Mary aún se mantuvo consciente el tiempo suficiente para vivir la llegada al protector borde de la pared. Con manos temblorosas palpó la roca. Desde arriba, unas manos abrazaron sus muñecas y la ayudaron a alcanzar suelo seguro.
Agotada, se dejó caer en el polvo. Su respiración era irregular, el corazón le latía desbocado, y se dio cuenta de que también iba a perder el conocimiento.
Había visto el final ante sí y apenas podía creer que se había salvado. Le parecía un milagro, y solo quería dirigir una mirada a su misterioso salvador antes de perder por completo la conciencia.
Un rostro apareció sobre ella. Pertenecía a un joven de rasgos un poco ingenuos, pero francos y simpáticos, qué la miraba preocupado.
A este se añadió un segundo rostro, cuyo propietario era unos años mayor. Un mentón ancho de aspecto enérgico adornaba una faz enmarcada por cabellos de un color gris pálido. El escrutador par de ojos despiertos y claros que la miraban de frente podía pertenecer tanto a un erudito como a un poeta.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre, y mientras sus sentidos se enturbiaban, Mary fue consciente de que conocía esa cara.
La había visto en el libro que había leído y que trataba de los hechos valerosos del caballero Wilfred de Ivanhoe. Cuando la inconsciencia cayó sobre ella como un saco grueso y oscuro, pensó que su misterioso salvador no podía ser sino el propio sir Ivanhoe…
7
Cuando Mary abrió los ojos de nuevo, aparentemente no había cambiado nada. La cara seguía flotando sobre ella y miraba preocupada hacia abajo.
– No sé -susurró suavemente-. O bien estoy muerta y en el cielo, o…
– No está muerta, hija mía -dijo la cara iluminada por una dulce sonrisa-. Y esto tampoco es el cielo. Aunque me he esforzado mucho para hacer este lugar lo más agradable posible.
La joven parpadeó, y enseguida se rehízo un poco de su aturdimiento. Estupefacta, constató que ya no se encontraba al aire libre. Estaba tendida en una cama blanda en una amplia habitación, con el techo soportado por vigas de madera decoradas con tallas. Un entablado de madera oscura revestía las paredes y el olor a cera impregnaba el aire.
A través de la ventana, en la parte opuesta de la habitación, el sol penetraba a raudales inundando el espacio con esa luz cálida y amable que solo la primavera puede traer consigo. Un dulce olor llegaba desde fuera: el aroma de unas flores que Mary no conocía, pero que despertaron de nuevo sus ansias de vivir.
Primero percibió el entorno como un sueño lejano y extático; pero a cada instante que pasaba, aumentaba en ella la conciencia de que no se encontraba de ningún modo muerta y en el cielo, sino que era la vida, la realidad, lo que la rodeaba. Y eso significaba también que el hombre que se encontraba de pie junto a su cama y la miraba desde arriba con preocupación no era un ángel sino un ser de carne y hueso. Su heroico salvador…
– No es usted sir Ivanhoe -constató sonrojándose.
– No exactamente.
El hombre del cabello blanco sonrió. Tenía un marcado acento escocés, sin que eso le hiciera parecer rústico. De hecho, Mary tuvo la impresión de que se encontraba ante un perfecto gentleman.
– Por favor, perdone que no haya podido presentarme aún -dijo-. Mi nombre es Walter Scott, milady. A su servicio.
– ¿Walter Scott?
En un primer momento Mary creyó que aún estaba soñando, pero luego comprendió que estaba totalmente despierta y que efectivamente se encontraba frente al autor de las novelas que tanto amaba. Sin embargo, se esforzó en no dejar ver su sorpresa. Había oído decir que a sir Walter no le gustaba sacar a relucir su profesión, y no quería avergonzarle.
– ¿Nos conocemos, tal vez? -preguntó el hombre-. Perdone si no lo recuerdo, milady, pero de vez en cuando parece que mi memoria, de la que tanto me envanezco, me deja vergonzosamente en la estacada.
– No, no, de ningún modo.
Mary sacudió la cabeza, y al hacerlo tuvo la sensación de que un herrero estaba descargando martillazos en el interior de su cráneo. Al mismo tiempo, a su mente volvió el recuerdo de los espantosos acontecimientos que había vivido.
De nuevo experimentó aquellos momentos de terror e incertidumbre. Vio derrumbarse el puente; oyó el crujido de las vigas y los asustados gritos de Kitty; sintió su propio miedo. Sin embargo, era el bienestar de su doncella lo que más la preocupaba ahora.
– ¿Cómo está Kitty? -preguntó-. ¿Está también…?
– No se preocupe -replicó sir Walter-. Se encuentra bien. El doctor le ha administrado un tónico de extracto de valeriana. Duerme.
– ¿Y… Winston?
Sir Walter sacudió la cabeza.
– Lo lamento, milady. El río lanzó a la orilla el cadáver de su cochero un poco más abajo del lugar del derrumbe. No pudimos hacer nada por él.
Mary asintió con la cabeza. Sus ojos se humedecieron, y apartó la mirada cohibida, no porque sus lágrimas la avergonzaran, sino porque su pena le pareció insincera. Por más que lamentara que Winston hubiera perdido la vida, y aunque era consciente de que en gran parte debía su supervivencia al valor y a la presencia de ánimo del cochero, su primer pensamiento no había sido para él, sino para su propio bienestar.
Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora, como si supiera exactamente qué ocurría en su interior.
– No se aflija, milady -dijo en voz baja-. Sé lo que siente, pues yo mismo he vivido ya situaciones como esta. Hace poco uno de mis estudiantes murió en circunstancias trágicas; días más tarde, mi sobrino estuvo a punto también de ser víctima de una desgracia. Y todo lo que pude sentir fue agradecimiento por su salvación. Solo somos seres humanos, milady.
– Gracias -dijo Mary suavemente, y cogió el pañuelo que él le tendía para secarse las lágrimas-. Es usted muy bondadoso, sir. Y nos ha salvado. Si no hubieran estado allí…
– Solo estábamos en el lugar oportuno en el momento justo -le quitó importancia sir Walter, y por un instante a Mary le pareció que una sombra cruzaba por su rostro-. Cualquiera habría hecho lo mismo en nuestro lugar.
– Lo dudo mucho -replicó Mary-. Solo espero que un día pueda devolverle el favor, sir.
– Y yo espero que el Señor no lo quiera, milady -replicó rápidamente sir Walter con una sonrisa traviesa-. ¿Cómo se siente?
– En fin. A la vista de lo ocurrido, podría decirse que me siento bien.
– Me alegra oírlo. -Sir Walter asintió con la cabeza-. Indicaré a una de las sirvientas que le traigan té y pastas -añadió-. Debe de estar hambrienta.
– No demasiado. A decir verdad, tengo el estómago como si me hubiera tragado un saco de pulgas. -La joven se sonrojó y se llevó rápidamente la mano a la boca-. Disculpe, sir. No puedo creer que haya dicho eso.
– ¿Y por qué no? -Sir Walter no pudo evitar una sonrisa-. Créame: demasiadas jóvenes de la nobleza manejan su lengua como si estuvieran pisando huevos. Me parece refrescante que una mujer de noble origen sepa expresarse de un modo un poco creativo.
– ¿Usted… sabe quién soy? -Mary se sonrojó aún más-. Lo cierto es que no me he presentado aún. Debe de considerarme muy descortés.
– De ningún modo, lady Mary -replicó galantemente sir Walter-. Lo descortés habría sido preguntarle por ello. De todos modos, podría decirse que su fama la ha precedido.
– ¿Cómo ha podido…? -preguntó Mary, para darse luego a sí misma la respuesta-. El coche. Mi equipaje…
– Lo que ha podido salvarse del río ha sido traído aquí. Aunque me temo que no podrá disfrutar mucho de ello.
– No tiene importancia. Después de todo lo que ha ocurrido, estoy tan agradecida por estar todavía con vida que no voy a quejarme por un par de estúpidos vestidos.