– Odio estos inacabables bosques y colinas -se quejó Dellard mientras echaba un vistazo por la ventana-. Se diría que en este agreste territorio la civilización ha florecido de forma tan parca como la cultura de sus habitantes. ¿Falta mucho para la residencia de Scott?
– Ya no está muy lejos, sir-se apresuró a responder Slocombe -. Abbotsford se encuentra junto al Tweed, no lejos de…
– Ya es suficiente. No he venido aquí para realizar estudios geográficos, sino para aclarar un caso de asesinato.
– Naturalmente, sir. Aunque, si me permite la objeción, aún no está demostrado que se trate de un asesinato.
– Será mejor que me deje a mí esta decisión.
– Naturalmente, sir.
El carruaje abandonó el bosque que bordeaba la orilla del río y se acercó a un portal erigido con piedra natural, cuyas verjas estaban abiertas de par en par. Carruaje y jinetes cruzaron la puerta y siguieron por la avenida hacia el imponente edificio que se levantaba a su extremo. La agrupación de muros, torres y almenas de piedra arenisca tallada recordaba a un castillo medieval.
– ¿Es esto? -preguntó Dellard.
– Sí, señor, esto es Abbotsford.
– Scott parece ser una persona que se interesa por el pasado.
– Es cierto. Muchos dicen que encarna el alma de Escocia.
– Eso me parece algo exagerado. En Londres me hablaron de este edificio y también del poco gusto con que mezcla diversos estilos. De todos modos, Scott parece tener dinero, lo que aquí, en el norte, no es demasiado corriente.
El cochero tiró de las riendas y el carruaje se detuvo. Con actitud solícita, Slocombe descendió y abatió el estribo para que bajara su superior, y Dellard le dejó hacer como si fuera algo perfectamente natural. Con la grave indolencia de los hombres acostumbrados al poder, bajó del coche y observó con aire despreciativo al mayordomo, que se acercaba con cara de sorpresa.
– Buenos días, sir -dijo el sirviente, un hombre de constitución robusta y manos toscas que sin duda sabía más de cuidar caballos que de tratar con visitas de alto rango. El hombre se inclinó indeciso-. ¿Qué le trae a esta casa, señor?
– Querría hablar con sir Walter -exigió Dellard en un tono que no admitía réplica-. Enseguida.
– Pero, señor… -El mayordomo le dirigió una mirada sorprendida-. No creo que su visita haya sido anunciada. Sir Walter es un hombre muy ocupado, que…
– ¿Demasiado ocupado para recibir a un alto comisionado del gobierno? -Dellard enarcó sus delgadas cejas-. Me sorprendería que fuera así.
– ¿A quién debo anunciar? -preguntó el empleado, amedrentado.
– Al inspector Charles Dellard, de Londres.
– Muy bien, sir. Si quiere hacer el favor de seguirme… -Y con un gesto desmañado, mostró al visitante el camino hacia la entrada.
Con una seña, Dellard ordenó a los miembros de su escolta -ocho jinetes que llevaban el uniforme rojo de los dragones británicos- que desmontaran y le esperaran. A Slocombe, en cambio, le indicó con un gesto que le siguiera al interior de la casa.
Los tres hombres entraron en el patio de la residencia a través de un portal enmarcado por rosales, y después de pasar junto al surtidor que ocupaba el centro del jardín, llegaron al vestíbulo de entrada. Desde allí, el mayordomo condujo a Dellard y a Slocombe al salón, una habitación caldeada por una chimenea en la que crepitaba el fuego y desde cuyas grandes ventanas se disfrutaba de un amplio panorama sobre el Tweed. Dellard miró alrededor con indisimulada curiosidad.
– Si los señores quieren hacer el favor de esperar -dijo el mayordomo, y se retiró. Se veía claramente que se sentía incómodo en presencia del inglés.
A John Slocombe le sucedía lo mismo. Si el sheriff hubiera tenido posibilidad de hacerlo, también se habría esfumado. Pero debía resignarse a su situación si quería conservar su trabajo. Además, estaba en manos de sir Walter enderezar la situación. Había sido Scott quien había insistido en dar aviso a la guarnición; de modo que sería él quien tendría que arreglárselas para deshacerse de nuevo de los ingleses.
No tardaron en oírse pasos en la habitación contigua. La puerta se abrió y sir Walter entró en la sala, vestido, como siempre, con una sencilla chaqueta. Como ocurría con frecuencia, sus ojeras revelaban que en las últimas noches había dormido poco.
Su sobrino Quentin le acompañaba, lo que contribuyó a empeorar el humor de Slocombe, que no podía soportar a aquel joven desgarbado de cara pálida. A sus ojos, él era el culpable del incendio de la biblioteca y solo había inventado aquella historia del visitante siniestro para eludir su responsabilidad. Y ahora todos tenían que cargar con la guarnición.
– ¿Sir Walter, supongo? -preguntó el inspector Dellard, sin dar oportunidad a presentarse al señor de la casa. Sus formas directas revelaban su origen militar.
– Así es -confirmó sir Walter, y se acercó con aire escéptico-. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?
Dellard se inclinó rígidamente.
– Charles Dellard, inspector comisionado por el gobierno -se presentó-. Me han enviado para investigar los acontecimientos de la biblioteca de Kelso.
Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asombrada.
– Tengo que reconocer -dijo el señor de Abbotsford- que me siento tan sorprendido como halagado. Por una parte, no me habría atrevido a esperar que enviaran a un inspector del gobierno para investigar el caso. Y por otra, no me habían informado de su llegada.
– Le pido perdón por ello; pero, por desgracia, no hubo tiempo de ponerle en conocimiento de mi llegada -replicó Dellard. El tono exigente y arrogante había desaparecido de su voz, que ahora reflejaba un celo obsequioso-. Si queremos averiguar lo que ocurrió en Kelso, no tenemos tiempo que perder.
– Naturalmente coincidimos en ello -asintió sir Walter-. ¿Puedo presentarle a mi sobrino, inspector? Es un testigo ocular. El único que vio al encapuchado.
– He leído el informe -replicó Dellard, y esbozó de nuevo una reverencia-. Es usted un joven extremadamente valeroso, señor Quentin.
– Gra… gracias, inspector-replicó Quentin, sonrojándose-; pero me temo que no merezco sus elogios. Cuando vi al encapuchado, escapé y me desvanecí.
– A cada uno según sus capacidades -replicó Dellard con una sonrisa de suficiencia-. Con todo, es usted mi testigo más importante. Debe contarme todo lo que vio. Cualquier detalle, por pequeño que sea, puede ayudar a atrapar al criminal.
– ¿De manera que también usted considera que se trata de un asesinato?
– Solo un idiota ciego con las aptitudes criminalísticas de un buey podría negarlo seriamente -dijo el inspector, dirigiendo una mirada reprobadora a Slocombe.
– Pero, sir -se defendió el sheriff, que se había sonrojado de vergüenza-, aparte de la declaración del joven señor, no tenemos ningún dato en el que apoyarnos para afirmar que existe un criminal.
– Esto no es del todo cierto -replicó sir Walter-. Olvida las fibras de tejido que se encontraron junto al cadáver de Jonathan.
– Pero ¿y el motivo? -preguntó Slocombe-. ¿Cuál podría ser el motivo del criminal? ¿Por qué alguien tendría que irrumpir en la biblioteca de Dryburgh y asesinar a un estudiante indefenso? ¿Y por qué ese alguien, a continuación, iba a quemar todo el edificio?
– ¿Tal vez para borrar las huellas?
Aunque Quentin había hablado en voz baja, todas las miradas se volvieron ahora hacia él.
– ¿Sí, joven señor? -preguntó Dellard, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Tiene usted alguna sospecha?