Las runas no habían mentido.
La espada de Bruce, el arma con la que el rey había combatido a los ingleses y los había derrotado, permanecía en el campo.
Allí yacía sin dueño, clavada en el centro del círculo, en el cieno blando que ya se disponía a tragarla. Las últimas luces del día hicieron brillar débilmente el signo labrado en la hoja plana de la espada, un signo de una época antigua, pagana, y de un gran poder destructor.
– Lo ha hecho -murmuró Kala en voz baja, aliviada, sintiendo que se deshacía de la carga que la había atormentado durante los últimos meses y años.
Durante un breve tiempo, los partidarios del orden antiguo habían conseguido atraer al rey a su lado. Ellos habían hecho posible la victoria de Robert en el campo de batalla de Bannockburn. Pero, al final, el rey se había apartado de ellos.
– Ha dejado la espada -dijo la mujer de las runas en voz baja-. Con esto, todo ha quedado decidido. El sacrificio no ha sido inútil.
Por más que al final de ese día el rey y los suyos celebraran su éxito y disfrutaran del fruto de su victoria, esta no sería duradera. El triunfo en los campos de Bannockburn llevaba en sí el germen de la derrota. Pronto el país se desintegraría de nuevo y se hundiría en el caos y la guerra. Y sin embargo, aquel día se había logrado una victoria significativa.
Kala se acercó respetuosamente a la espada. Incluso ahora, cuando no tenía ya un propietario, una gran fuerza parecía irradiar aún de ella. Una fuerza que podía ser utilizada tanto para el bien como para el mal.
Durante mucho tiempo esa hoja había determinado el destino del pueblo escocés. Pero ahora, después de haber sido traicionada por los poderosos, había perdido todo su brillo. Había llegado el momento de devolver la espada al lugar de donde procedía y liberarla del hechizo.
El combate por el destino de Escocia estaba decidido, tal como habían predicho las runas. La historia no recordaría lo que en realidad había ocurrido en ese día, y los pocos que lo sabían pronto habrían dejado de existir.
Pero Kala ignoraba que las runas no se lo habían contado todo.
Libro primero . Bajo el signo de la runa
1
Archivo de la abadía de Dryburgh, Kelso, mayo de 1822
En la antigua sala reinaba un silencio absoluto, un silencio de siglos pasados que inspiraba respeto y cautivaba a todo aquel que entraba en la biblioteca de la abadía de Dryburgh.
La abadía propiamente dicha ya no existía; en el año 1544 los ingleses, bajo el mando de Somerset, habían arrasado sus venerables muros. Sin embargo, algunos arrojados monjes de la orden premonstratense habían conseguido salvar la mayor parte de la biblioteca del monasterio y la habían trasladado a un lugar desconocido. Hacía unos cien años, los libros habían sido descubiertos de nuevo, y el primer duque de Roxburghe, conocido mecenas del arte y la cultura, se había preocupado de que la biblioteca de Dryburgh encontrara un nuevo alojamiento en las inmediaciones de Kelso: en un antiguo almacén de grano construido en ladrillo, bajo cuyo alto techo se encontraban depositados desde entonces los innumerables infolios, volúmenes y rollos de escritura salvados de la destrucción.
Aquí se conservaban los conocimientos acumulados durante siglos: copias y traducciones de antiguos registros que habían sobrevivido a las épocas oscuras, crónicas y anales medievales en los que se habían fijado los hechos de los monarcas. En la biblioteca de Kelso, sobre el pergamino y el papel quebradizo maltratados por el tiempo, la historia aún permanecía viva, y quien se sumergía en ella en este lugar se sentía penetrado por el hálito del pasado.
Ese era precisamente el motivo de que a Jonathan Milton le gustara tanto la biblioteca. Ya desde muchacho, el pasado había ejercido una atracción particular sobre él, y se había interesado mucho más por las historias que su abuelo le contaba sobre la antigua Escocia y los clanes de las Highlands que por las guerras y los déspotas de sus propios días. Jonathan estaba convencido de que los hombres podían aprender de la historia, pero para eso debían tomar conciencia del pasado. Y un lugar como la biblioteca de Dryburgh, que estaba impregnada de él, invitaba realmente a hacerlo.
Para el joven, que cursaba estudios de historia en la Universidad de Edimburgo, poder trabajar en este lugar era como un regalo. Su corazón palpitó con fuerza mientras cogía el grueso infolio del estante, y sin preocuparse por la nube de polvo que se levantó haciéndole toser, apretó el libro, que debía de pesar unos quince kilos, contra su cuerpo como una preciosa posesión. Luego cogió la palmatoria y bajó por la estrecha escalera de caracol hasta el piso inferior, donde se encontraban las mesas de lectura.
Con cuidado depositó el infolio sobre la maciza mesa de roble y se sentó para examinarlo. Jonathan estaba ansioso por conocer qué tesoros de otros tiempos descubriría.
Se decía que muchos de los escritos de la biblioteca no habían sido aún revisados y catalogados. Los pocos monjes que el monasterio había destinado para que se encargaran de los fondos no daban abasto, de modo que en los estantes cubiertos de polvo y de gruesas telarañas aún podían descansar algunas perlas ocultas. Sólo la idea de descubrir una de estas joyas hacía que el corazón de Jonathan se acelerara.
Sin embargo, él no estaba allí para enriquecer las ciencias de la historia con nuevos conocimientos. Su auténtica tarea consistía en realizar algunas sencillas indagaciones, una actividad bastante aburrida, aunque debía reconocer que estaba bien pagada. Además, Jonathan tenía el honor de trabajar para sir Walter Scott, un hombre que constituía un ejemplo luminoso para muchos jóvenes escoceses.
No era solo que sir Walter, que residía en la cercana mansión de Abbotsford, fuera un novelista de éxito cuyas obras se leían tanto en los aposentos de los artesanos como en los salones de las casas señoriales, sino que era también un escocés de cuerpo entero. A su intercesión y su influencia ante la Corona británica debía agradecerse que muchos usos y costumbres escoceses, que a través de los siglos habían sido objeto de mofa, progresivamente volvieran a tolerarse. Más aún, en algunos círculos de la sociedad británica podía decirse que lo escocés estaba de moda, y recientemente incluso se consideraba elegante adornarse con el kilt y el tartán.
Para alimentar con nuevo material la casa editorial que sir Walter, junto con su amigo James Ballantyne, había fundado en Edimburgo, el escritor trabajaba literalmente día y noche, y generalmente en varias novelas al mismo tiempo. Para ayudarlo en su trabajo, Scott traía de Edimburgo a jóvenes estudiantes que se alojaban en su propiedad rural e investigaban algunos detalles históricos. La biblioteca de Dryburgh, que se encontraba en Kelso, a unos veinte kilómetros de la residencia de Scott, ofrecía unas condiciones ideales para ello.
A través de un amigo de su padre, con el que sir Walter había estudiado en sus años de juventud en la Universidad de Edimburgo, Jonathan había conseguido aquel puesto de meritorio. Y el enjuto joven, que llevaba el cabello anudado en una corta trenza, se consolaba sin dificultad a pesar de la naturaleza más bien tediosa de su trabajo -centrado en áridas investigaciones más que en la búsqueda de crónicas desaparecidas y antiguos palimpsestos-, pensando en que gracias a él tenía la posibilidad de pasar el tiempo en este lugar donde convivían el pasado y el presente. A veces, Jonathan permanecía allí sentado hasta avanzada la noche y perdía por completo la noción del tiempo, enfrascado en el examen de viejas cartas y documentos.
Eso hacía también esa noche.
Durante todo el día, había investigado y recogido materiaclass="underline" asientos en anales, relatos de gobernantes, crónicas conventuales y otros apuntes que podían ser de utilidad para sir Walter en la redacción de su última novela.