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– Yo también me he hecho esta pregunta, muchacho -replicó sir Walter, asintiendo aprobadoramente-. Veo que poco a poco mis lecciones de lógica aplicada dan sus frutos. Pero ¿qué ocurriría si el ataque no fuera dirigido, en realidad, contra lady Mary? ¿Si esos enmascarados no hubieran tenido la intención de empujar su carruaje al puente, sino de impedir que lo cruzara?

– ¿Quieres decir que…?-La tez de Quentin adquirió de pronto una palidez insana. Su recién adquirido aplomo parecía haberse desvanecido de golpe.

– Imaginemos por un momento que estos enmascarados tenían el encargo de perpetrar un atentado, un atentado contra un carruaje que sabían que cruzaría el puente. Bajan al barranco y preparan los pilares de modo que soporten el paso de un caminante pero se derrumben bajo el peso de un coche. Y sigamos suponiendo que esta gente, después de realizar el trabajo, se sienta entre la maleza y espera a que el susodicho carruaje se acerque. Y efectivamente llega un carruaje, pero resulta que no es el que habían esperado. Algo no ha salido según lo planeado, y un coche con una joven noble y sus dos sirvientes amenaza con llegar primero al puente. ¿Qué harán los asesinos?

– Tratarán de detener el carruaje -dijo Quentin en voz baja.

– ¡Eso hicieron, justamente, estos hombres! Sin embargo, no lo consiguieron. Para intentar salvar a las dos mujeres, el cochero rompió sus líneas y corrió hacia el puente… Y ya conoces el resto de la historia.

– Esto… suena increíble -replicó Quentin-. Y sin embargo, parece la única explicación que tenga sentido. Pero ¿a quién iba dirigido en realidad el ataque? ¿Quién se sentaba en el otro carruaje y debía precipitarse al abismo con él?

Sir Walter no respondió nada; se limitó a dirigirle una mirada larga y penetrante. Su joven sobrino no dejaba de sorprenderle; a veces por su agudeza, y luego, de nuevo, por su rapacidad para no reconocer lo que era evidente.

– ¿Quieres decir que…? -balbuceó el joven al vislumbrar la terrible verdad.

– ¿Y qué podría ser si no? Recuerda las palabras del inspector Dellard. Nos previno expresamente de que podían atentar contra nuestra vida.

– Es cierto. Pero ¿tan pronto?

– Que yo sepa, los asesinos no se guían por ninguna agenda -replicó sir Walter con amargura-. Todo indica que el ataque era una emboscada cuidadosamente preparada y que el derrumbe del puente no fue una casualidad. Sencillamente no habían previsto que el carruaje de lady Mary pasara por el puente antes que nosotros. Ella y sus sirvientes estaban en mal momento en el lugar equivocado. Si hubiéramos llegado aunque fuera solo unos instantes antes a la encrucijada, habríamos sido nosotros los que nos habríamos hundido al cruzar el puente.

Quentin permaneció inmóvil, como fulminado por un rayo. Su rostro había palidecido aún más y reflejaba un horror indecible. Le temblaron las rodillas, y se dejó caer en uno de los sillones de cuero colocados ante la chimenea. Perdido en sus pensamientos, contempló las llamas mientras repetía una y otra vez:

– El ataque iba dirigido contra nosotros. Solo a una casualidad debemos encontrarnos aún con vida.

– Así lo veo yo también, muchacho -asintió, furioso, sir Walter-. Por lo visto, nuestros adversarios son más poderosos y peligrosos de lo que hasta ahora habíamos supuesto. Yo pensaba que Dellard exageraba, para mantenernos alejados de las indagaciones y tener las manos libres; pero tal como se presentan ahora las cosas, parece que me había equivocado. Nos enfrentamos, efectivamente, a un gran peligro.

– ¿Y qué haremos ahora? -preguntó Quentin abatido.

– Informaremos a Dellard de nuestras conclusiones y le haremos ver que este incidente entra claramente dentro de su jurisdicción. Porque si el caso sigue en manos de Slocombe, los únicos éxitos que podremos presentar al final serán unas cuantas botellas de scotch vacías. Pero primero deberíamos ocuparnos de nuestras huéspedes, como corresponde a hombres civilizados. A lady Mary y a su doncella no debe faltarles de nada aquí, en Abbotsford.

– Comprendo, tío.

– Y… ¿Quentin?

– Dime, tío.

– Ni una palabra de lo que hemos hablado a lady Charlotte. Mi mujer ya tiene bastantes preocupaciones, y la pérdida de Jonathan la ha afectado mucho. No quiero intranquilizarla inútilmente.

– ¿Inútilmente, tío? Una banda de asesinos nos acecha. Un hombre ha muerto y dos damas han salvado la vida de milagro. ¿No crees que existen motivos suficientes para estar intranquilo?

Sir Walter no le contradijo, y Quentin pudo leer en sus ojos que pensaba como él.

– Ya has oído lo que he dicho, sobrino -insistió a pesar de todo-. No quiero que lady Charlotte ni nadie de la casa se entere de lo que hemos comentado.

– Como quieras, tío.

– Bien -asintió sir Walter, mientras por su cabeza cruzaba la idea de que aquel asunto no iba a solucionarse simplemente negándolo.

Al atardecer, Mary de Egton se había repuesto tanto que el doctor le permitió abandonar la cama. También su doncella Kitty estaba totalmente recuperada, aunque los extractos de valeriana que Kerr le había administrado aún frenaban un poco su habitual vivacidad.

Lady Charlotte había querido asumir personalmente la tarea de ocuparse de las dos damas y acompañarlas a visitar la casa y los jardines.

La repentina muerte de Jonathan había afectado profundamente a la esposa de sir Walter y había dejado en ella un extraño vacío. Como no le había sido concedido el don de tener hijos propios, lady Charlotte trataba a todos los estudiantes que Scott acogía en Abbotsford con una atención casi maternal, y los jóvenes que entraban y salían de la casa la apreciaban y la veneraban. Si sir Walter era la cabeza de la casa, acostumbraban decir, su esposa era el corazón. El propio sir Walter repetía continuamente que su espacioso hogar no sería más que una colección de piedras inertes si lady Charlotte no lo llenara de vida, y sus palabras correspondían en todo a la verdad.

La esposa -una dama de mediana edad de figura esbelta y rasgos marcados, dotada de una belleza tranquila y elegante- se ocupaba de la administración de la propiedad. Ella se encargaba de dirigir a la servidumbre y a los jardineros, al cochero y al mozo de cuadras, ayudada en su tarea por el fiel Mortimer, que llevaba muchos años al servicio de la familia Scott y había ascendido de simple mozo de caballos a mayordomo de la casa. Lady Charlotte utilizaba los mismos patrones que su marido para juzgar el valor de un hombre: para ella no era el origen lo decisivo, no era el linaje lo que convertía a una persona en un criatura honorable, sino solo sus actos.

Mientras sir Walter se retiraba para pasar el resto del día en su despacho meditando sobre su última novela -debido a los incidentes de los últimos días se había retrasado considerablemente y debía apresurarse si quería mantener los plazos de entrega del próximo capítulo-, lady Charlotte guió a las dos visitantes por Abbotsford.

La señora de la casa les mostró las espaciosas salas, adornadas con armaduras y pinturas, y luego los jardines, la colección de armas y la biblioteca. Esta última, sobre todo, dejó extasiada a Mary, que, por desgracia, había perdido todos sus libros cuando el carruaje se precipitó a las aguas del Tweed.

Lady Charlotte le permitió echar una ojeada a la biblioteca y pasar allí el tiempo que faltaba para la cena ocupada en la lectura. Mientras Mary no se cansaba de mirar los innumerables tesoros encuadernados en cuero que dormitaban en los estantes, Kitty se dedicó a contemplar a los mozos que trabajaban en el prado segando la hierba con sus brazos desnudos brillando de sudor.

A las siete sonó la campana de la cena, y todos fueron a reunirse en torno a una larga mesa en el espacioso comedor de la residencia. Sir Walter y su esposa habían ocupado, el uno frente al otro, las cabeceras. Junto a sir Walter se sentaban Quentin y Edwin Miles, un joven estudiante de Glasgow que en aquellos momentos residía también en Abbotsford. Los dos puestos a los lados de lady Charlotte, reservados a Mary de Egton y a su doncella, aún estaban libres. Inicialmente, también William Kerr debía quedarse a comer, pero el doctor, del que sir Walter sabía que era un compañero retraído y no precisamente hablador, había preferido volver a Selkirk a última hora de la tarde, después de haber examinado por última vez a las dos jóvenes y de comprobar su estado de salud.