– ¿De qué me está hablando? ¿De superstición? ¿Un religioso como usted?
– Hablo de cosas que son más antiguas que usted y que yo, más antiguas incluso que estos muros y este convento. El mal, sir Walter, no es una quimera. Existe y es tan real como todo lo demás, e intenta continuamente arrastrarnos a la tentación. A veces también -y señaló al libro que se encontraba abierto sobre la mesa- enviándonos extraños signos.
La voz del abad se había hecho cada vez más débil, hasta convertirse en un susurro. Cuando acabó de hablar, fue como si se apagara un fuego mortecino. Quentin, que, al escuchar las palabras del monje, había palidecido como la cera, sintió un escalofrío helado.
La mirada de sir Walter y la del abad se encontraron, y durante un momento los dos hombres se miraron fijamente.
– Bien -dijo Scott finalmente-. He comprendido. Le agradezco sus sinceras palabras, estimado abad.
– Le he hablado muy en serio, amigo mío. Por favor, ¡Atienda a mi consejo. No siga persiguiendo ese signo. Lo digo con la mejor intención.
Sir Walter se limitó a asentir con la cabeza. Luego se levantó para marcharse.
El abad Andrew se encargó personalmente de acompañar a sus dos visitantes hasta el portal. La despedida fue más breve y menos cordial que el recibimiento. Las palabras que se habían pronunciando seguían produciendo su efecto.
Fuera, en la calle, Quentin permaneció durante un buen rato en silencio, sin atreverse a interpelar a su tío, que, en contra de su costumbre, tampoco parecía sentir la necesidad de compartir sus pensamientos. Solo cuando llegaron de nuevo a la plaza del pueblo, donde esperaba el carruaje, Quentin rompió el silencio.
– ¿Tío?-empezó titubeante.
– ¿Sí, sobrino?
– Esta ha sido la segunda advertencia que recibimos hoy, ¿verdad?
– Eso parece.
Quentin asintió despacio.
– ¿Sabes?-confesó luego-, cuanto más pienso en ello, más me parece que debo haberme equivocado. Tal vez no fue ese signo el que vi. Tal vez fue otro completamente distinto.
– ¿Es el recuerdo el que habla, o el miedo?
Quentin reflexionó un momento.
– Una mezcla de ambos -dijo dudando. Sir Walter no pudo evitar una sonrisa.
– El recuerdo, sobrino, no conoce el miedo. Yo creo que sabes perfectamente qué viste, y el abad Andrew también lo sabía. Le he observado cuando su mirada se posaba en la runa de la espada. Conoce ese signo, estoy seguro. Y sabe cuál es su significado.
– Pero tío, ¿quieres decir que el abad Andrew nos ha mentido? ¿Un hombre de fe como él?
– Muchacho, confío en el abad Andrew, y estoy seguro de que nunca haría nada que pudiera perjudicarnos. Pero sin duda sabe más de lo que ha admitido ante nosotros…
6
Desde la cima de una colina, el jinete observaba la carretera que conducía de Jedburgh, en el sur, a Galashiels, en el norte, y que, más abajo de Newton, cruzaba un barranco que el Tweed había excavado en el terreno en el curso de los milenios. El suave paisaje montuoso se desplomaba allí en el abismo de forma inhabitualmente abrupta. Empinadas paredes de limo y arena rodeaban el lecho del río, que en ese lugar se estrechaba y discurría muchos metros por debajo del puente. Una arquitectura de troncos unidos entre sí, atrevida pero de aspecto frágil, sostenía la construcción.
Solo ochocientos metros al sur del puente de madera había un cruce en el que se juntaban las carreteras de Jedburgh y Kelso. Desde la colina podía distinguirse tanto el cruce como el puente. El jinete, después de ejecutar su siniestra obra, ya no tenía más que esperar. Se había cubierto con una capa de lana verde oscura, que le ayudaba a confundirse con el entorno y le hacía casi invisible bajo las ramas colgantes de los árboles, y se cubría la cara con una máscara de tela que, con excepción de unas finas rendijas para los ojos, le ocultaba completamente el rostro; un indicio más de que abrigaba algún propósito infame.
El hombre estaba sin aliento. Su amplia caja torácica se levantaba y se hundía violentamente bajo la capa, y el pelaje de su caballo negro brillaba de sudor. Apenas le había quedado tiempo para ejecutar el trabajo que le habían encomendado. No podían permitirse el menor retraso, y todo había tenido que hacerse con la máxima rapidez. Una vez que el carruaje de Kelso hubiera pasado el cruce, ya no habría vuelta atrás.
Hacía pocos minutos que la señal de humo había ascendido en el este, lo que significaba que el carruaje de Scott había abandonado el bosque. Pronto llegaría al cruce.
El jinete se irguió en la silla y espió, aguzando la vista, entre las ramas, para asegurarse de nuevo de que la construcción del puente no mostraba ningún defecto visible. Aquello era importante si la muerte de Walter Scott debía parecer un accidente.
En las últimas horas, el enmascarado y su gente habían estado trabajando en el puente de modo que cediera bajo la carga. Debido a la afiligranada forma de la construcción, aquello no era particularmente difícil. Bastaba que cedieran unos pocos puntales para que toda la estructura se precipitara a las profundidades, y con ella, todo lo que se encontrara encima.
Scott había cometido un error de peso. Con sus investigaciones y su curiosidad había hecho que personas poderosas se sintieran amenazadas. El enmascarado había recibido el encargo de acabar con esa amenaza, definitivamente y de modo que no levantara ninguna sospecha.
Un puente derrumbado suscitaría, sin duda, muchas preguntas, posiblemente se desencadenaría una nueva disputa entre los terratenientes y el gobierno, que se culparían mutuamente de la desgracia. Luego, nadie se haría más preguntas sobre la muerte de Walter Scott. Justo lo que querían los que habían pagado al hombre de la máscara.
Los ojos del jinete se empequeñecieron cuando desde el sudeste llegó hasta él, traído por el viento, un sonido de cascos y el traqueteo de un carruaje. Casi al mismo tiempo resonó el grito de un arrendajo, la señal acordada.
El puño del enmascarado se cerró en un gesto de triunfo. Scott y su sobrino no tenían ninguna posibilidad; no podían imaginar que corrían hacia una trampa mortal. Cuando el puente cediera, morirían bajo los escombros o se ahogarían en las aguas del río, que en esa época del año bajaba muy crecido.
¿No había dicho Scott en alguna ocasión que quería morir con la mirada puesta en su querido Tweed? La cara bajo la máscara se deformó en una mueca burlona. Al menos ese deseo se vería satisfecho.
El jinete volvió la vista hacia el sur, en dirección al cruce de carreteras; esperaba ver aparecer en cualquier momento el carruaje de Scott surgiendo de las colinas. Tan seguro estaba del éxito de su plan que ya contaba mentalmente las monedas que le habían prometido por el crimen; sin embargo, en un instante todo cambió.
Mientras volvía a sonar el grito del arrendajo, esta vez más estridente y dos veces, apareció efectivamente un carruaje en el cruce; pero no llegaba por la carretera de Kelso, sino de Jedburgh, y alcanzaría el puente antes que el coche de Scott.
El enmascarado lanzó un juramento que ponía de manifiesto su bajo origen. ¿No había indicado a sus hombres, apostados más allá del cruce, que vigilaran que ningún otro carruaje pasara por el camino?
La mirada del asesino a sueldo voló atribulada entre el puente y el cruce de carreteras. El carruaje desconocido llegaría al barranco antes que Scott, y serían sus ocupantes los que se precipitarían al abismo. Sus jefes no le pagarían por eso…
El pánico se apoderó del hombre apostado en la colma. Rápidamente saltó de la silla, corrió bajo las ramas colgantes de los fresnos y, aunque se arriesgaba a ser visto, hizo una señal a los hombres que se ocultaban entre los matorrales a cada lado de la carretera. Gesticulando frenéticamente, señaló en la dirección por donde aparecería en unos instantes el otro carruaje.