Выбрать главу

– Siga buscando, Will -le pidió Scott al doctor-. Cuanto más encuentre, más nos acercaremos a la verdad de los hechos.

– No tiene por qué ser así -le contradijo el médico con un guiño, que debido a la lente de aumento resultó bastante grotesco-. Raramente más conocimiento proporciona también mayor claridad. Con bastante frecuencia ocurre lo contrario. Sócrates ya lo sabía.

A pesar de la tensión a que se encontraba sometido, sir Walter no pudo dejar de sonreír ante la ocurrencia del peculiar médico. Tal vez, efectivamente, William Kerr pudiera aportar algo de luz a la oscuridad. Una vez más, el médico no lo decepcionó.

– ¿Sir? -preguntó de repente.

– ¿Sí, Will?

– ¿De qué color era el manto de Jonathan?

– Bien, era… gris, por lo que puedo recordar -dijo sir Walter arrugando la frente-. ¿Qué importancia tiene eso?

– ¿No sería negro? ¿De lana gruesa?

– No. -Sir Walter sacudió la cabeza-. No, por lo que recuerdo.

Una sonrisa triunfal se dibujó en el rostro de William Kerr. El médico cogió unas pinzas y sacó algo que se encontraba bajo la uña del pulgar de la mano derecha de Jonathan. Cuando lo levantó, sir Walter vio que se trataba de una fibra de lana negra.

– Al parecer -dijo el viejo William Kerr-, había alguien más en el archivo, aparte del joven Jonathan.

El ambiente era lúgubre en la biblioteca. Entre las altas estanterías repletas de viejos infolios, el tiempo parecía haberse detenido, y el polvo de los siglos transcurridos llenaba el aire. Aunque habían colocado numerosas velas encendidas en las mesas de lectura, al cabo de unos pasos su luz era absorbida por la oscuridad.

Quentin Hay no era un hombre valiente. El sobrino de Walter Scott carecía del carácter enérgico y decidido de su tío, y sin duda no podía considerársele un modelo de osadía. Mientras que sus hermanos habían sabido enseguida qué querían ser -Walter, el pequeño, que había recibido el nombre de su tío, había ido a Edimburgo para estudiar derecho, y Liam, el mayor, había entrado en los dragones-, Quentin había cumplido los veinte años sin tener la más remota idea de qué haría consigo mismo y con su vida, con gran pesar de su madre, que finalmente había decidido que emulara a su hermano y se convirtiera también en escritor.

No es que Quentin no pudiera imaginarse ganándose el pan con la escritura; el problema estaba en que también podía imaginarse viviendo del ejercicio de cualquier otra profesión. Y aunque le gustaba escribir, dudaba mucho que su disposición para desempeñar este oficio fuera tan marcada como la de su tío.

En cualquier caso, de esta manera había tenido la oportunidad de salir de su casa. Y se encontraba a gusto en Abbotsford. No solo porque sir Walter era para él un maestro paciente y sabio y, en muchos aspectos, una figura paterna más relevante que su padre carnal, un hombre lacónico y muy trabajador, que ejercía de contable en un despacho comercial de Edimburgo; sino también porque sir Walter no le presionaba, como solían hacer sus padres, y porque Quentin, por primera vez, tenía la sensación de poder decidir por sí mismo qué quería hacer con su vida. Al menos la mayoría de las veces.

De todos modos, sentarse hasta tarde en la noche, expuesto a las corrientes de aire en una fría biblioteca, para buscar indicios sobre un asesinato no se encontraba entre las actividades que habría escogido si le hubieran dado la oportunidad de elegir. Pero sir Walter había dejado clara la urgente necesidad que tenía de su ayuda, y Quentin, que podía percibir cuánto había afectado a su tío la muerte de Jonathan Milton, no había querido dejarle en la estacada. Por otra parte, él mismo se sentía consternado por el repentino y terrible final del joven estudiante, con el que a menudo había ido a Jedburgh para comprar o para visitar la posada local.

A lo largo del día, Quentin había echado una mano al abad Andrew y a sus compañeros de congregación en la revisión de los fondos de la biblioteca, una empresa prácticamente imposible habida cuenta del volumen de tesoros de papel que se acumulaban en las altas estanterías. Los monjes se habían concentrado en las zonas donde había trabajado Jonathan Milton, y naturalmente también habían revisado los estantes del piso superior, el último lugar donde había estado el estudiante.

A su modo contemplativo, los premonstratenses se habían puesto silenciosamente al trabajo. Al principio, a Quentin el silencio le había parecido opresivo y difícil de soportar, pero en el curso del día se había acostumbrado a él, y con el tiempo se había convertido en algo incluso liberador. Finalmente había podido disfrutar de la posibilidad de encontrarse solo con sus pensamientos, con su miedo, su dolor y su rabia contra los responsables de la muerte de Jonathan.

Al llegar la noche no se había descubierto aún ningún indicio de que un ladrón hubiera actuado en la biblioteca. Todos los volúmenes parecían estar en su lugar, cuidadosamente alineados y cubiertos por un polvo de décadas. A la caída del sol, los monjes se habían retirado para recogerse en oración y acabar el día en clausura.

Quentin, sin embargo, había permanecido en la biblioteca.

Un sentimiento hasta entonces desconocido se había apoderado de él y le impelía a continuar la búsqueda: la ambición.

Quentin se sentía dominado por el irreprimible impulso de descubrir qué había ocurrido, aunque era incapaz de definir con exactitud de dónde procedía esa compulsión. Tal vez fueran las misteriosas circunstancias de la muerte de Jonathan las que habían despertado su curiosidad y le llevaban incluso a pasar la noche en ese entorno siniestro y sombrío. O tal vez fuera la posibilidad de demostrar por fin a su tío de qué era capaz.

Sir Walter había hecho ya tanto por él…, y ahora tenía la oportunidad de demostrarle su gratitud. Quentin estaba seguro de que su tío no volvería a encontrar la paz hasta que las circunstancias de la muerte de Jonathan hubieran quedado completamente aclaradas. Y si él podía contribuir en algo, quería hacerlo, por desagradables que fueran las circunstancias.

El joven evitó mirar alrededor, hacia la biblioteca iluminada por la luz crepuscular de las velas. Aunque sus capacidades literarias dejaban bastante que desear, Quentin disponía de una fantasía desbordada que le hacía ver por todas partes, en los pasillos y en los rincones oscuros que se abrían entre las estanterías, formas espectrales: los mismos fantasmas que todos los niños creen ver en las noches oscuras y de los que Quentin en realidad nunca había llegado a deshacerse.

Recordó que su tío le había preguntado una vez, divertido, si creía en los fantasmas. Naturalmente que no, había negado Quentin, que al fin y al cabo no quería quedar en ridículo ante él. Pero en el fondo sabía que había mentido. El joven estaba convencido de que había cosas entre la tierra y el cielo que no podían explicarse racionalmente, y una sala desierta e insuficientemente iluminada, repleta hasta el techo de escritos y libros antiquísimos, constituía un entorno de lo más apropiado para dar alas a esta creencia.

– Tengo que concentrarme -dijo Quentin, rememorando el lema que le había inculcado su tío-: El entendimiento aporta a la oscuridad una luz más clara que la de cualquier fuego.

No sonaba muy convincente, pero le tranquilizó oír su propia voz. Con ánimo resuelto cogió la palmatoria y el material de escritura y volvió arriba para continuar su trabajo.

Parte de los libros del archivo ya había sido catalogada por los monjes. Eso significaba que los libros estaban provistos de signaturas sucesivas que señalaban el orden en que estaban dispuestos en las estanterías. Si habían sacado un libro de allí, sería muy fácil descubrirlo: era imposible que el ladrón hubiera podido cambiar las restantes signaturas. De todos modos, teniendo en cuenta el abrumador número de volúmenes que se almacenaban en el archivo de Dryburgh, la tarea de revisar todas las signaturas y comprobar que no faltaba ninguna era un trabajo hercúleo. Y si el ladrón no había sido tan tonto para llevarse un ejemplar registrado y había sustraído uno de la zona no catalogada de la biblioteca, nunca conseguirían encontrar su pista.