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– Vamos -dijo sir Walter, acudiendo en ayuda de su sobrino-, es bien sabido que, después de un acontecimiento impactante, los recuerdos vuelven a la memoria poco a poco. Cuando Quentin me llamó la atención sobre esto, enseguida empezamos a investigar. Y ahora, inspector, compartimos con usted el resultado de nuestra investigación.

– Y lo aprecio muchísimo, señores -aseguró Dellard, aunque su expresión crispada desmentía sus palabras-. Me temo, sin embargo -añadió-, que no podré hacer gran cosa con su descubrimiento.

– ¿Por qué no?

– Porque… -empezó Dellard, y en sus ojos de un azul acerado brilló un fulgor enigmático. El inspector se interrumpió y pareció reflexionar un momento-. Porque ya tengo una pista, que estoy siguiendo -explicó luego.

– ¿Ah sí? -exclamó sir Walter, y se inclinó hacia delante intrigado-. ¿Y qué pista es esa, si me está permitido preguntarlo?

– Lo lamento, sir, pero no estoy autorizado a informar sobre este punto ni a ustedes ni a nadie. Todo lo que puedo decirles es que el descubrimiento del señor Quentin y el signo de este libro no tienen nada que ver con ello.

– ¿Por qué está tan seguro, inspector? ¿Había visto antes este signo? ¿Ha seguido ya esta pista en otra ocasión?

– No, yo…

De nuevo se interrumpió. A la aguda mirada de sir Walter no se le escapó que el inspector se había puesto nervioso. Su comportamiento parecía indicar que Dellard les ocultaba algo. ¿Había tenido razón Quentin en sus suposiciones?

La mirada de Dellard voló, inquieta, de uno a otro. El inspector parecía haber intuido que estaba perdiendo credibilidad ante sus visitantes. Por eso añadió rápidamente:

– Ya sé que esto puede sonar extraño a sus oídos, pero les ruego que confíen en mí, señores. Todos mis esfuerzos se centran en garantizar el bienestar de los ciudadanos de este territorio.

– No dudo de sus palabras, y estoy convencido de que las razones que le mueven son honorables, inspector -dijo Scott-; sin embargo, tendrá que admitir que la aparición de esta runa constituye una extraña casualidad.

– Estoy totalmente de acuerdo con usted, sir. Pero un hombre de su experiencia debe de saber que este tipo de casualidades se dan a veces y que no siempre tienen un correlato en la realidad. Lo que quiero decir es que no tengo ninguna duda de que el joven señor vio este signo en la biblioteca, pero le ruego que también usted me crea si le digo que esto no tiene relación con los acontecimientos ocurridos en ella. Mis hombres y yo nos encontramos ya tras la pista de los auténticos criminales. A su tiempo le informaré sobre el desarrollo de las investigaciones.

– Comprendo -dijo sir Walter, contrariado. Aunque había contado con que Dellard se resistiera a dejarse ayudar en su trabajo por unos civiles, incluso a él le sorprendía que hubiera rechazado el indicio con tanta brusquedad-. Supongo que con esto está todo dicho. Si no quiere tomar en consideración nuestra ayuda, inspector, naturalmente no podemos forzarle a ello.

Scott hizo una seña a su sobrino y ambos se volvieron para salir. También Dellard se levantó, siguiendo las normas de la cortesía, y Quentin recogió el libro de las runas. Scott y su sobrino ya se disponían a abandonar el despacho cuando el inspector se aclaró la garganta. Al parecer aún tenía algo que decir.

– ¿Sir Walter? -preguntó en voz baja.

– ¿Sí?

– Hay algo que querría pedirle -dijo el policía. Por su mirada era imposible adivinar qué le rondaba la cabeza-. Para ser franco, no es ningún ruego, sino una necesidad.

– ¿Sí? -volvió a preguntar sir Walter. Al parecer, la cortesía británica exigía dar vueltas y más vueltas antes de entrar en materia; pero como escocés que era, él prefería siempre el camino directo.

– Las indagaciones que llevamos a cabo mis hombres y yo requieren -empezó a explicar ceremoniosamente- que no abandone usted Abbotsford.

– ¿De qué me está hablando?

– Hablo de que en los próximos días no debe abandonar su residencia, sir, así como tampoco su sobrino y los restantes miembros de su casa y de su familia.

Quentin dirigió a su tío una mirada interrogadora, pero sir Walter no reaccionó ante ella.

– Bien, inspector -dijo-, supongo que tendrá sus razones para pedirme algo así.

– Las tengo, sir, créame, por favor. Es por su bien.

– ¿No va a decirme nada más al respecto? Usted me exige que no abandone Abbotsford, que permanezca encerrado entre las paredes de mi casa como un ladrón, ¿y todo lo que tiene que decir para justificarlo es que es por mi bien?

– Lamento no poder revelarle nada más -replicó Dellard fríamente-, pero tiene que comprender que estoy ligado a unas órdenes y a unas instrucciones que debo acatar. Ya le he dicho más de lo que debía. De modo que, por favor, sir Walter, déjenos a nosotros las indagaciones y retírese con su familia a Abbotsford mientras sea necesario. Estará más seguro allí, créame.

– ¿Más seguro? ¿Me amenaza algún peligro acaso?

– ¡Por favor, sir! -La voz del inspector adoptó un tono conspirativo-. No siga preguntando y haga lo que le pido. Las investigaciones ya están muy avanzadas, pero hemos de tener las manos libres para seguir adelante.

– Comprendo. -Scott asintió con la cabeza-. ¿De modo que no quiere que participemos de ningún modo en las investigaciones?

– Es demasiado peligroso, sir. Por favor, créame.

– Muy bien -se limitó a decir el señor de Abbotsford, sin preocuparse por ocultar la irritación en su voz-. Quentin, nos vamos. No creo que el inspector necesite nuestra ayuda por más tiempo.

– Se lo agradezco, sir -replicó Dellard-. Y vuelvo a pedirle que me comprenda.

– Le comprendo perfectamente, inspector -le aseguró Scott, que ya se encontraba en el umbral-. Pero ahora también usted tiene que comprender algo: soy presidente del Tribunal Supremo escocés. Uno de mis estudiantes ha sido asesinado alevosamente y mi propio sobrino ha escapado por los pelos a un atentado contra su vida. Si cree de verdad que me retiraré a mi casa y esperaré allí pacientemente, comete un gran error, inspector. Si mi familia se encuentra amenazada por algún peligro, como usted afirma, puede tener la absoluta seguridad de que no permaneceré con los brazos cruzados y dejaré que otros se preocupen por mi seguridad, sino que seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para que el asesino de Jonathan sea capturado. Siga investigando sus indicios, inspector, le deseo mucho éxito en sus esfuerzos; pero no trate de impedir que yo prosiga con mis indagaciones. Buenos días.

Dicho esto, Scott abandonó la oficina del sheriff. Quentin, que se había retorcido como una anguila bajo las miradas de Dellard, salió pisándole los talones. La puerta se cerró silenciosamente tras ellos.

Durante unos segundos Dellard permaneció de pie, inmóvil, detrás de su escritorio; solo después se sentó de nuevo y tendió la mano hacia el pulido tablero para coger la cajita en la que Slocombe guardaba su tabaco indio. Una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro severo.

En los círculos que frecuentaba, Dellard era conocido por ser un brillante estratega. Uno de sus puntos fuertes era influir en las personas y conseguir que hicieran lo que deseaba.

En ocasiones bastaba con animarlas. Y en otras -como en el caso de ese testarudo escocés- bastaba con prohibirles algo para tener la seguridad de que harían exactamente lo que uno quería de ellos.

Los planes de Dellard se desarrollaban conforme a sus deseos.

– Perdona, tío -dijo Quentin, mientras se esforzaba en adaptarse al ritmo que sir Walter marcaba aquella mañana-, pero ¿ha sido inteligente enfrentarse a Dellard de este modo?

– No se trata de eso, muchacho -replicó Scott, a quien la conversación con el inspector había alterado visiblemente-. Había que poner las cartas sobre la mesa. En todo caso, ahora el señor Dellard sabe a qué atenerse con respecto a nosotros.

– ¿Y si tenía razón? ¿Y si realmente nos encontramos en peligro?