De nuevo blandió el látigo. Los cascos de los caballos atronaban sobre la desigual carretera mientras arrastraban el carruaje, cuyas ruedas emitían, al saltar sobre las piedras y los baches, unos inquietantes gemidos. Winston solo podía confiar en que resistieran el esfuerzo. Si se rompía una rueda o un eje, todo estaría perdido. Solo tendrían una oportunidad de escapar a sus perseguidores si alcanzaban el puente que se encontraba un poco más adelante. Sobre los lisos tablones, el carruaje avanzaría muchísimo más rápido, y tal vez entonces consiguieran dejarlos atrás.
De nuevo sonó un disparo. Instintivamente Winston encogió la cabeza entre los hombros, consciente probablemente de que sobre el pescante ofrecía un objetivo fácil. El plomo que el bandido había disparado no acertó en el blanco. El cochero se permitió un suspiro de alivio, que, sin embargo, se le quedó atravesado en la garganta cuando volvió a mirar hacia atrás. Los perseguidores habían ganado terreno; ahora estaban solo a diez o quince metros del carruaje.
Tenía que extraer las últimas energías de los caballos si quería llegar al puente antes de que le alcanzaran. Ya se disponía a restallar el látigo, cuando vio cómo la maleza se abría a ambos lados de la carretera y varios enmascarados saltaban a ella, armados con pistolas y sables.
En una reacción instintiva, Winston quiso tirar de las riendas para esquivar a los hombres que le cerraban el paso; pero al momento comprendió que de ese modo echaría a perder definitivamente cualquier posibilidad de escape. Solo quedaba un camino: permanecer en la carretera, no detenerse y romper el cordón de los ladrones.
Winston Sellers no era un hombre particularmente valiente ni muy decidido, pero la situación le transformó. Levantándose a medias en el pescante, blandió el látigo y azuzó a los caballos con gritos estentóreos.
En la carretera los ladrones gritaron, y Winston vio cómo uno de ellos levantaba su pistola. En un abrir y cerrar de ojos saltó la chispa y el arma se disparó. El cochero sintió un dolor agudo, ardiente, en su hombro derecho; el impacto fue tan fuerte que le echó hacia atrás en el pescante, pero no soltó las riendas ni dejó de blandir el látigo.
La pistola del bandido atronó de nuevo, y del segundo cañón del arma voló otra bala, que esta vez erró su objetivo. El carruaje había llegado a la altura de los hombres. Cuatro de ellos se lanzaron gritando hacia un lado, pero el tirador no fue bastante rápido. Los cascos de los caballos lo alcanzaron y lo derribaron, y las pesadas ruedas del carruaje le pasaron por encima aplastándolo.
Un instante después el coche había alcanzado el puente y volaba sobre los maderos bruñidos por la lluvia. A pesar del dolor que le atormentaba y de la sangre que manaba de la herida, Winston Sellers exteriorizó su alivio con un grito ronco; un alivio que, sin embargo, solo duró una fracción de segundo.
Entonces sintió que los maderos cedían bajo el peso del carruaje y escuchó el gemido de la estructura. La supuesta salvación se reveló como una trampa mortal.
Todo ocurrió tan deprisa que incluso al rápido entendimiento de sir Walter le resultó difícil seguir el exacto desarrollo de los acontecimientos.
El carruaje, conducido por un cochero que debía de ser un hombre de una extraordinaria presencia de ánimo, acababa de romper la falange de los ladrones que se habían plantado inesperadamente en su camino y corría a toda velocidad hacia el puente.
Casi simultáneamente, los bandidos cesaron en su furioso ataque y se dispersaron como una bandada de gallinas ante el zorro. Los jinetes izaron a los caballos a sus camaradas que iban a pie; solo dejaron en el suelo al que había sido atropellado por el coche. Luego espolearon a sus monturas y salieron al galope por las colinas.
Y entonces resonó un gemido estremecedor.
Sir Walter miró hacia el puente y fue testigo de un suceso increíble.
Los ocupantes del carruaje, que apenas acababan de escapar a los ladrones, se enfrentaban ahora a un nuevo y mortal peligro. Porque cuando el vehículo llegó al centro del puente, la estructura se derrumbó sobre sí misma.
Desde la posición en que se encontraba, sir Walter no pudo ver dónde había empezado el derrumbe. Con un potente crujido, uno de los puntales cedió. El enorme peso que descansaba sobre los pilares y las vigas de madera que se elevaban sobre las aguas del Tweed ejerció así presión sobre un solo lado. La estructura se desequilibró, y con un terrible estruendo el puente se derrumbó sobre sí mismo.
Justo al lado del carruaje, las vigas se partieron. En el punto de rotura, los maderos de la calzada cedieron, se precipitaron a las profundidades y fueron arrastrados por las espumeantes aguas del río. Las ruedas del coche se hundieron en los agujeros que habían dejado los maderos que faltaban, y la rápida carrera de los caballos quedó bruscamente interrumpida.
Los animales relincharon asustados y su frenética huida se detuvo en seco. Llenos de pánico, tiraron violentamente de sus arneses, impulsados por los gritos estridentes del cochero, que desde su elevado puesto apenas podía comprender qué había ocurrido. En ese instante, toda la construcción central del puente cedió. En una auténtica reacción en cadena, los pilares y las vigas de carga se rompieron como ramas podridas, y el puente se partió por el centro.
Las vigas maestras se quebraron con un crujido espantoso, y la calzada de maderos se abrió y se hundió en las profundidades. La grieta se hacía cada vez más grande. Dominados por el pánico, los caballos relinchaban y trataban de levantarse sobre sus patas traseras, pero los arneses se lo impedían. Parte del suelo había desaparecido bajo sus patas y los animales braceaban ahora en el vacío.
Mientras una mitad del puente se derrumbaba sobre sí misma con un ruido atronador, la parte sobre la que se encontraba el carruaje permaneció unida aún con el borde del barranco. Uno de los pilares resistía con firmeza a las leyes de la física, pero era solo cuestión de tiempo que cediera a la presión. Otras vigas se rompieron, y el camino de madera se inclinó hacia un costado.
El carruaje se deslizó hacia abajo y golpeó contra la barandilla, que de momento resistió el impacto. Una sacudida recorrió el vehículo, y el cochero, que se había sujetado desesperadamente al pescante, perdió el equilibrio. Sus manos se agitaron en el vacío, y gritando, cayó de cabeza al abismo, donde el río se lo tragó.
Los dos caballos, que seguían braceando desesperadamente, retenidos por los arneses, tiraron con violencia del carruaje. La pluma se rompió, y los animales siguieron a su cochero a una muerte segura. En su caída partieron otra viga, y el último pilar que quedaba en pie se inclinó chirriando. Sostenido solo por la deteriorada baranda, el carruaje se balanceó dramáticamente, inclinado sobre el abismo. De su interior surgían gritos estridentes.
– ¡No! -gritó horrorizado sir Walter, que hasta ese momento había confiado en que no viajara nadie en el carruaje. Reflexionando febrilmente, trató de encontrar un modo de ayudar a los ocupantes.
Kitty gritaba fuera de sí.
En el instante en que la calzada del puente se había derrumbado y el carruaje se había deslizado varios metros hacia las profundidades, un grito estridente y prolongado que parecía no tener fin había surgido de su garganta. Mary, en cambio, se esforzaba en conservar la calma, lo que no era precisamente fácil en aquellas circunstancias.
Primero el carruaje se había hundido casi verticalmente, y luego había volcado de costado. Las dos mujeres habían visto entonces con horror cómo Winston se precipitaba al abismo.
– ¡Dios mío, milady! -chilló Kitty, mientras se aferraba con fuerza a su asiento en el fondo del coche, como si aquello pudiera salvarla.