Como sheriff de Selkirk, sir Walter había aprendido a apreciar a Kerr, no solo como amigo sino también como médico competente. Porque el viejo Will podía ser un tipo extravagante con costumbres peculiares, pero era el mejor médico que sir Walter conocía. Y ahora necesitaba su consejo.
– Bien -opinó Kerr con su característica entonación monótona, que a un oyente desprevenido le recordaría seguramente el sonido de un cuerno de caza oxidado-, por lo que puedo juzgar, el joven cayó desde una altura elevada.
– ¿Cayó o fue empujado? -preguntó sir Walter-. Esta es la cuestión, amigo mío.
Caminando a pasitos cortos, Kerr contorneó la mesa donde estaba tendido el cuerpo del pobre Jonathan. Sir Walter había ordenado su traslado de Kelso a Selkirk para que el médico lo examinara, y por afligido que se sintiera por la cruel muerte de un hombre tan joven, el viejo Kerr parecía disfrutar también del cambio que suponía para él la observación de un cadáver.
Después de haber inspeccionado la fractura del cráneo, el médico lavó el cadáver de sangre para poder examinar mejor las heridas de Jonathan.
– No existen indicios de una acción violenta -constató finalmente-. Ninguna herida cortante o punzante en todo el cuerpo. La muerte se produjo a consecuencia del impacto, no hay duda de ello. Además el pobre joven se desnucó en la caída. Esto explica el ángulo poco natural en que se encuentran la cabeza y el tronco.
Sir Walter evitó mirar. El penetrante olor que impregnaba el aire de la habitación de trabajo de William Kerr, procedente de los innumerables aceites y esencias que el médico administraba a sus pacientes como remedio, ya le removía suficientemente el estómago. Pensar que ese hombre joven que yacía, pálido e inerte, sobre la mesa se encontraba, hacía solo unos días, en perfecto estado de salud le resultaba insoportable.
– La barandilla de la biblioteca es demasiado alta para que pudiera producirse una caída accidental -constató sir Walter-, y sencillamente me niego a creer que Jonathan se haya quitado la vida. Era un joven alegre y optimista, y no puedo imaginar ninguna razón que permita siquiera considerar seriamente la posibilidad de que…
– El amor.
Kerr alzó la mirada. En una muestra de ese extraño humor que se había hecho famoso entre los habitantes del pueblo, el médico rió suavemente entre dientes. Ante el ojo izquierdo llevaba un artilugio fabricado por él mismo, que consistía en un corto tubo de cuero y una lente de aumento -una ayuda para que nada escapara a la observación de sus viejos ojos-, y cuando miró a Scott con él, dio la sensación de que el ojo monstruoso de un cíclope había fijado su mirada en el señor de Abbotsford.
– Tal vez nuestro joven amigo tuviera penas de amor -aventuró Kerr-. Tal vez idolatrara a alguna dama que no le correspondía. No hay que subestimar el poder con el que una pasión no correspondida puede arrastrar a un alma humana al abismo.
– Eso es cierto, viejo amigo -asintió sir Walter-. Muchas de mis novelas hablan del poder del amor. Pero la única pasión del pobre Jonathan eran sus libros. Y al final -añadió con amargura- probablemente fueran ellos la causa de su perdición.
– ¿Dice usted que el joven fue empujado desde la balaustrada?
– Eso supongo. No existe otra posibilidad.
– ¿Porque los indicios así lo indican, o porque no quiere aceptar otra explicación?
– ¿Qué quiere decir con eso, Will?
– ¿Aún recuerda a Sally Murray?
– Naturalmente.
– Esa pobre mujer estaba tan convencida de que su marido había sido asesinado que no consideraba ninguna otra posibilidad. Sin embargo, la verdad era que había estado en Hawick con las prostitutas, y seguramente las jovencitas habían exigido un esfuerzo excesivo a su delicado corazón. -El médico volvió a reír entre dientes-. Esas cosas suceden, sir. El pasado no cambiará solo porque nosotros queramos que sea distinto.
– ¿Por qué me cuenta esto, Will?
Kerr se sacó la lente de aumento y la dejó a un lado.
– En mis investigaciones, este objeto me presta un gran servicio -explicó-, pero no lo necesito para mirar en el alma de otras personas. Y en su alma, sir, con todos los respetos, descubro culpabilidad.
– ¿Culpabilidad? ¿Por qué motivo?
– No lo sé, porque de hecho no tiene usted ninguna culpa de lo que le ha sucedido a este pobre joven. Pero le conozco bastante bien para saber que, de todos modos, se atormenta con reproches.
– Aunque tuviera razón, no veo adonde quiere ir a parar, Will.
– Piense en la viuda Murray. A ella le resultaba más fácil creer que su marido había sido envenenado que aceptar que había tenido un final poco honroso entre los brazos de una mujer de vida alegre. Y creo que usted, sir, quiere encontrar como sea a alguien que cargue con la culpa por la muerte de Jonathan.
– Tonterías. -Scott sacudió la cabeza-. No se trata de eso.
– Eso espero, sir. Pues, como sabe, la pobre viuda Murray murió sin haber aceptado nunca la verdad.
– Lo sé, mi buen Will -replicó sir Walter, suspirando-. Pero pasa por alto que existe una gran diferencia entre el caso Murray y este. Entonces no había ningún indicio que señalara que Lester Murray había muerto a causa de un corazón al que se había exigido demasiado. Pero aquí las cosas son distintas. Jonathan fue encontrado con el cráneo destrozado al pie de una balaustrada desde la cual era imposible que hubiera podido caer por sí mismo. Y por todo lo que sé del joven, tampoco existe ningún indicio de que albergara pensamientos suicidas. No son imaginaciones mías, Will. Existen elementos que apoyan que Jonathan Milton no fue víctima de un accidente. Fue un asesinato.
Una vez más sir Walter había elevado el tono sin darse cuenta, y era consciente de que aquello no contribuía a aumentar su credibilidad. Era cierto que le costaba asimilar la muerte de su discípulo, pero eso no significaba que se refugiara en ideas descabelladas para huir de la realidad. ¿O tal vez sí?
El viejo Kerr miró a sir Walter a través de su saltón ojo óptico, que mientras tanto había vuelto a colocarse. Scott tuvo la sensación de que con él podía penetrar hasta el fondo de su alma.
– Le comprendo, sir -dijo el médico finalmente-. Posiblemente en su lugar yo sentiría lo mismo.
– Gracias, Will.
Kerr asintió con la cabeza, y a continuación se volvió de nuevo hacia el cadáver para examinar cada pulgada del cuerpo sin vida.
Pasaron unos minutos que se hicieron interminables, en los que sir Walter deseó encontrarse en cualquier otro lugar. ¿En qué novela estaba trabajando ahora?, pensó. ¿Cuál era la última escena que había escrito? No podía recordarlo. De pronto, la poesía y el romanticismo parecían estar muy lejos. En el laboratorio de William Kerr no había lugar para ellos.
– Aquí -dijo de repente el médico-. Podría ser eso.
– ¿Ha encontrado algo?
– Pues sí… Aquí, en los brazos, hay zonas con equimosis. Esto podría indicar que el joven fue sujetado con bastante fuerza. Además, esto también me ha llamado la atención. ¡Escuche!
Con una sonrisa de complicidad, el médico presionó sobre las costillas del muerto, que cedieron con un leve crujido.
– ¿Están rotas? -preguntó sir Walter, tratando de sobreponerse a la náusea.
– Así es.
– ¿Y eso qué significa?
– Que es posible que hubiera una pelea durante la cual le rompieron las costillas a su alumno.
– O bien -añadió sir Walter, forzando el razonamiento – que las costillas de Jonathan se rompieron cuando alguien le empujó violentamente por encima de la barandilla.
– También eso sería posible. De todos modos, las fracturas podrían haber sido causadas igualmente por la caída.