¡Aquel fantasma era real!
Quentin vio un manto oscuro y una cara sin contornos. Luego sintió un calor abrasador a su espalda, seguido de una claridad cegadora.
Obedeciendo a un instinto repentino, Quentin se volvió y se encontró frente a un mar de llamas.
Las estanterías se habían incendiado. Un fulgor amarillo ascendía flameante y se propagaba ya a las filas de libros, devorándolos como un ávido Moloch.
– ¡No! -gritó Quentin horrorizado, al ver cómo la sabiduría de siglos caía víctima de la furia de las llamas. Y un segundo después supo que había sido culpa suya. Había dejado caer la vela y…
El joven se volvió de nuevo y miró hacia el encapuchado que le había provocado aquel pánico irrefrenable. El fantasma había desaparecido. Pero ¿había existido acaso realmente, o era solo una quimera surgida de sus miedos? ¿Había vuelto a soñar con los ojos abiertos?
No le quedaba tiempo para pensar en ello. El fuego ya se había propagado a las siguientes estanterías. Con un fragor sordo, las llamas devoraban los valiosos libros e infolios. Un horror indecible le invadió. Por un instante, Quentin permaneció inmóvil, como petrificado, ante aquella visión. Luego comprendió que tenía que hacer algo.
– ¡Fuego! ¡Fuego! -aulló tan fuerte como pudo, y se precipitó hacia las estanterías en llamas con el valiente pero insensato propósito de salvar al menos algunos libros. Un humo acre, que le ardía en los ojos y le cortaba la respiración, brotaba de los infolios.
Consiguió coger algunos libros que aún no habían ardido y los sacó del estante para salvarlos de las llamas, pero el humo le rodeaba por todas partes y le envolvía como una pared densa e impenetrable.
Quentin empezó a toser. Una humareda cáustica le corroía los pulmones, y sintió que se mareaba. Las fuerzas le abandonaron y dejó caer los libros. Le temblaban las rodillas, y las piernas apenas le sostenían.
Con los ojos hinchados por el humo, alcanzó a divisar la escalera. Tenía que llegar hasta ella; si no, moriría entre las llamas.
Tosiendo y ahogándose, se abrió paso con dificultad entre la densa humareda, apretándose contra la cara el pañuelo que llevaba atado al cuello.
– ¡Fuego! -seguía gimiendo mientras avanzaba, pero el fragor del incendio, que había desencadenado una verdadera tormenta de fuego en la biblioteca, ahogaba sus gritos.
Finalmente alcanzó la barandilla y consiguió sujetarse a ella. Las tablas temblaban bajo sus pies. A punto de perder el conocimiento, avanzó hacia la escalera aferrándose a la balaustrada. Luchando por respirar, siguió adelante con esfuerzo, alcanzó el primer escalón… y perdió el equilibrio.
Quentin aún fue consciente de que caía al vacío. Luego las llamas parecieron extinguirse de golpe y todo se volvió negro a su alrededor.
La vio en la lejanía. Montaba un caballo blanco como la nieve, que galopaba a través del paisaje con las crines ondulantes y la cola al viento. Cuanto más se acercaba, más claramente podía distinguir sus rasgos.
Era joven, no mayor que él, y de figura elegante. Cabalgaba erguida, sentada a lomos de su caballo, que no llevaba silla ni riendas, y se agarraba con fuerza a las crines. Sus cabellos ondeaban al viento y enmarcaban un rostro de rasgos regulares, con una boca pequeña y unos ojos que brillaban como estrellas. Parecía llevar como única prenda una sencilla camisa de lino, que flotaba en torno a su cuerpo como agua.
Era la criatura más hermosa que jamás había visto. Y aunque podía distinguirla claramente, aunque sentía el viento y olía el aire húmedo y perfumado que ascendía del suelo, supo que no era real, sino solo un sueño.
La amazona se acercó a él.
Los cascos de su caballo apenas parecían rozar el suelo; el animal avanzaba a una velocidad que cortaba el aliento. Aunque intuía que era solo un espejismo, extendió las manos hacia ella, trató de tocarla…
– ¿Quentin?
La voz parecía venir de muy lejos, como si procediera del otro lado de un extenso valle y el viento trajera sus palabras hasta él.
Quentin no quería oírlas. Sacudió la cabeza y se apretó las manos contra los oídos, pues solo tenía ojos para la amazona, que ahora parecía volver a alejarse.
– ¡No! -gritó decepcionado-. ¡No te vayas! Por favor, no te vayas…
– Tranquilo, hijo. Todo va bien.
Otra vez la voz. Esta vez estaba considerablemente más cerca, y cuanto más clara se volvía, más borrosa se hacía la imagen de la joven.
– Por favor, no te vayas -murmuró Quentin de nuevo.
Entonces sintió que alguien le tocaba el hombro, y abrió los ojos.
Para su sorpresa, se encontró ante el rostro de un hombre. El cabello gris pálido, peinado hacia delante, enmarcaba unos rasgos que revelaban decisión y fuerza, pero también preocupación. Quentin tardó aún unos segundos en comprender que ya no se encontraba en el reino de los sueños y que aquella cara que le observaba con preocupación era la de Walter Scott.
– Tío Walter -susurró. Le costaba hablar; cada palabra le ardía en la garganta como fuego.
– Buenos días, Quentin. Espero que hayas dormido bien.
Una sonrisa juvenil se dibujó en el rostro de sir Walter, y un poco de la energía casi inagotable de que estaba dotado el señor de Abbotsford asomó en su mirada. Quentin, en cambio, se sentía desdichado y exhausto. Y cuando el recuerdo de lo ocurrido volvió a él, supo por qué.
– ¿Dónde estoy?-preguntó con voz ronca.
– En Abbotsford.
– ¿En Abbotsford?
Quentin miró alrededor, sorprendido. Efectivamente se encontraba en su dormitorio, en la propiedad de su tío. Estaba tendido en la cama, y sir Walter se encontraba a su lado, sentado en el borde. La luz mate del amanecer penetraba a través de la ventana anunciando un nuevo día.
– ¿Cómo he llegado hasta aquí?
– Tuviste mucha suerte. El abad Andrew y sus monjes descubrieron el fuego y no dudaron en penetrar en aquel mar de llamas para salvarte.
– Entonces ¿consiguieron apagar el incendio?
– No, eso no. -La voz de sir Walter sonaba decepcionada-. El almacén de grano de Kelso ha ardido hasta los cimientos, y con él todos los libros que albergaba. La sabiduría del pasado ha quedado reducida a cenizas. Pero tú, querido muchacho, estás vivo. Solo eso importa.
– Reducida a cenizas -repitió tristemente Quentin como un eco, atormentado por su mala conciencia; los remordimientos le oprimían la garganta-. Habría sido mejor que los monjes me hubieran dejado morir entre las llamas -dijo en voz baja.
– ¡Por Dios, muchacho! -De pronto la voz de sir Walter había adoptado un tono severo-. Deberías mostrarte más agradecido -exclamó frunciendo las cejas-. Los hermanos te encontraron inconsciente al pie de la escalera. Si no te hubieran rescatado, no estarías ahora entre nosotros.
– Lo sé, tío -dijo Quentin, compungido-. Y tal vez hubiera sido mejor.
– ¿Cómo puedes decir algo así? Estábamos muy preocupados por ti. El doctor Kerr y lady Charlotte no se han apartado de tu lado en toda la noche.
– No lo merezco, tío -replicó Quentin, abatido-. Porque el incendio de la biblioteca…
– ¿Sí?
– … lo provoqué yo -acabó su confesión Quentin-. Dejé caer mi vela y la llama prendió en uno de los estantes. Traté de salvar algunos de los libros, pero era demasiado tarde. Es culpa mía, tío. Los que dicen que no sirvo para nada tienen razón. En todos los meses que llevo aquí contigo, solo he sido una carga para ti. Te he decepcionado.
Quentin, que se sentía incapaz de mirar a su tío a la cara, cerró los ojos esperando que sir Walter le dedicara una retahíla de improperios é imprecaciones furiosas. Pero en lugar de eso, sir Walter dejó escapar un largo, larguísimo suspiro.