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– No hay peligro en el mundo que pueda evitarse escondiendo la cabeza en la arena como si no existiera -dijo sir Walter con determinación-. Dellard parece saber algo, pero no quiere decírnoslo. Y yo tengo que respetar su decisión. De modo que tendremos que descubrir por nuestra cuenta qué se oculta tras este asunto. ¿Te fijaste en la cara de Dellard cuando su mirada se posó en la runa?

– Hum… no, tío.

– ¡Observa, Quentin! ¡Debes observar! ¡¿Cuántas veces te he dicho ya que un gran escritor no puede ir por la vida con los ojos cerrados?! En el don de la observación reside el gran secreto de nuestro gremio.

– Comprendo. Claro, tío -dijo Quentin tímidamente, e inclinó la cabeza amedrentado.

Sir Walter se dio cuenta y se reprendió a sí mismo por haber increpado al joven. Si tenía que ser sincero, debía reconocer que su irritación no tenía a Quentin por destinatario, ni tampoco al inspector Dellard. Era toda la situación la que le afectaba los nervios y le volvía irascible y regañón, la sensación de estar perdido en un bosque de preguntas y no encontrar ningún camino de salida…

– Perdona, muchacho -dijo, y sus rasgos endurecidos por el enfado volvieron a suavizarse-. No es culpa tuya. En realidad…

– Encuentras a faltar a Jonathan, ¿verdad, tío?

– Eso también.

– Sin duda él te habría sido de mayor ayuda. Tal vez habría sido mejor que esa noche hubiera sido yo quien cayera de la galería, entonces Jonathan estaría contigo y…

– Alto. -Sir Walter se detuvo y cogió a su sobrino del hombro-. Quiero suponer que no lo dices en serio.

– ¿Por qué no? -replicó Quentin apesadumbrado-. Jonathan era tu mejor estudiante. Veo cuánto te duele su muerte. Yo, en cambio, solo te doy problemas y dificultades. Tal vez sería mejor que me enviaras de vuelta a Edimburgo.

– ¿Es eso lo que quieres?

Quentin miró al suelo, cohibido, y sacudió la cabeza.

– Entonces no te enviaré -prometió sir Walter, decidido.

– Pero ¿no decías que…?

– Es posible que Jonathan fuera el estudiante con mayor talento que nunca estuvo a mi servicio, y reconozco que su muerte ha dejado un gran vacío en mi vida. ¡Pero tú, Quentin, eres mi sobrino! Solo por eso tendrás siempre un lugar en mi corazón.

– ¿Aunque vaya por la vida con los ojos cerrados?

– Aun así -le aseguró sir Walter, que no pudo evitar una sonrisa-. Además, no deberías olvidar que fuiste tú quien vio la runa de la espada. Sin tu descubrimiento no estaríamos tras la pista del secreto.

– Posiblemente no exista ningún secreto. El inspector Dellard dijo que mi descubrimiento no tenía nada que ver con el asesinato de Jonathan y con el incendio de la biblioteca.

– Eso dijo, sí -reconoció sir Walter-; pero mientras hablaba, sus ojos brillaban de un modo que no acabó de gustarme. Si no supiera que el inspector Dellard es un fiel y leal servidor del Estado, diría que nos miente.

– ¿Que nos miente? -Quentin se asustó.

– O al menos que nos oculta algo -dijo sir Walter, rebajando un poco la acusación-. En ambos casos está justificado que continuemos las indagaciones por nuestra cuenta. El inspector Dellard no parece estar interesado en trabajar en colaboración.

– ¿Y si tuviera razón al advertirnos? ¿Y si efectivamente fuera peligroso continuar con las investigaciones?

En la mirada que sir Walter dirigió a su joven discípulo asomó ese destello de despreocupación juvenil y gusto por la aventura que el señor de Abbotsford sacaba a relucir a veces.

– Entonces, mi querido sobrino -replicó lleno de convencimiento-, sabremos defendernos. Pero por el momento me siento más inclinado a suponer que nuestro apreciado inspector solo quiere amedrentarnos, para tener las manos libres en su investigación y no tener que descubrir sus cartas ante un viejo y testarudo escocés.

– ¿Eso crees?

– En cualquier caso, no lo conseguirá -dijo sir Walter sonriendo, mientras volvía a ponerse en marcha y seguía adelante por la estrecha calle principal de Kelso.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?-preguntó Quentin.

– Iremos a ver al abad Andrew y le pediremos una entrevista. Posiblemente sepa sacar más partido del descubrimiento del signo rúnico que Dellard. Al fin y al cabo, se encontró en su biblioteca. Y tal vez sepa valorar más nuestra cooperación que el inspector.

– ¿Sigues convencido de que la runa es la clave de todo?

– Así es, muchacho, aunque no pueda decirte exactamente por qué tengo esta impresión. Por una parte, hay demasiadas coincidencias para mi gusto, y por otra, tengo la firme convicción de que todo esto es mucho más complicado de lo que parece a primera vista.

Quentin no se atrevió a hacer más preguntas. Todo el asunto, desde la muerte de Jonathan, pasando por los acontecimientos de la biblioteca, hasta el descubrimiento de la runa de la espada, ya era bastante siniestro de por sí y llenaba de zozobra su joven corazón. Una parte de él -aunque pequeña- no habría tenido nada en contra si su tío le hubiera enviado de vuelta a Edimburgo. Pero otra -y sir Walter seguramente afirmaría que en ella se hacía patente la herencia de la familia Scott- le impulsaba a quedarse con su tío y colaborar con él en las investigaciones. Una insólita mezcla de miedo y ansias de aventura se había instalado en su interior y hacía que se sintiera como si un enjambre de avispas hubiera anidado en su estómago.

Bajaron por la calle principal hacia la iglesia, a la que estaba adosado el edificio del pequeño convento.

Como en Kelso solo vivían unos pocos premonstratenses, la casa era discreta y modesta. Cada uno de los hermanos de la orden se alojaba en una celda estrecha y sencillamente amueblada; había una sala capitular para las reuniones, y junto a ella se encontraba el refectorio donde solían comer los monjes. Un pequeño huerto conventual, en el que cultivaban verduras, patatas y hierbas aromáticas, les proveía de alimentos básicos, y además el duque de Roxburghe hacía sacrificar regularmente para ellos una vaca o un cerdo.

Aunque Quentin había estado ya muchas veces en la biblioteca, esta era su primera visita al convento propiamente dicho, y cuando llamaron al pesado portal de entrada, una extraña y profunda sensación de respeto le invadió. La puerta se abrió silenciosamente y apareció la cara severa de un monje de baja estatura a quien Quentin conocía como el hermano Patrick.

Sir Walter le pidió cortésmente disculpas por la molestia y preguntó si podían hablar con el abad Andrew. El hermano Patrick asintió, hizo entrar a los dos visitantes y les pidió que esperaran en el pequeño vestíbulo.

Mientras jugueteaba nerviosamente con su chistera, que se había quitado en señal de respeto, con las manos húmedas de sudor, Quentin levantó la mirada para contemplar el artesonado ricamente decorado con que estaba revestida la entrada. La casa, que desde fuera producía una impresión de pobreza, no dejaba adivinar aquella suntuosidad interior.

– El techo es una de las pocas piezas que pudieron salvarse de la abadía de Dryburgh -explicó sir Walter, que seguramente había percibido la sorpresa de Quentin-. Si miras bien, podrás reconocer aquí y allá manchas de hollín. Los ingleses no trataron con muchos miramientos la antigua abadía.

Quentin asintió. Recordaba que su tío le había hablado de los acontecimientos sangrientos que se habían producido durante el movimiento de reforma. En 1544, el inglés Somerset invadió el sur de Escocia con su ejército y durante tres años saqueó el país. La abadía de Dryburgh fue víctima de su furia destructora ya en el primer año de guerra, y desde entonces no había vuelto a reconstruirse. Solo una orgullosa ruina al norte de Jedburgh recordaba su antiguo esplendor. Súbitamente se oyeron pasos en el corredor y el abad Andrew apareció. Al ver a Scott y a su sobrino, una suave sonrisa se dibujó en sus rasgos ascéticos.

– Sir Walter, qué inesperada alegría. Y el joven señor