– Esto es una runa -explicó sir Walter satisfecho.
– ¿Una runa? ¿Quieres decir un signo de escritura pagano?
Sir Walter asintió con la cabeza.
– Aunque en la Edad Media los caracteres de escritura cristianos estaban ampliamente difundidos, los símbolos paganos perduraron hasta bien avanzado el siglo XIV, sobre todo entre aquellos que concedían gran valor a las antiguas tradiciones. En dicho proceso a menudo perdieron su significado original; esta, por ejemplo, fue utilizada como emblema por un artesano.
– Comprendo -dijo Quentin, en un tono en el que podía adivinarse la decepción-. ¿Y tú crees que lo que vi en la biblioteca era solo el emblema de un artesano? Entonces supongo que mi descubrimiento no es tan excitante como pensaba.
– De ningún modo, mi querido sobrino, y por dos razones. En primer lugar, porque la galería del archivo de Kelso se erigió hace apenas cien años, mientras que este entablado es considerablemente más antiguo; de manera que difícilmente puede tratarse del mismo artesano.
– ¿Tal vez de un descendiente suyo? -preguntó Quentin prudentemente.
– Se trataría de una casualidad sorprendente. Igual que debería ser también una casualidad que, justo en el estante que encontraste marcado con este signo, faltara uno de los infolios. Y que ese desconocido encapuchado apareciera precisamente en el instante en que hacías tu descubrimiento. Tantas casualidades simultáneamente, querido muchacho, son altamente improbables. Si escribiera algo así en una de mis novelas, la gente nunca me creería.
– Entonces ¿he descubierto de verdad algo importante?
– Eso vamos a averiguar -dijo sir Walter, y le dio unas palmaditas de ánimo antes de volver a ponerse en movimiento, esta vez en dirección a la biblioteca-. En cualquier caso, ahora sabemos que tu signo es una vieja runa, de modo que debería ser posible descubrir qué significa.
Quentin encajó de nuevo la vela en el candelabro y siguió a su tío a la biblioteca, que se encontraba junto al despacho, en el ala este del edificio. Allí se almacenaban más de nueve mil volúmenes, muchos de ellos originales, que Scott había adquirido de viejas colecciones. Bajo un techo imponente, decorado con suntuosas tallas, un atril cuadrado y varios sillones que invitaban a la lectura ocupaban el centro de la sala, rodeados por pesadas estanterías de roble repletas de volúmenes encuadernados en cuero.
Desde los clásicos de la Antigüedad, pasando por los escritos de los filósofos, hasta los tratados históricos y geográficos, la biblioteca de Abbotsford abarcaba todos los campos en los que, en opinión de Scott, un gentleman debía ser experto. Además, se encontraban allí libros de escritores extranjeros, como los alemanes Goethe y Bürger, que Scott había traducido a su lengua en sus años de juventud, así como colecciones de baladas y cuentos escoceses que había recogido de todas partes.
La biblioteca de Abbotsford no podía compararse con el inmenso tesoro de conocimientos que se almacenaba en Kelso; sin embargo, mientras que los fondos de Dryburgh habían sido solo un archivo en el que la sabiduría de los siglos pasados dormitaba sin provecho, la biblioteca de sir Walter era un lugar de intercambio espiritual y de inspiración, y no pocos de los volúmenes encuadernados estaban desgastados por las frecuentes lecturas.
A pesar de que Quentin, en todos los meses que llevaba en casa de su tío, aún no había conseguido descubrir el sistema con el que estaban ordenados aquellos miles de libros, sir Walter no tenía ninguna dificultad en orientarse. Con paso decidido se dirigió hacia una de las estanterías, cogió, después de una breve búsqueda, un volumen con letras doradas, lo sacó y lo colocó sobre el atril en el centro de la habitación.
– Luz, muchacho, más luz -pidió a Quentin, que se apresuró a encender los candelabros, pues la chimenea no alcanzaba a iluminar la amplia habitación.
Scott esperó con visible impaciencia a que su sobrino encendiera las velas y el espacio se fuera iluminando poco a poco con cada nueva llama.
Por fin la luz de las velas alcanzó la intensidad suficiente para permitir la lectura. Sir Walter abrió el libro y con un gesto llamó a su lado a Quentin, que constató sorprendido que la obra era un tratado sobre las runas.
– En este volumen se han recopilado muchos de los signos antiguos -explicó sir Walter-. Debes saber, muchacho, que no existía una escritura rúnica unitaria. Su significado variaba de una región a otra. Algunos signos tenían un significado que solo unos pocos iniciados conocían, y había otros que…
– ¡Mira, tío!
Quentin gritó tan fuerte que su tío se sobresaltó. Sin embargo, Scott no se encolerizó, pues habían encontrado lo que estaban buscando.
En una de las páginas del libro aparecía representada la runa que Quentin había visto en la biblioteca, aquella marca curvada cruzada por un trazo perpendicular.
– Esa es -murmuró sir Walter, y leyó en voz alta la explicación de la figura-. «Junto a los habituales signos rúnicos, que se encuentran en casi todos los clanes y se remontan a raíces pictas, existen también diversos signos que se añadieron en una época posterior. Un ejemplo de ello es la aquí representada runa de la espada, de la que se encuentra el primer testimonio en la Alta Edad Media…».
– ¿Una runa de la espada? -preguntó Quentin levantando las cejas.
– Sí, muchacho. -Sir Walter asintió, mientras echaba de nuevo una rápida ojeada al texto-. Este signo significa «espada».
– Comprendo, tío -dijo Quentin con cara de no entender nada-. ¿Y qué significa eso?
– Tampoco yo lo sé, muchacho. Pero haremos todo lo posible por descubrirlo. Escribiré a un par de amigos de Edimburgo. Posiblemente conozcan a alguien que nos pueda contar algo más. E informaremos al inspector Dellard de nuestro descubrimiento.
– ¿Qué? ¿Estás seguro, tío? -preguntó Quentin, para añadir enseguida con algo más de cautela-: Quiero decir, ¿lo consideras realmente necesario?
– Ya sé que desconfías de él, muchacho, y si tengo que serte sincero, tampoco yo tengo muy claro qué debo pensar de ese hombre. Pero no deja de ser el funcionario encargado de este caso, y si queremos que haga rápidos progresos y descubra al asesino de Jonathan lo más pronto posible, tenemos que cooperar con él.
– Naturalmente. Tienes razón.
– Ordenaré que enganchen enseguida los caballos. Viajaremos a Kelso para informar al inspector Dellard. Estoy intrigado por saber qué dirá de nuestro descubrimiento.
Aunque se ganaba el sustento concibiendo historias que trasladaban al lector a otros tiempos y lugares, sir Walter no era ningún soñador. El gran éxito de que gozaban sus obras no se debía solo a su capacidad para plasmar en palabras la imprecisa nostalgia por épocas pasadas, sino también a su marcado sentido de la realidad.
Sir Walter no esperaba que Charles Dellard brincara de alegría ni que les diera las gracias por el nuevo indicio; pero la reacción del inspector fue más reservada incluso de lo que había imaginado.
Los tres hombres estaban sentados en la oficina del sheriff Slocombe en Kelso, que Dellard no había dudado en convertir en su centro de trabajo. Instalado tras el amplio escritorio de madera de roble, el inspector sacudía la cabeza mientras miraba el libro sobre las runas, que había dejado abierto sobre la mesa.
– ¿Y está completamente seguro de que este es el signo que vio? -preguntó a Quentin, que, como siempre, se sentía incómodo en presencia del inglés.
– Pues… sí, sir -aseguró balbuceando-. Creo que sí.
– ¿Lo cree? -La mirada de Dellard tenía algo de un ave rapiña-. ¿O está seguro?
– Estoy seguro -dijo Quentin, ahora con voz más firme-. Este es el signo que vi en la biblioteca.
– En nuestro último encuentro no podía recordarlo. ¿A qué se debe este cambio?