Выбрать главу

– ¿De qué está hablando?

– Hablo de que el gobierno, desde hace algunos años, está haciendo todo lo posible para civilizar esta tierra dejada de la mano de Dios y de que, por parte de la población, se le ponen continuamente obstáculos en el camino. Y esto sucede a pesar de que a esta gente no le podía pasar nada mejor que les sacaran de estos yermos para reasentarlos en la costa, donde hay tierra fértil y trabajo, ciudades en las que puede llevarse una vida que merezca ese nombre.

– Si está aludiendo a las Highlands Clearances… -empezó sir Walter.

– ¡Eso hago justamente! Hablo de derrochar el dinero de los impuestos de honrados ciudadanos para facilitar una vida mejor a unos testarudos escoceses. ¿Y cómo lo agradecen? Con revueltas, crímenes y asesinatos.

Con el alma en vilo, Quentin seguía la conversación, que iba degenerando progresivamente en disputa. Sabía que Dellard, con su frívolo discurso, estaba tocando un punto sensible en el temperamento normalmente equilibrado de su tío.

Naturalmente, también Quentin estaba informado de las acciones de evacuación de población que se desarrollaban en las tierras altas desde hacía ya varios años. Seducidos por las promesas de los ricos criadores de ovejas, que se declaraban dispuestos a pagar altos arrendamientos por sus terrenos, muchos terratenientes habían aceptado desalojar a los hombres que habitaban sus tierras. Los lugareños eran forzados a abandonar su hogar y trasladarse a regiones costeras, y no era raro que a quien se negaba a hacerlo le quemaran la casa con él dentro. La situación era particularmente conflictiva en el condado de Sutherland, donde el inglés Granville imponía su ley y los representantes judiciales tenían el apoyo de los militares. Sir Walter se había declarado repetidamente contrario a los reasentamientos, pero sus opiniones no habían encontrado eco entre los implicados, reacción en la que sin duda influía que muchos nobles escoceses defendiesen las medidas, que llenaban sus bolsillos.

– No tengo ningún inconveniente en llamar a las cosas por su nombre, inspector -dijo sir Walter, que parecía contenerse con dificultad-, pero no me gusta que se distorsionen. En el curso de las evacuaciones en las tierras altas, muchos campesinos escoceses fueron y son deportados con métodos brutales y contra su voluntad de sus tierras ancestrales para ser trasladados a la costa; y todo eso solo para que sus antiguos señores de los clanes puedan arrendar la tierra a ricos criadores de ovejas del sur.

– ¿Tierras ancestrales? Está hablando usted de suelos pobres y piedras desnudas.

– Estas piedras, apreciado inspector, son la patria de estas personas, el lugar que habitan desde hace cientos de años. Es posible que las intenciones del gobierno sean honorables, pero no justifican de ningún modo semejante actuación.

– ¿Está justificando, pues, que una banda constituida por estos patanes sin tierra recorra el país asesinando y asolándolo todo? -replicó Dellard airadamente.

Sir Walter inclinó la cabeza.

– No -dijo en voz baja-, no lo hago. Y me avergüenzo de que los que se encuentran tras estos viles ataques sean compatriotas míos. Pero ¿está realmente seguro de que es así?

– Persigo a estos criminales desde hace años -dijo Dellard-. Son fanáticos. Nacionalistas que se envuelven en cogullas y merodean por el país. Pero esta vez les estoy pisando los talones. Estoy a punto de atraparlos.

– ¿Fue también esa gente la que asesinó al pobre Jonathan?

– Así es.

– ¿Y fueron los que estuvieron a punto de acabar con la vida de mi sobrino?

– Lamento que tenga que enterarse de todo esto, sir Walter; pero no me ha dejado otra opción. Mi intención es protegerles, a usted y a su familia, y preservarles de influencias dañinas. Pero debe dejar que haga mi trabajo.

Sir Walter calló. Quentin, que a esas alturas conocía bastante bien a su tío, pudo ver que las palabras de Dellard le habían dado que pensar. A Quentin, en cambio, las explicaciones del inspector le habían impresionado menos. La idea de que tras aquellos incidentes se encontraran unos campesinos levantiscos y de que el misterioso fantasma con el que se había tropezado en la biblioteca fuera una persona de carne y hueso más bien le tranquilizaba.

Sir Walter, con todo, no parecía dispuesto a darse por satisfecho.

– Esto no tiene sentido -objetó-. Si efectivamente se trata de rebeldes, ¿por qué han puesto sus miras en mí? Todo el mundo sabe que me opongo a las Clearances y que nunca lo he ocultado, ni siquiera ante los representantes del gobierno.

– Pero también es sabido que simpatiza con la Corona, sir. Gracias a su influencia, la forma de vida escocesa se ha puesto de moda en la corte y el rey planea una visita a Edimburgo. Es evidente que de este modo, le guste o no, se ha ganado la enemistad de los rebeldes.

– ¿Y por qué unos campesinos rebeldes deberían quemar una biblioteca? Lo lógico es pensar que el principal interés de unos hombres expulsados de sus tierras es llenar sus estómagos hambrientos.

– ¿Espera que le explique qué traman unos ladrones que se mueven a salto de mata? Son rebeldes, sir Scott, estúpidos campesinos que no se preguntan por el sentido de sus crímenes.

– Estos hombres se arriesgan a acabar en la horca, inspector. De modo que es lógico suponer que persiguen un objetivo con sus actuaciones.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– Con esto quiero decir que su teoría no me convence, inspector Dellard, porque faltan pruebas decisivas que la apoyen. Yo, en cambio, le he proporcionado repetidamente indicios y declaraciones de testigos, pero usted no se ha interesado por ellos.

– ¿Qué declaraciones? -Dellard lanzó una ojeada despreciativa a Quentin-. El relato de un joven que estaba tan asustado que apenas puede recordar nada con precisión. Y una historia rocambolesca sobre no sé qué viejo signo. ¿Espera usted que presente algo así a mis superiores?

– Ningún signo, sino una runa -le corrigió sir Walter-. Y a pesar de todo lo que ha dicho, sigo sin estar convencido de que esta runa no esté relacionada con lo que ha ocurrido aquí.

– Es libre de hacerlo -replicó Dellard, y su voz sonó tan helada que Quentin se estremeció-. No puedo obligarle a que crea en mi teoría, aunque sin duda tengo más experiencia que usted en la lucha contra el crimen y estoy desde hace tiempo tras la pista de estos bandidos. Si lo desea, puede elevar una queja contra mí ante el gobierno. Pero hasta ese momento, sir, soy yo quien dirige las indagaciones y no permitiré que nadie me diga cómo tengo que actuar.

– Le he ofrecido mi ayuda, eso es todo.

– No necesito su ayuda, sir. Sé que existen algunos círculos en la corte que simpatizan con usted pero yo no formo parte de ellos. Yo soy un oficial, ¿me comprende? Estoy aquí porque tengo una tarea que cumplir, y eso haré. Actuaré con dureza contra esa cuadrilla de campesinos y les mostraré quién manda en esta tierra. Y a usted, sir Walter, le aconsejo encarecidamente que se retire a Abbotsford y permanezca allí. No puedo, ni quiero, decirle más.

– ¿Considerará, al menos, la posibilidad de destacar a algunos de sus hombres para la protección de Abbotsford?

– Eso no será necesario. Ya nos encontramos tras la pista de los malhechores. Dentro de poco los tendremos cogidos en la trampa. Y ahora le deseo buenos días, sir.

Dellard volvió a sentarse tras su escritorio, se volvió hacia los documentos que había estado examinando antes de que llegaran y no volvió a dirigirles la mirada, como si ya hubieran abandonado la habitación.

Sir Walter apretó los puños y por un momento Quentin temió que su tío perdiera los estribos. Los acontecimientos de los últimos días, empezando por la muerte de Jonathan, siguiendo con el incendio de la biblioteca y acabando con el atentado en el puente, habían afectado a sir Walter más de lo que quería admitir, y Quentin -aunque a regañadientes- tuvo que reconocer que incluso su tío, conocía lo que era el miedo.