Mary miró por la ventana lateral y vio la barandilla que separaba al carruaje del abismo y que por el momento aún lo protegía de la caída. La madera corroída por el sol y la lluvia había conocido tiempos mejores, y Mary se preguntó instintivamente cuánto tiempo podría resistir ese peso, sobre todo porque ya podían escucharse unos chirridos y crujidos siniestros.
Con cuidado, para no poner en peligro el frágil equilibrio, se atrevió a moverse un poco más hacia delante y echó una ojeada por la ventana. Con espanto constató que el puente acababa justo ante el carruaje; allí, en el lugar donde la calzada habría debido continuar, solo se veían los extremos quebrados de las vigas maestras. Los caballos habían desaparecido. Los animales debían de haberse precipitado a las profundidades junto con su dueño.
El puente se había partido por el centro, y la otra mitad ya se había derrumbado. Solo un capricho del destino parecía haber preservado de momento ese lado. De todos modos, ese capricho podía llegar a su término en cualquier momento, cuando el último pilar que quedaba en pie cediera. O lo que era aún más probable, cuando la vieja madera de la baranda dejara de aguantar.
A pesar del pánico que sentía, Mary era consciente de que no podían permanecer ni un momento más en el carruaje. «Tenemos que abandonar el coche», fue su primer pensamiento.
– Ven, Kitty.
– No, milady. -La doncella sacudía convulsivamente la cabeza; lágrimas de pánico caían por sus mejillas-. No puedo.
– ¡Sí puedes! Sé que puedes hacerlo, Kitty.
La doncella seguía sacudiendo la cabeza tozudamente, como una niña pequeña.
– Moriremos -sollozó-, igual que Winston.
– No, no moriremos -la contradijo Mary en tono resuelto. La expresión de su rostro no tenía ya nada de la distinción de una lady de casa noble. La determinación había hecho que las venas, hinchadas, resaltaran en su frente pálida, y sus ojos dulces revelaban ahora una férrea voluntad de supervivencia-. Tenemos que abandonar el carruaje, Kitty. Si nos quedamos aquí, moriremos.
– Pero… pero… -balbuceó la doncella, que estaba blanca como la cera y temblaba como una azogada. Lágrimas de miedo habían borrado todo rastro de su habitual carácter despreocupado.
También Mary sentía que el corazón iba a estallarle en el pecho; tenía la sensación de que en cualquier momento el suelo desaparecería bajo sus pies, tanto en sentido literal como figurado. Con una disciplina férrea, se esforzó, sin embargo, en recuperar su aplomo y hacer lo único que podía salvarles la vida a su doncella y a ella.
Lentamente se arrastró hacia arriba sobre el banco, hacia el otro lado del carruaje, acompañada por los constantes crujidos de la baranda. De algún modo consiguió descorrer el cerrojo y empujar la puerta hacia arriba. Sobre ella apareció el cielo azul.
– Vamos, Kitty -susurró a su doncella-. Subamos.
– Vaya usted, milady. Yo me quedaré aquí.
– ¿Para hacer qué? ¿Para morir? -preguntó Mary con dureza-. Ni hablar. Vamos, afuera.
– ¡No, milady, por favor!
– ¡Maldita sea! ¡Vas a moverte de una vez, mocosa malcriada! -la increpó Mary, y aunque el tono y las palabras eran más propios de un afilador de cuartel que de una dama, no dejaron de causar el efecto buscado.
Kitty abandonó, titubeante, el rincón donde había permanecido agazapada y cogió la mano de Mary para trepar al exterior del carruaje. De repente se escuchó un fuerte crujido. Mary se dio cuenta, horrorizada, de que la baranda cedía y se doblaba bajo el peso del coche.
Entonces resonó un crujido seco. Uno de los largueros se rompió, y el carruaje se inclinó un poco más hacia el abismo. Pero la baranda aún no había capitulado definitivamente en aquel combate perdido de antemano, y el pesado vehículo seguía aún, literalmente, colgado de un hilo.
Temblando, Kitty miró hacia las profundidades que se abrían tras la ventana.
– Rápido -susurró Mary, y la cogió de la mano para atraerla hacia sí y ayudarla a trepar al exterior del coche.
Kitty se movía con torpeza, estorbada por su vestido de seda. Con una mezcla de paciencia y suave violencia, Mary consiguió empujar a su doncella al exterior. Y después de lanzar una última mirada al vacío que se abría a sus pies, abandonó también el carruaje. Las delicadas manos de Kitty se tendieron hacia ella y la ayudaron a subir. Con los miembros temblorosos, Mary se izó, y a pesar de su amplio vestido, consiguió salir por la abertura por la abertura. Temblando de arriba abajo, las dos mujeres se encontraron acurrucadas sobre la inclinada pared lateral del carruaje; en ese instante comprendieron hasta qué punto era desesperada su situación.
Solo uno de los pilares del puente permanecía intacto y soportaba el último tramo de la calzada, sobre el que se encontraba el carruaje, pero el soporte ya estaba doblado y pronto cedería, arrastrando al abismo al resto del puente, y con él al coche. Consternada, Mary levantó la mirada hacia el borde del abismo. La calzada de madera del puente había caído de lado y colgaba oblicuamente sobre el precipicio; parecía pender solo de unas pocas fibras de madera. Si se rompían, todo habría acabado. Mary percibió el rumor que ascendía de las profundidades, oyó claramente el crujido del pilar, que no soportaría mucho tiempo más la carga.
– Oh, milady -gemía Kitty, mientras miraba horrorizada hacia el abismo-. Milady, milady…
Lo repetía como un conjuro, mientras lágrimas amargas caían por sus mejillas. Mary buscó, desesperada, una salida, pero se vio forzada a reconocer que no había ninguna. No tenían ninguna oportunidad de llegar a la otra orilla, y tampoco podían volver atrás. Un movimiento torpe, un paso en falso, y el pilar cedería.
El miedo y el pánico que antes había combatido con tanto éxito, se apoderaron ahora también de ella. Mary y su doncella se cogieron de las manos para proporcionarse consuelo en los últimos minutos -tal vez los últimos segundos- de su vida. Ambas estaban tan asustadas que no pudieron ver cómo llegaba la salvación, bajo la modesta forma de una cuerda.
Desconcertada, Mary miró fijamente el final de la soga, que formaba un lazo. Instintivamente la sujetó y levantó la mirada hacia el borde del barranco, de donde había llegado. No se veía a nadie, pero un instante después, lanzaron una segunda cuerda. También en este caso, el extremo formaba un lazo.
Una voz apremiante resonó en lo alto:
– ¡Rápido! ¡Rodéense con los lazos!
Mary y Kitty intercambiaron una mirada asombrada. Luego hicieron lo que la voz les ordenaba; pasaron los brazos por dentro de los lazos y se los ciñeron en torno al cuerpo. ¡Justo a tiempo!, porque un instante después la baranda del puente cedía.
Con un sonoro crujido, la desgastada madera se quebró, y el carruaje sobre el que estaban agachadas las dos mujeres se deslizó sobre los maderos inclinados, cayó al vacío y se sumergió en las turbulentas aguas del río.
Mary y su doncella gritaron al sentir que perdían el apoyo bajo sus pies. Por un instante temieron ser arrastradas también al abismo, pero las cuerdas las sostuvieron. Al mismo tiempo sintieron que tiraban de ellas hacia arriba, mientras por debajo el resto del puente, que había perdido por completo la estabilidad, se desmoronaba chirriando.
El gemido del pilar y el ruido de la madera al quebrarse ahogaron el estridente grito de Kitty. Petrificadas por el espanto, las dos mujeres vieron cómo el resto del puente se separaba del borde de la pared y con un estruendo infernal se precipitaba a las profundidades, mientras ellas se balanceaban impotentes sobre el abismo, entre la vida y la muerte.
Pero fuera quien fuese quien aguantaba aún el extremo de la cuerda, no parecía tener intención de soltarla. Bamboleándose sobre el abismo, Mary de Egton y su doncella fueron izadas lentamente, palmo a palmo.
Los gritos de Kitty se extinguieron, y sus habitualmente sonrosados rasgos adoptaron un tono verdoso. Un instante después, perdió el conocimiento; la impresión y el horror de los acontecimientos habían sido demasiado para la doncella. Inmóvil, Kitty colgaba en su lazo, que tiraba a sacudidas de ella, arrastrándola hacia arriba.