– Enviarían tropas -dijo Slocombe en voz baja-. Aún más tropas.
Dellard asintió con la cabeza.
– Ya ve que estoy de su lado. Pero el contenido de esta conversación debe quedar entre nosotros, ¿me ha comprendido?
– Naturalmente, sir.
– Scott y su familia no deben saber nada acerca del peligro que les amenaza. Los vigilaré con mis hombres y me ocuparé de que no les suceda nada. Y cuando los asesinos quieran golpear de nuevo, los atraparemos. Nunca hemos tenido una oportunidad mejor.
5
– ¿Es eso?
Walter alzó las cejas, mientras observaba el sencillo signo que su sobrino Quentin había dibujado. Eran solo dos trazos; uno curvado como una media luna, y otro rectilíneo, que cruzaba la hoz en ángulo recto.
– Sí, creo que sí. -Quentin asintió, mientras se frotaba la nuca, confuso-. Debes tener en cuenta, tío, que solo pude ver el signo un momento, cuando trataba de sacar la vela de debajo del estante…
– … que había rodado todavía encendida, después de que hubieras dejado caer la palmatoria -resumió sir Walter la historia que su sobrino le había contado con todo lujo de detalles-. ¿Y por qué no le has dicho nada de esto al inspector?
– Porque no se ha mostrado interesado en saberlo -replicó Quentin con la cabeza baja. Sir Walter y su sobrino estaban sentados el uno frente al otro en los sillones del salón. El fuego crepitaba en la chimenea, difundiendo un agradable calor; pero eso no evitó que Quentin se estremeciera al añadir-: Creo que no confío en él, tío.
– ¿En quién, muchacho?
– En el inspector Dellard.
– ¿Por qué no?
– No lo sé, tío… Es solo una sensación. Pero tuve la impresión de que no nos decía toda la verdad.
Sir Walter esbozó una sonrisa mientras tendía la mano hacia su taza de té, para tomar un sorbito.
– ¿No tendrá eso, por casualidad, algo que ver con el hecho de que el inspector sea inglés? -preguntó, dirigiendo una mirada escrutadora a su sobrino. Sabía que en casa de su hermana los comentarios antimonárquicos eran algo habitual, y no era extraño pensar que aquello podía haber influido en Quentin.
– No -replicó Quentin resueltamente-. No tiene nada que ver con eso. Llevo suficiente tiempo aquí para haber aprendido algo de ti, tío. Tú me has hecho ver que no se trata de ser inglés o escocés, sino de que uno sea consciente de su herencia y su honor, de su deber como patriota.
– Eso es cierto -asintió sir Walter. Por lo visto no todo lo que había tratado de transmitir al joven había caído en saco roto.
– Pero, de todos modos, Dellard no me ha gustado. Por eso quería contártelo a ti primero.
– Comprendo. -Sir Walter cogió el trozo de papel que estaba entre ambos sobre la mesita y le dio la vuelta-. ¿De modo que el signo tenía este aspecto?
– Creo que sí. Inmediatamente después de recuperar el conocimiento no podía recordarlo; pero cuanto más tiempo pasa, más claro aparece ante mis ojos.
– Bien. -Sir Walter tomó otro trago de té, mientras observaba el dibujo críticamente-. ¿Y qué puede ser esto? Se diría que es un emblema, posiblemente una especie de signo secreto.
– ¿Tú crees? -Quentin se inclinó hacia delante. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo, lo que sucedía siempre que alguna cosa alteraba su habitualmente más bien tranquilo temperamento.
– De algún modo -dijo sir Walter, pensativo- este signo me resulta incluso conocido. Cuanto más lo pienso, más me parece haberlo visto antes.
– ¿Estás seguro?
– Por desgracia, no.
Sir Walter sacudió la cabeza y tomó otro trago de té. Habitualmente el disfrute de la amarga bebida, que tomaba una vez al día, daba alas a su fantasía y le ayudaba a mantener la mente despierta. Tal vez hoy le ayudara también a descubrir el secreto del misterioso signo.
Observó el dibujo desde todos los ángulos.
– En alguna parte… -murmuró, cavilando-. Si pudiera acordarme…
De pronto se quedó inmóvil.
De golpe vio el dibujo con otros ojos. Creía saber dónde había visto anteriormente ese emblema. No dibujado en un papel, sino grabado a fuego sobre la madera. La marca de un artesano…
Con un ímpetu que asustó a su sobrino, sir Walter saltó del sillón y abandonó el salón. Quentin, que empezaba a temer que su tío no se encontrara bien, le siguió con mirada preocupada.
Pero sir Walter se encontraba de maravilla. Haber descubierto de improviso de qué conocía el signo le llenaba, al contrario, de euforia. A través del estrecho corredor, se dirigió apresuradamente hacia el vestíbulo, y allí concentró su atención en el entablado de madera de roble, que examinó con mirada atenta.
– ¿Tío? -preguntó Quentin indeciso.
– No te preocupes, muchacho, estoy bien -le aseguró sir Walter, mientras recorría con la vista las planchas, esmeradamente trabajadas y adornadas con tallas, que tenían una antigüedad de varios siglos. Su examen se concentraba sobre todo en los bordes que quedaban apartados de las miradas de un observador ocasional.
Quentin permaneció allí inmóvil, con la boca abierta. Si hubiera sabido qué estaba buscando su tío, le habría ayudado gustosamente; pero así lo único que podía hacer era mirar, desconcertado, cómo sir Walter revisaba cada una de las planchas del entablado y pasaba el dedo por los bordes levantando un polvo gris.
– Tendré que indicar a los criados que sometan esta parte del edificio a una limpieza a fondo -dijo sir Walter tosiendo-. ¿Sabes de dónde proceden estas planchas, muchacho?
– No, tío.
– Proceden de la abadía de Dunfermline -explicó sir Walter, mientras seguía buscando impertérrito-. Cuando, hace cuatro años, se empezó a levantar de nuevo el ala este, eliminaron algunos elementos de la antigua construcción, entre ellos estos maravillosos trabajos, que yo adquirí e hice traer a Abbotsford.
– Dunfermline -repitió Quentin pensativo-. ¿No es la iglesia en que se encontró la tumba de Robert I Bruce?
Scott interrumpió su búsqueda un instante para sonreír aprobadoramente a su sobrino.
– Exacto. Me alegra, Quentin, que las lecciones de historia que te doy no sean del todo inútiles.
– La tumba fue descubierta casualmente hace cuatro años en el curso de los trabajos de construcción -dijo Quentin, poniendo a prueba sus conocimientos-. Hasta entonces no se sabía dónde se encontraba la tumba del rey Robert.
– También esto es correcto, muchacho. -Sir Walter se inclinó para examinar el remate de una nueva plancha de madera-. Pero posiblemente no fue una casualidad que se encontrara la tumba del rey Robert. No son pocos los que afirman que la historia siempre entrega sus secretos cuando el tiempo está maduro para ello… ¡Ajá!
Quentin dio un respingo al oír el grito de triunfo de su tío. -¿Qué ocurre?
– Ven aquí, muchacho -le pidió Scott-. Trae una vela. Y si es posible -añadió con una ligera sonrisa-, esta vez no la dejes caer, ¿de acuerdo?
Quentin corrió hasta uno de los candelabros que se encontraban repartidos por el perímetro del vestíbulo, cogió una vela y volvió a toda prisa junto a su tío, cuyo rostro reflejaba una alegría juvenil.
– Ilumina allí -indicó a su sobrino, y Quentin sostuvo la vela de modo que la luz cayera sobre el borde del entablado.
En ese momento también él lo vio. Era el signo de la biblioteca.
Quentin tomó aire, emocionado, y estuvo a punto de dejar caer la vela, lo que le valió una mirada reprobadora de sir Walter.
– ¿Qué significa esto, tío? -preguntó intrigado el joven, cuyo rostro tenía ahora cierta similitud con un tomate maduro.