Выбрать главу

Ahí estaba, sentado a la mesa rojo como un pimiento, cuando el joven Miles, como si extrajera alguna ventaja personal de hurgar aún más en la herida, dijo refocilándose:

– Vaya, me parece que nuestro buen Quentin está un poco torpe esta noche.

– ¿Y qué importa? -replicó Mary enseguida-. Tal vez el joven señor Quentin no ande sobrado de habilidad en la mesa, pero ayer demostró poseer toda la presencia de ánimo y todo el valor que una mujer pueda desear hallar en un hombre.

La sonrisa que le dirigió fue tan amistosa y cautivadora que Quentin se sintió mejor instantáneamente, y Edwin se batió en retirada como un perro ladrador al que acaban de pisar la cola.

– Según me ha dicho mi esposa, se ha interesado usted mucho por la biblioteca, ¿no es cierto, lady Mary? -intervino sir Walter para cambiar de tema.

Los comensales habían acabado el primer plato y las sirvientas retiraron los servicios. Del estrecho corredor que desembocaba en la cocina, llegaba ya el olor fuerte y dulzón del asado de faisán con salsa de bayas.

– Es verdad. -Mary asintió con la cabeza-. Tiene usted una colección realmente impresionante, sir. Si me lo permite, me gustaría volver cuando tenga tiempo libre, para disfrutarla con más calma.

– Pues eso no es nada -intervino Quentin quizá demasiado rápido, aunque en esta ocasión consiguió, al menos, enlazar dos frases seguidas-. Lo que ha visto era solo la biblioteca de consulta. La verdadera biblioteca es aún mucho mayor. Si mi tío me lo permite, podría hacerle de guía y mostrársela, lady Mary.

– Naturalmente que lo permito -dijo sir Walter-. Ya le he dicho a lady Mary que debe sentirse como en su casa en Abbotsford.

– Gracias, señores. Es una agradable sensación sentirse en casa. Porque en realidad puede decirse que en este momento no tengo un hogar.

– ¿Cómo debemos entender eso?

– Cuando ocurrió esa terrible desgracia, me encontraba de camino a Ruthven, donde espero encontrar un nuevo hogar; pues, cumpliendo los deseos de mis padres, debo casarme con el joven laird de Ruthven.

Quentin se quedó atónito. Sencillamente no quería dar crédito a sus oídos. ¿Esa criatura hechizadora estaba ya comprometida e iba a casarse con un joven noble? Los sueños con olor a rosas de Quentin, las esperanzas que se había forjado durante unos breves momentos se desvanecían de golpe en el aire.

– Disculpe mi franqueza, milady, pero por la forma en que lo dice, no parece que sea también su voluntad casarse con el laird de Ruthven -dijo sir Walter.

– Si le he dado esta impresión, lo lamento -replicó enseguida la joven con elegancia-. No soy quién para poner en cuestión la decisión de mis padres. De todos modos, aún no conozco al laird de Ruthven, de modo que no sé qué me espera.

– ¿Está usted prometida a un hombre al que ni siquiera conoce? -preguntó Quentin, incrédulo-. ¿A alguien a quien nunca ha visto?

– En los círculos de donde procedo, esto es lo habitual -replicó Mary-, y como buena hija debo inclinarme ante la voluntad de mi familia, ¿no le parece?

– Desde luego -dijo Quentin, y volvió a sonrojarse-. Lo siento, no quería ofenderla.

– No me ha ofendido, mi querido señor Quentin -dijo ella, y por un breve instante sus miradas se cruzaron-. A veces los extraños pueden comprendernos mejor que las personas que nos son próximas -continuó-, pero esto no importa ahora. Me he acomodado a los deseos de mi familia y encontraré un nuevo hogar en el castillo de Ruthven. Lo único que lamento es que casi todo lo que traía conmigo de mi antigua vida se ha hundido en las aguas del río.

– Debe de ser terrible perderlo todo -dijo compasivamente lady Charlotte-. Vestidos y joyas, todo lo que una lady más aprecia.

– No lo lamento por mis vestidos -aseguró Mary-, pero echo en falta mis libros. Aunque debería estar contenta de haber salido con vida. No sé si pueden comprenderlo, pero tengo la sensación de haber perdido a unos buenos amigos.

– Naturalmente que lo comprendo -le aseguró sir Walter-. Posiblemente nadie pueda comprenderlo mejor que yo. Una buena novela es, de hecho, como un amigo, ¿no es cierto?

– Es verdad.

– ¿Qué estaba leyendo últimamente?

– Una novela muy emocionante que se desarrolla en la Edad Media inglesa. Se llama Ivanhoe.

– ¿Y bien? ¿La entretuvo el libro? -preguntó sir Walter sin mover una ceja.

– Desde luego -confirmó Mary-. El novelista que redactó la obra, por otra parte, es un escocés.

– ¿Un escocés? ¿Le conozco tal vez?

– Diría que sí, sir Walter -replicó Mary sonriendo-; porque a pesar de que el autor de la novela ha preferido permanecer anónimo, sé muy bien que fue usted quien la escribió.

No era fácil que sir Walter se quedara sin palabras, pero en esta ocasión se quedó realmente mudo de estupefacción.

Aunque no le gustaba alardear de su condición de escritor, Scott no había podido evitar que en los últimos años menudearan los comentarios acerca de la identidad del creador de las aventuras de Ivanhoe y de otros personajes novelescos; de modo que no intentó negar su autoría, con mayor razón aún porque el elogio de la joven le halagaba.

– Por favor, no se enoje porque no se lo haya dicho enseguida, sir Walter -le rogó Mary-. No lo he hecho por falta de respeto, pues considero que sus novelas son obras maestras. He leído todas las que he podido procurarme, y no conozco a nadie que pueda vestir con palabras los sentimientos de los tiempos pasados de una forma tan cautivadora como usted. Al leer sus libros, una tiene la impresión de que siente como sus héroes, de que en su pecho late un corazón que no ha olvidado valores como la dignidad y el honor, tampoco en estos tiempos.

Sir Walter estaba acostumbrado a ser criticado. En Edimburgo existían no pocos autodenominados especialistas que creían reconocer en sus obras tal o cual defecto y se erigían en jueces de su arte; nunca había recibido un cumplido que pareciera llegar de tan hondo como el de lady Mary.

– Se lo agradezco, milady -dijo con sencillez.

– No, sir, yo se lo agradezco a usted; pues sus novelas me han ayudado a no perder la esperanza en estos últimos años y siempre me han acompañado, incluso aquí, en una tierra extraña.

– Si mis novelas le han gustado, lady Mary, si la han emocionado, no es usted una extraña en esta tierra. -Sir Walter sonrió, y su voz tembló un poco cuando continuó diciendo-: Como podrá comprobar, en Abbotsford no faltan libros precisamente. Si me lo permite, será para mí un placer ofrecerle algunos ejemplares de mi biblioteca.

– Es muy amable de su parte, sir, pero no puedo aceptarlo de ningún modo. ¡Demasiado ha hecho ya por mí!

– Acéptelos tranquilamente, hija mía -dijo lady Charlotte, y una sonrisa divertida se dibujó en su dulce rostro-. Si mi esposo ha decidido separarse de algunos de sus queridos libros, debería aprovechar la ocasión enseguida antes de que vuelva a la razón y cambie de opinión.

Todos rieron, y más que nadie la víctima de la broma. Al resplandor de las velas, los contertulios siguieron charlando mientras las sirvientas traían el siguiente plato.

En torno a la mesa se intercambiaron ideas y se disfrutó de momentos de despreocupación; por unas horas pareció que las oscuras nubes que se habían acumulado sobre Abbotsford se hubieran disipado.

A la mañana siguiente, Mary de Egton y su doncella partieron de Abbotsford.

Como, por desgracia, su carruaje estaba destrozado, sir Walter había hecho enganchar uno de sus tiros de cuatro caballos y lo había puesto a disposición de las mujeres para el viaje. El cochero lo devolvería en cuanto hubiera dejado a lady Mary y a su doncella a salvo en Ruthven. Además Scott envió a dos sirvientes a caballo como escolta, no tanto porque temiera que las damas pudieran ser víctimas de un asalto, sino porque no quería que sintieran ningún temor. El cadáver de Winston Sellers fue llevado de vuelta a Egton, donde descansaría en paz cerca de su familia.