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– Es muy inteligente por su parte, aunque no precisamente habitual en una joven de buena familia, si se me permite decirlo.

– Me ha salvado la vida, sir -replicó Mary sonriendo-. Naturalmente que le está permitido, y naturalmente tiene razón. No soy precisamente un prototipo de mi condición.

– Puede felicitarse por ello, milady. La mayoría de las jóvenes se habrían asustado tanto en el carruaje que habrían sido arrastradas con él a la muerte. En cambio, usted tuvo suficiente valor para actuar.

– Aún no lo había considerado de este modo -dijo Mary sonriendo de nuevo-. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Un día y una noche -replicó sir Walter.

– ¿Y todo ese rato he estado aquí?

– Perdone que haya actuado a mi manera, milady, pero consideré que lo mejor era traerla a Abbotsford. Aquí se encuentra segura y podrá reponerse de todo lo que le ha sucedido.

– Abbotsford -repitió Mary en voz baja; «la romanza de piedra y mortero»: así solía llamar Walter Scott a su residencia. De nuevo la dominó un cansancio de plomo, y no pudo evitar que sus ojos parpadearan. Vagamente vio cómo sir Walter se apartaba y salía de la habitación; percibió, como desde muy lejos, que había alguien más en la estancia, alguien a quien no había visto hasta ese momento: un joven de pelo rojizo que se frotaba las manos nerviosamente y miraba hacia ella preocupado.

Entonces la fatiga la venció y Mary volvió a dormirse.

Quentin permanecía inmóvil en la puerta. Aunque sabía que aquella conducta no era en absoluto propia de un gentleman, no podía apartar los ojos de la joven.

Mary de Egton -así se llamaba- era la criatura más hechizadora que jamás había visto.

Su figura esbelta, perfecta, la cara hermosa y noble, con los pómulos altos y la nariz un poco curvada hacia arriba -tal vez un poco demasiado atrevida para una dama de la nobleza-, los ojos de un azul acuoso, la boca pequeña y fina y el cabello rubio rizado, que se desplegaba en ondulaciones sobre la almohada; todo le tenía completamente fascinado.

Hasta ese momento, Quentin no se había interesado particularmente por las mujeres; por una parte, probablemente, porque ellas no se habían interesado por él, pero, por otra también, porque su corazón nunca había palpitado por una criatura del sexo femenino. Hasta entonces solo había conocido a las hijas de los burgueses de Edimburgo y a toscas muchachas campesinas; pero Mary de Egton era distinta a cualquier otra mujer que hubiera visto. Si, a partir de ese momento, le hubieran permitido pasar el resto de su vida en el umbral de su habitación y poder estar cerca de ella, su dicha habría sido completa.

A sir Walter no le había pasado desapercibida la fascinación de su sobrino por la joven dama. Que Quentin le pidiera ir a verla ya le había parecido extraño, sobre todo porque su preocupación por el bienestar de la doncella de lady Mary era, visiblemente, mucho menos marcada. Al parecer, la joven Mary de Egton había tomado por asalto el íntegro corazón de Quentin.

Durante todo ese tiempo, el joven no se había atrevido a pisar su habitación, no solo porque lo considerara inapropiado, sino porque era demasiado tímido para hacerlo. Ya solo la mirada que ella le había dirigido poco antes de volver a dormirse había bastado para hacer que su corazón palpitara desbocado y sus mejillas ardieran.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó a su tío susurrando para no despertar a la lady.

– No te preocupes -replicó sir Walter, que no pudo evitar una sonrisa irónica.

Pocas veces había visto a su sobrino mostrarse tan solícito, en especial en relación a una joven. La forma en que permanecía en el umbral y observaba a la dama de su corazón desde lejos le recordó a los personajes de sus novelas, a los caballeros y nobles señores sobre los que escribía y que suspiraban de amor por sus damas. Con la diferencia de que esto no era una novela, sino la realidad, y de que sin duda el final sería distinto al de sus novelas.

– Ha sufrido una conmoción, pero por lo demás está bien -tranquilizó a su sobrino-. El doctor Kerr dice que pronto podrá levantarse.

– Me alegro -dijo Quentin, esforzándose en sonreír-. Faltó poco, ¿verdad?

– Desde luego. -Sir Walter asintió y posó su carnosa mano sobre el hombro del joven-. Con toda esta actividad no he encontrado el momento de darte las gracias, sobrino.

– ¿Darme las gracias? ¿Por qué, tío?

– Hiciste un buen trabajo. Fue idea tuya utilizar las cuerdas de la caja de herramientas del carruaje. Si no hubieras actuado tan deprisa y con tanta abnegación, las dos damas no estarían con vida ahora.

Quentin se sonrojó y no supo qué contestar. Estaba más acostumbrado a que le reprendieran por su torpeza. Recibir alabanzas, y además por un acto como aquel, constituía una nueva experiencia para él.

– No fue nada -dijo modestamente-. A cualquiera se le habría ocurrido.

– En cualquier caso -opinó sir Walter, mientras cerraba con cuidado la puerta de la habitación de invitados-, ayer te comportaste como un auténtico Scott, muchacho.

– Te lo agradezco, tío -dijo Quentin, satisfecho por el elogio-. Pero en realidad no hay motivo para felicitarse por la salvación de las damas. De todos modos hubo una víctima mortal. Y esos bribones escaparon.

– Esto es cierto.

– ¿Ya hay alguna noticia del sheriff Slocombe?

– No -replicó sir Walter, mientras bajaban la escalera y se dirigían hacia el despacho, que, como siempre, olía a leña y tabaco-. Él y su gente siguen ocupados buscando pistas. Y mientras tanto esos bandidos se han esfumado sin dejar rastro.

– ¿Y el inspector Dellard?

– Por lo que he podido saber, no concede ninguna importancia al incidente. Ha dejado que el sheriff se ocupe de ello, aun sabiendo que a Slocombe le supera totalmente esta tarea. Aunque esos tunantes se hubieran escondido en su propia bodega, no los encontraría. El scotch reclamaría toda su atención.

– Es una vergüenza -se indignó Quentin, en un arranque de temperamento poco corriente en él-. Unos viajeros inermes son atacados por una banda de ladrones en pleno día y el sheriff no está en condiciones de atraparlos.

– Tal vez fueran ladrones -dijo sir Walter pensativamente-. Pero también es posible que fueran algo más que eso.

– ¿Qué quieres decir, tío? Llevaban máscaras. E iban armados, ¿no?

– Eso no les convierte forzosamente en ladrones, muchacho; pero posiblemente eso sea lo que debamos suponer.

– ¿Eso crees?

– Posiblemente… Dime, Quentin, ¿cuántas veces en los últimos años se ha producido un asalto en pleno día en Galashiels?

– No lo sé, tío; no hace tanto tiempo que estoy aquí, como sabes.

– Yo te lo diré, muchacho -replicó sir Walter, y el tono conspirativo con que había pronunciado estas palabras hizo que Quentin aguzara el oído al instante-. En los últimos cuatro años no ha habido en el distrito ni un solo asalto tan audaz como este. La comarca se considera, en general, pacificada, y puedo decir que yo, como sheriff de Selkirk, he aportado mi contribución a ello. ¿Y sabes cuántos puentes se han derrumbado en los últimos quince años?

Quentin sacudió la cabeza.

– Ni uno solo -explicó sir Walter-. ¿Entiendes adonde quiero ir a parar?

– Piensas que son demasiados incidentes de golpe -replicó Quentin.

– Has dado en el clavo, sobrino. El sheriff Slocombe considera que el derrumbe del puente fue un accidente, una catástrofe que nadie podía prever; pero yo tengo mis dudas. ¿Y si esos tipos manipularon el puente para hacer que se derrumbara en el momento en que pasaba el carruaje?

– ¿Quieres decir que no eran unos ladrones, sino asesinos a sueldo? -preguntó Quentin con voz apagada.

– Así es -constató sir Walter sombríamente.

– Pero -objetó Quentin después de reflexionar un momento- ¿qué sentido tiene? Esos bandidos trataron de detener el carruaje de Mary…, quiero decir, de lady Mary. ¿Por qué tenían que hacerlo, si en realidad se trataba de conducir al carruaje al puente? Habría bastado con que los jinetes lo acosaran, ¿no?