Quentin también está aquí.
– Mis respetos, abad Andrew -dijo Scott, y él y su sobrino se inclinaron-. Pero está por ver si nuestra visita supondrá realmente una alegría.
– Siento que le abruma alguna carga, amigo mío. ¿Qué es? ¿Puedo ayudarle?
– A decir verdad, es lo que precisamente esperábamos al venir aquí, estimado abad. ¿Podría concedernos un poco de su valioso tiempo?
El abad sonrió melancólicamente.
– Amigo mío, desde que la biblioteca fue pasto de las llamas, ya no hay mucho de lo que tengamos que ocuparnos mis hermanos y yo. De modo que me alegrará escuchar lo que tengan que decirme. Por favor, síganme a mi despacho.
Dicho esto, el abad se volvió y precedió a los visitantes por el estrecho corredor que partía de la zona de entrada. Los tres hombres avanzaron entre las paredes desnudas de piedra natural hasta llegar a una escalera de madera que conducía al primer piso de la casa. Sir Walter y Quentin siguieron al abad Andrew arriba; Quentin se estremeció al escuchar los crujidos de los peldaños bajo sus pasos.
En el piso superior se encontraban las celdas de los monjes, así como el despacho del abad, que, además de ser el responsable de la congregación, se encargaba también de la administración del pequeño convento. El abad Andrew abrió la puerta, pidió a sus visitantes que entraran y les indicó que se sentaran a la larga mesa que ocupaba el centro de la humilde habitación, iluminada por una estrecha ventana.
– ¿Y bien? -preguntó, después de haberse sentado también a la mesa-. ¿Qué les ha traído hasta aquí, señores?
– Este libro -respondió sir Walter, y con un gesto pidió a Quentin que abriera el volumen por la página correspondiente.
El joven colocó el libro sobre la mesa con cierta ceremonia. Necesitó un rato para encontrar la página con el símbolo de la espada. Finalmente la abrió y acercó el libro al abad Andrew.
El monje, que no sabía muy bien qué le esperaba, lanzó una mirada furtiva al signo, y sir Walter se dio cuenta de que un estremecimiento recorría sus habitualmente relajados rasgos.
– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó el religioso.
– ¿Conoce este signo? -replicó sir Walter.
– No. -El abad Andrew sacudió la cabeza un poco demasiado rápido-. Pero ya he visto antes signos parecidos. Es una runa, ¿no es cierto?
– Una runa, en efecto -asintió sir Walter-. La misma que Quentin vio grabada en la tabla del suelo de la galería poco antes de que la biblioteca ardiera. Y además, es también la misma runa que, como marca de un artesano, se grabó a fuego en uno de los paneles de mi casa, que proceden de la iglesia conventual de Dunfermline.
– Comprendo -dijo el abad-. Una notable coincidencia.
– O tal vez más que eso -insinuó sir Walter-. Para descubrirlo hemos venido hasta aquí, apreciado abad. ¿Puede decirnos algo sobre este signo?
– ¿Sobre este signo? -El abad Andrew pareció reflexionar un momento-. No -dijo finalmente-. Lo lamento, sir Walter. No hay nada que pueda decirle al respecto.
– ¿Aunque el signo se encontrara en su biblioteca?
– Como sabe, los monjes de mi orden no fueron los constructores de la biblioteca.
– Cierto, pero la administraban. Y Quentin cree recordar que justo en la estantería marcada con esta runa faltaba un libro. Posiblemente era el volumen robado. El indicio que falta para explicar el asesinato de Jonathan Milton.
– ¿Es eso cierto, señor Quentin? -El abad Andrew miró a Quentin esperando una respuesta; su mirada se tiñó con una expresión de determinación que imponía respeto y no parecía encajar con la imagen de un monje.
– Sí, venerable padre -replicó el joven, como si se encontrara ante un tribunal.
– ¿Podría decirnos qué libro faltaba? -preguntó sir Walter-. Por favor, reverendo abad, es muy importante. Como por desgracia la biblioteca ha ardido por completo, no podemos verificar nuestras suposiciones. Solo podemos recurrir al recuerdo.
– Y a veces también él puede engañarnos -dijo el abad enigmáticamente-. Lo lamento, sir Walter. No puedo servirles de ayuda. No puedo decirles nada sobre esa runa ni sobre el libro que posiblemente sustrajeron de los fondos de la biblioteca. Todo se ha desvanecido con el incendio, y sería mejor que lo dejaran así.
– No puedo hacerlo, estimado abad -le contradijo sir Walter, en un tono cortés pero firme-. Con todo el respeto que su cargo y su orden me merecen, debo decir que uno de mis alumnos fue asesinado en su biblioteca, y mi sobrino estuvo también a punto de perder la vida allí. Incluso el inspector Dellard parece no albergar ninguna duda acerca de que existe un asesino astuto y sin escrúpulos que comete sus crímenes en Kelso, y no descansaré hasta que sea encontrado y reciba su justo castigo.
– ¿Busca venganza?
– Busco justicia -precisó sir Walter con rotundidad. El monje le dirigió una mirada larga y penetrante. Resultaba imposible adivinar qué estaba pensando.
– Sea como sea -dijo finalmente-, me parece que debería compartir sus observaciones con el inspector Dellard y sus hombres. Como ya imaginará, el inspector pasó por aquí y me hizo algunas preguntas. Tuve la impresión de que el caso se encontraba en buenas manos.
– Tal vez sea así -concedió sir Walter-, pero también es posible que se equivoque. El inspector Dellard parece seguir su propia teoría en lo que se refiere a este caso.
– ¿Entonces ya está tras la pista del criminal?
– O bien sigue un camino equivocado. Las cosas están aún demasiado confusas para que se pueda afirmar con seguridad. Pero sé que puedo confiar en mi sobrino, estimado abad, y si él me dice que ha visto este signo, yo le creo. ¿Sabe usted qué significa?
– ¿Y cómo podría saberlo? -La pregunta del abad sonó insólitamente cáustica.
– Es una runa de la espada, un símbolo de la Alta Edad Media, es decir, de una época en que sus antepasados ya habían triunfado sobre el paganismo.
– Esto no tiene nada de inhabitual. En muchas zonas de Escocia, las tradiciones y costumbres paganas se mantuvieron hasta entrado el siglo xvi. -El abad Andrew sonrió-. Ya conoce la fama de testarudez de que gozan nuestros compatriotas.
– Es posible. Pero algo, llámelo, si quiere, una sensación, una intuición, me dice que no se trata simplemente de eso. No es solo una runa, un antiguo signo cuyo significado se perdió hace tiempo. Es un símbolo.
– Un símbolo suele representar a otra cosa, sir Walter -objetó el abad, dirigiéndole una mirada escrutadora-. ¿Qué se supone que puede representar esta runa de la espada?
– Eso no lo sé -admitió el señor de Abbotsford con un bufido-, pero me he jurado descubrirlo, aunque sea solo porque me siento obligado hacia Quentin y el pobre Jonathan. Y esperaba que usted pudiera ayudarnos.
– Lo lamento. -El abad Andrew suspiró y sacudió lentamente la cabeza, que ya mostraba algunas canas-. Ya sabe, sir Walter, que siento afecto por usted y que soy un gran admirador de su arte, pero en este asunto no puedo ayudarle. Solo quiero decirle una cosa: deje en paz el pasado, sir. Mire, hacia delante y alégrese por los que aún están con vida, en lugar de querer buscar una reparación por los muertos. Es un consejo bien intencionado. Por favor, acéptelo.
– ¿Y si no lo hago?
En los rasgos del abad volvió a dibujarse la suave y tranquila sonrisa de antes.
– No puedo obligarle a ello. Toda criatura de Dios tiene el derecho a tomar libremente sus decisiones. Pero se lo ruego encarecidamente, sir Walter: tome la decisión correcta; retírese del caso y deje las indagaciones al inspector Dellard.
– ¿Es usted quien me lo aconseja? -preguntó sir Walter abiertamente-. ¿O solo me trasmite lo que Dellard le ha encargado?
– El inspector parece estar preocupado por su bienestar, y yo comparto esta preocupación -replicó el abad Andrew tranquilamente-. Permítame que le prevenga, sir Walter. Una runa es un signo pagano de una época que permanece oculta en la oscuridad. Nadie sabe qué secretos oculta o qué siniestras intenciones y pensamientos puede haber engendrado. No es algo que deba tomarse a la ligera.