Un sonido de voces amortiguadas llegó del pasillo, y una de las sirvientas introdujo a lady de Egton y a su doncella. Lady Charlotte les había proporcionado prendas de su propio vestuario: vestidos sencillos de seda rojo oscuro y verde, que realzaban la radiante belleza de las jóvenes visitantes. A sir Walter no se le escapó que Quentin se quedó con la boca abierta, admirado, al ver entrar a Mary de Egton en el comedor.
– No sé cuál es la costumbre en Edimburgo -cuchicheó a su sobrino sonriendo con ironía-, pero nosotros, la gente sencilla del campo, cerramos la boca cuando queremos complacer a una dama.
El rostro de Quentin se tiñó repentinamente de púrpura. El joven miró hacia el plato, cohibido, y ya no se atrevió a volver a observar a la joven. Edwin Miles no tenía tantas dificultades para moverse en sociedad. Con los modales de un perfecto gentleman -como quería que le consideraran-, se levantó de su asiento y se inclinó para ofrecer sus respetos a las dos damas. Quentin vio la sonrisa que lady Mary le dedicaba y se sintió irritado. Una nebulosa intuición, que surgía del fondo de su conciencia, le dijo que lo que sentía debían de ser celos. Por primera vez en su vida…
Después de haber sonreído amablemente a todo el grupo, Mary se sentó en su sitio; tras una seña de lady Charlotte, se sirvió el primer plato de la cena.
– Me he decidido por una sopa cazadora -explicó lady Charlotte, mientras las sirvientas dejaban sobre la mesa dos soperas que despedían un aroma delicioso-. Espero haber acertado el gusto de las damas.
– Naturalmente -aseguró Kitty, saltándose las normas de la etiqueta, antes de que Mary pudiera responder-. No sé cómo se sentirán ustedes, pero yo, después de todo lo que ha ocurrido, tengo un hambre de lobo.
– Kitty -siseó Mary reprobadoramente, y su doncella se sonrojó. Sir Walter y lady Charlotte, sin embargo, rieron.
– No se preocupe, lady Mary -la tranquilizó Scott-. En mi casa siempre se aprecian las palabras sinceras. Tal vez en algunas regiones del reino se considere poco elegante, pero aquí, en Escocia, es una vieja tradición decir lo que se piensa. Quizá esta sea una de las razones de los malentendidos que se han dado entre ingleses y escoceses.
– Le agradezco su amabilidad, sir -replicó Mary cortésmente-. Nos ha acogido en su casa y nos ha proporcionado toda la ayuda imaginable. Si no fuera por usted, Kitty y yo no estaríamos aquí sentadas. Nunca podré agradecérselo lo suficiente.
– No me lo agradezca demasiado -replicó sir Walter, y de nuevo una sombra pareció cruzar por su rostro-. Quentin y yo solo hicimos lo que exigían las circunstancias. Pero antes de cenar, recemos y demos gracias al Señor. Y pensemos también en aquellos que ya no están entre nosotros.
A Mary le pareció que la luz de la chimenea y de las velas de los candelabros disminuía de pronto, como si la sombra en los rasgos de sir Walter se extendiera por toda la habitación. La tristeza se apoderó de los corazones de todos los presentes, que inclinaron la cabeza y juntaron las manos en un mudo recuerdo.
– Señor -dijo sir Walter en voz baja-, nosotros no conocemos tus designios y no tenemos entendimiento suficiente para comprenderlos. En tu sabiduría y tu bondad has preservado a estas dos jóvenes de la muerte y las has conducido hasta nosotros sanas y salvas. Rogamos por las almas de aquellos que ya no están entre nosotros. Por Jonathan Milton y Winston Sellers. Ambos cumplieron con su deber hasta el último momento, cada uno a su modo. Acéptalos contigo en tu reino y condúcelos a la justicia eterna. Y protege a los que nos hemos reunido aquí a esta mesa de todo el mal que acecha al borde del camino. Amén.
– Amén -resonó alrededor.
Mary, que había bajado la mirada, levantó los ojos parpadeando.
La habían prevenido contra los escoceses católicos, contra el fanatismo que a veces provocaba en ellos su tendencia a la religiosidad, pero no había apreciado nada de aquello en la oración de sir Walter. Lo que había visto y oído era solo emoción, el dolor compartido de alguien a quien no le importaba si uno era protestante o católico, inglés o escocés. En la imagen del mundo de Walter Scott -y Mary había sacado aquella impresión también de la lectura de sus novelas- se trataba siempre de personas, y no de confesiones o razas.
Mary captó la mirada que le lanzaban desde el otro extremo de la mesa. Era el joven que le había llamado la atención poco antes de que cayera de nuevo en un sueño profundo y del que ahora sabía que era el sobrino de sir Walter.
– He oído que estaba usted muy preocupado por mi estado, joven señor -dijo, dirigiéndole una sonrisa.
– Esto es decir poco. -Lady Charlotte sonrió suavemente-. El buen Quentin ha estado montando guardia todo el tiempo ante su habitación, lady Mary.
– Y mientras lo hacía también lanzaba alguna mirada a su interior -replicó Mary, y la sonrisa que le dirigió hizo que la pálida cara de Quentin se ruborizara.
– Per… perdone, milady -balbuceó-. No era mi intención avergonzarla.
– Y no era mi intención avergonzarle, estimado señor Quentin -replicó ella-. Al contrario, Kitty y yo le debemos mucho. Según me han dicho, fue usted quien tuvo la idea salvadora de la cuerda.
– Bien, yo…
Quentin no sabía qué debía replicar a aquello. Tímidamente, apartó la mirada y removió la sopa con la cuchara de plata. La sopa cazadora era uno de sus platos preferidos, pero aquel día le era casi imposible tragar una cucharada; por un lado, porque el reciente descubrimiento de sir Walter le corroía por dentro como una úlcera, y por otro, porque la encantadora compañía de lady Mary se encargaba de hacerle actuar como un completo necio.
El gallardo Edwin Miles, que en Edimburgo había frecuentado ya los círculos distinguidos de la sociedad, no tenía tantos problemas como él. El joven carraspeó ligeramente y luego, con un gesto galante, alzó su vaso para hacer un brindis.
– Aunque no soy el señor de la casa, sino solo un huésped indulgentemente soportado, querría permitirme un brindis. Bebamos a la salud de estas dos jóvenes damas que el Señor ha conducido sanas y salvas hasta nosotros. Y naturalmente por sir Walter y Quentin, que han tenido una no desdeñable participación en ello.
– Por sir Walter y Quentin -dijo Mary, y alzó igualmente su vaso.
También Quentin, que por fin sabía cómo tenía que comportarse, quiso levantar su copa, pero al hacerlo rozó con el codo el vaso de sir Walter y lo derribó, derramando el borgoña sobre el inmaculado mantel.
Lady Charlotte dejó escapar una risa benévola; Kitty rió entre dientes, divertida por su torpeza, y Edwin Miles, que tenía, con todo, suficiente mundo para contener la risa, se tapó la boca con la mano. Quentin habría deseado que la tierra se lo tragara.
¿Por qué había tenido que abandonar Edimburgo y lanzarse en busca de aventuras? Porque eso era, principalmente, lo que había buscado. Le dolía estar siempre sentado en casa escuchando relatos acerca de los grandes actos de sus hermanos. Sin embargo, en ese instante deseaba con todas sus fuerzas encontrarse de vuelta con su familia. Ese no era su mundo; no lo era en absoluto. A más tardar después del incendio de la biblioteca, debería haber reconocido las señales y volver a Edimburgo. Ladrones encapuchados que acechaban al borde de las carreteras, puentes que se derrumbaban y asesinos a sueldo; todo aquello era más de lo que un espíritu sencillo podía encajar. Y por si eso no bastara, ahora había aparecido esa mujer que ponía todo su mundo patas arriba. En su presencia se comportaba como un patán.