– ¿Quentin?
– ¿Sí, tío? -replicó parpadeando.
– ¿Doy la impresión de estar furioso contigo?
– Pues… no, tío.
– Eres un joven muy necio, ¿sabes?
– Sí, tío.
– Pero no por las razones que has nombrado, sino porque aún sigues sin comprender cuánto significas para todos nosotros. ¿Sabes cuánto hemos llegado a preocuparnos por ti? Ya he perdido a Jonathan, Quentin. Y no habría soportado perderte a ti también. Eres mi sobrino, carne de mi carne. No debes olvidarlo nunca.
Quentin se permitió una tímida sonrisa.
– Es muy amable por tu parte, tío, y lamento mucho haberos causado tantas preocupaciones. Pero el incendio de la biblioteca fue culpa mía. Ahora nunca sabremos quién asesinó al pobre Jonathan.
– Yo no estaría tan seguro.
– ¿No? ¿Por qué?
– Porque el abad Andrew y sus compañeros de congregación descubrieron unos recipientes vacíos detrás de la biblioteca. Recipientes en los que se había guardado petróleo.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa, muchacho, que fue un incendio provocado. Alguien arregló las cosas para que la biblioteca fuera pasto de las llamas.
– Entonces… ¿no tengo la culpa de nada?
– Claro que no. ¿Crees en serio que una simple vela podría desencadenar un infierno como ese en un abrir y cerrar de ojos?
Quentin respiró. Por un breve instante se sintió tan puro y ligero como si el padre Cawley le hubiera dado la absolución. Pero luego algo volvió a su memoria…
– ¿De modo que fue un incendio provocado?
– Eso parece. Por lo visto alguien quiso borrar las huellas que había dejado en la biblioteca.
– El encapuchado -susurró Quentin, y sintió que un escalofrío le recorría la espalda-. La figura oscura. Creí que era solo una alucinación, pero…
– ¿Quentin?
– ¿Sí, tío?
– ¿Hay algo que quieras contarme?
– No -dijo Quentin rápidamente, para dejar escapar luego un indeciso «Sí». ¿Qué tenía que perder a estas alturas? Tanto peor si su tío le tomaba por un soñador y un iluso; él se atendería a la verdad-. Creo que no estaba solo en la biblioteca -acabó por confesar en tono vacilante.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que allí había alguien más. Una figura oscura.
– ¿Una figura oscura?
Sir Walter le dirigió una mirada en la que se mezclaban la incredulidad y la estupefacción.
– Parecía un fantasma -continuó Quentin-, como un espíritu de esas historias con que asustan a los niños en Edimburgo. De pronto apareció en la oscuridad y me miró fijamente, pero no pude ver su cara.
– ¿Dijo algo?
Quentin sacudió la cabeza.
– Solo estaba ahí inmóvil, mirándome. Y cuando estalló el incendio, desapareció de pronto.
– ¿Estás completamente seguro de eso?
– No. -Quentin sacudió la cabeza-. No lo estoy, tío. Todo fue tan rápido y me asusté tanto que ya no sé lo que realmente vi y lo que no.
– Comprendo. -Sir Walter asintió lentamente-. ¿De modo que también podría ser que tu miedo te hubiera jugado una mala pasada?
– Podría ser.
Sir Walter volvió a asentir con la cabeza y Quentin pudo reconocer la decepción en el rostro de su tío y mentor. Su tío estaba demasiado contento de verle sano y salvo para regañarle por su falta de atención, y aquello casi le dolía más que haberle decepcionado.
– Allí había algo más, tío -dijo rápidamente.
– ¿Sí?
– Poco antes de que la sombra apareciera, antes de que oyera sus pasos, había descubierto una cosa.
– ¿Qué, hijo mío?
– Era un signo. Un símbolo grabado en una de las tablas del suelo.
– ¿Qué clase de signo?
– No lo sé. No era un número ni una letra, al menos no de ninguna lengua que conozca. Y cuando examiné la estantería que había encima, constaté que faltaba uno de los volúmenes.
– ¿Qué estás diciendo?
– Faltaba uno de los volúmenes -repitió Quentin, convencido-. Alguien debió de llevárselo. Posiblemente esa figura del manto negro.
– ¿Con un manto negro, dices? -Los ojos de sir Walter se habían entornado hasta convertirse en dos estrechas rendijas, como si Quentin acabara de decir algo increíblemente importante-. ¿Has dicho que la figura llevaba un manto negro? ¿De lana, tal vez?
– Sí, con una capucha -confirmó Quentin-. ¿Por qué es importante eso, tío?
– Porque el doctor Kerr ha encontrado fibras de lana negras junto al cadáver de Jonathan -explicó sir Walter en tono preocupado-. ¿Entiendes lo que eso significa, muchacho?
– ¿Que no he imaginado esa figura? -preguntó Quentin prudentemente.
– Más que eso. Podría significar que te encontraste con el asesino de Jonathan. Y que intentó matarte a ti también.
– ¿Matarme a mí? -dijo Quentin, con un nudo en la garganta-. Pero ¿por qué, tío? ¿Por qué alguien iba a hacer algo tan espantoso? -graznó.
– No lo sé, Quentin -replicó sir Walter sombríamente-. Pero me temo que tu descubrimiento da un giro totalmente nuevo a los acontecimientos. Tanto si al sheriff Slocombe le gusta como si no, tendremos que alertar a la guarnición.
Pocos días después del incendio del archivo de Dryburgh, un carruaje escoltado por jinetes uniformados descendía por la estrecha carretera que conducía a Abbottsford siguiendo la orilla del río Tweed.
En el coche viajaban John Slocombe, el sheriff de Kelso, y un hombre moreno en cuya presencia Slocombe se sentía extremadamente incómodo.
El hombre era británico.
Aunque llevaba una levita civil, pantalones grises y botas de montar, en su apariencia había algo marcial. Llevaba el pelo corto, y tenía unos ojos de mirada penetrante y unos rasgos de expresión casi ascética. Su fina boca parecía cortada a cuchillo, y su porte revelaba claramente que estaba acostumbrado a dar órdenes.
Su nombre era Charles Dellard.
Inspector Dellard.
Dotado de amplios poderes, había viajado allí por encargo del gobierno para investigar los misteriosos acontecimientos ocurridos en la biblioteca de Kelso.
Slocombe apenas se atrevía a mirar a la cara a su acompañante. Con aire sumiso, el sheriff mantenía los ojos fijos en el suelo, y solo de vez en cuando, cuando creía que el otro no le observaba, se atrevía a dirigirle una mirada furtiva.
Los peores temores del sheriff se habían confirmado con creces. La ley que debía garantizar la paz más allá de la frontera exigía que, siempre que los sheriffs locales se sintieran superados en la realización de una tarea, requirieran el apoyo de las guarniciones militares. La idea de que un arrogante oficial inglés, que había sido trasladado al norte para hacer méritos, se dejara caer por allí y se hiciera cargo de su trabajo no había agradado en absoluto a Slocombe, que por eso había rogado a sir Walter que mantuviera el asunto en sus manos. Nunca era bueno reclamar la ayuda de los ingleses, porque demasiado a menudo ya era imposible deshacerse de ellos. Sin embargo, después del incendio de la biblioteca, que casi había costado la vida a su sobrino, no había habido forma de disuadir a Scott de que reclamara la ayuda de la guarnición. Y Slocombe, que de ese modo veía considerablemente reducido su margen de actuación, no había tenido más remedio que poner al mal tiempo buena cara. Scott parecía realmente obsesionado con la idea de que un asesino se paseaba por Kelso, y nada ni nadie iban a convencerle de lo contrario.
Slocombe había decidido entonces ejercer la menor resistencia y había permitido que la humillación recayera sobre él; pero, como había podido comprobarse, aquel caso había hecho más ruido del que él o cualquier otro que viviera en la zona fronteriza pudieran juzgar conveniente. Tal vez aquello estuviera relacionado con el hecho de que Scott era una celebridad, cuyas novelas se leían incluso en la corte real. En cualquier caso, se había informado a Londres del asunto, y pocos días después Dellard había aparecido en Kelso; un inspector del gobierno que había anunciado que tenía intención de resolver el caso sin dejar ningún cabo suelto. Le gustara o no, la realidad era que Slocombe había sido degradado al papel de ayudante, al que no le quedaba más que cooperar o perder un puesto bien remunerado en la administración local.