepararle un buen recibimiento.

– También llovía en casa, Winston -dijo Mary encogiéndose de hombros-. No comprendo tu irritación.

– Perdone, milady. Debe de ser por la región. Es un lugar solitario y desolado, y los habitantes no son más que campesinos incultos.

Mary, que estaba subiendo al carruaje, se detuvo con un pie en el estribo y dirigió una mirada reprobadora a su criado.

– Para ser un cochero tienes una elevada opinión de ti mismo, mi buen Winston.

– Perdone, milady. No quería parecer despreciativo -se disculpó el sirviente, pero la altivez que se reflejaba en sus rasgos desmentía sus palabras.

Mary trepó al carruaje y ocupó su lugar. No podía censurar a los escoceses por no soportar a los ingleses. Incluso los sirvientes ingleses parecían mirar despectivamente a los habitantes de esta tierra y los consideraban unos patanes.

Mary, sin embargo, no era de la misma opinión. A través de las novelas de Walter Scott que había leído, se había formado otro concepto de la tierra al otro lado de la frontera. Lo que para algunos era un territorio desolado donde no existía la cultura ni las buenas costumbres era para ella uno de los pocos lugares en que los conceptos de honor y nobleza aún no habían muerto.

Para la mayoría de los jóvenes nobles de su edad, la tradición era solo una palabra vacía, un tópico con el que se trataba de legitimar la propia riqueza, mientras otros apenas tenían qué comer; aquí en el norte, en cambio, la palabra aún tenía un significado. Aquí se vivía con el pasado, y la gente estaba orgullosa de ello. Mary había visto claramente ese orgullo en los ojos del viejo.

Mientras el carruaje se ponía en movimiento y Kitty no dejaba de quejarse de que había dormido mal en el miserable camastro de la posada y de que le dolía la espalda, los pensamientos de Mary volvieron a girar en torno a lo que había dicho el extravagante viejo.

¿A qué debía de referirse cuando había hablado de traición? ¿Qué viejas tradiciones se habían abandonado en el campo de batalla de Bannockburn? El escocés parecía tomarse aquello muy en serio, aunque su lengua estuviera entorpecida por la cerveza. Mary pensó que su futuro país era una tierra llena de enigmas y contradicciones.

Perdida en sus pensamientos, miró por la ventanilla lateral del carruaje, vio pasar los edificios de Jedburgh, las tiendas de los comerciantes y los talleres de los artesanos. Algunas gallinas y un cerdo, que corrían sueltos por la calle, se apartaron a un lado asustados al ver que se acercaba el coche.

A aquellas horas apenas había nadie en la calle, solo unas mujeres que iban al mercado empujando sus carretillas. Poco después, el carruaje llegó a la plaza del mercado, una despejada superficie de cuarenta y cinco metros de lado rodeada de casas de dos pisos, entre ellas un despacho comercial y la casa del sheriff local.

En el extremo este de la plaza, algunas vendedoras habían instalado sus puestos y sus tenderetes y ponían a la venta lo poco que sus hombres habían podido arrancar al pobre suelo. Mary, sin embargo, no les dedicó ni una mirada. Toda su atención se centraba en el patíbulo que habían erigido en el centro de la plaza.

Era una tarima de madera sin pulir en la que se levantaban varias horcas. Mary vio con horror que de las sogas colgaban cinco hombres.

Los habían ejecutado al amanecer. Algunos soldados, que con sus uniformes rojos constituían la única nota de color frente al gris melancólico de las casas, montaban guardia ante las horcas.

– Qué horror -exclamó Kitty, tapándose la cara con las manos.

Trastornada hasta lo más íntimo por aquella visión, Mary sintió náuseas, pero no pudo apartar la mirada de los cinco cuerpos inanimados que colgaban de sus cuerdas, rígidos y sin vida. Y entonces descubrió con espanto que conocía a uno de los muertos.

Como no habían colocado sacos sobre las cabezas de los condenados, al pasar pudo ver los rostros de los muertos. Y en uno de ellos, Mary reconoció al viejo escocés que la había interpelado en el Jedburgh Inn, que le había hablado de Robert I Bruce y de la batalla de Bannockburn, de cómo la tradición del pueblo escocés había sido traicionada.

Las últimas palabras que había pronunciado acudieron a su mente. El hombre se había despedido de ella. De algún modo parecía haber intuido que no llegaría a ver el nuevo día.

Mary cerró los ojos; sintió duelo e ira al mismo tiempo. Había hablado con el viejo, le había mirado a los ojos. Sabía que no había sido un mal hombre, un criminal que mereciera ser colgado y expuesto a la vista de todos en la plaza pública. Pero en esta tierra -poco a poco Mary empezaba a comprenderlo- imperaban otras reglas.

Uno de los soldados que hacía guardia ante el patíbulo miró hacia el carruaje. Llena de espanto, Mary vio que era el joven cabo al que había reprendido ante la posada. El hombre esbozó una sonrisa irónica y se inclinó en su dirección. Se había vengado amargamente de la humillación que le había infligido.

Mary no sabía qué debía hacer. Le habría gustado indicar a Winston que detuviera el carruaje, para poder acercarse al cabo y reprenderle; pero una voz interior le decía que con aquello solo conseguiría empeorar las cosas.

El orgullo y la firmeza inquebrantable del viejo habían constituido, sin duda, un continuo motivo de irritación para los gobernantes ingleses. Lo habían colgado para dar ejemplo y mostrar a la población que era peligroso rebelarse contra los poderosos. E indirectamente, Mary había contribuido a ello.

Aquello la conmocionó hasta lo más hondo. Mary se avergonzó de pertenecer al grupo que tenía el poder en sus manos en aquellas tierras. En los bailes de la nobleza del sur, a la gente le gustaba divertirse hablando de la estupidez de los campesinos escoceses y comentando que, si hacía falta, debería inculcárseles la civilización incluso a la fuerza. Jóvenes que nunca habían padecido ninguna necesidad en su vida disfrutaban haciendo bromas de mal gusto sobre ellos.

Pero la realidad era distinta. En esta tierra no imperaba la civilización, sino la arbitrariedad; y no los escoceses, sino los ingleses, parecían ser aquí los auténticos bárbaros.

La indignación de Mary no tenía límites, lágrimas de rabia y de dolor asomaron a sus ojos, y mientras el carruaje abandonaba Jedburgh, la joven se preguntó una vez más a qué clase de horrible lugar la habían enviado.

4

Durante su época de sheriff en Selkirk, Walter Scott había asistido a dos autopsias.

Él mismo ordenó que se efectuara la primera cuando Douglas McEnroe, un notorio mujeriego, apareció desnucado en la zanja de la carretera que iba de Ashkirk a Lillisleaf; la otra debió realizarse cuando una viuda de Ancrum afirmó que la repentina muerte de su marido por un ataque al corazón no podía ser casual. En ambos casos, la sospecha de asesinato no se confirmó, y secretamente sir Walter deseaba que también hoy fuera así. Un sombrío presentimiento le decía, sin embargo, que era inútil esperarlo.

William Kerr era un hombre entrado en años, que caminaba encorvado por el peso de la edad y al que el reuma atormentaba en los días fríos y neblinosos, tan frecuentes en las Lowlands. Como era el único médico de Selkirk, Kerr siempre estaba ocupado, ya fuera para tratar el dolor de muelas de un lugareño o para asistir al parto de una vaca, porque el doctor era responsable de ambos tipos de urgencias.