Tal vez no fuera tanto la preocupación por su propio bienestar lo que le quitaba el sueño, sino la inquietud por la seguridad de su familia y de la gente que se encontraba a su servicio. Y Dellard no movía un dedo para disipar esos temores.
Sir Walter se volvió bruscamente, cogió su sombrero y abandonó el despacho del inspector.
– Este hombre oculta algo -dijo en cuanto estuvieron de nuevo en la calle.
– ¿A qué te refieres, tío? -preguntó Quentin.
– No sé qué es, pero creo que Dellard sigue sin decirnos todo lo que sabe sobre esos rebeldes.
– ¿Y qué harás ahora?
– Dos cosas. Por una parte, enviaré una carta a Londres para protestar por la obstinada actitud de Dellard. Para ser alguien que ha sido enviado para protegernos, es decididamente arrogante. Y tampoco la actitud que adopta hacia nuestro pueblo me gusta.
– ¿Y por otra?
– Volveremos a visitar al abad Andrew. En nuestra última conversación tuve la sensación de que también él sabe más de lo que quiso decirnos. Tal vez ahora, bajo la impresión de los últimos acontecimientos, cambie de opinión y rompa su silencio.
Quentin se limitó a encogerse de hombros. Sabía que no serviría de nada contradecirle. También en su empecinamiento a la hora de mantener sus decisiones, sir Walter era un escocés de pura cepa.
Así, tomaron de nuevo el camino de la abadía. Quentin observó con satisfacción que las calles de la ciudad estaban muy animadas esa mañana, lo que parecía excluir la posibilidad de que pudieran ser víctimas de una nueva emboscada. De todas formas, el joven se descubrió dirigiendo miradas más escépticas de lo habitual a las personas con las que se cruzaban o que se encontraban paradas en las callejuelas. El incidente de la biblioteca y los acontecimientos en el puente le habían hecho desconfiar de todo lo que le rodeaba. Para el cándido joven, aquel era un cambio muy notable, aunque Quentin no sabía si considerarlo positivo o negativo. En cualquier caso, al menos era útil.
Desde el portal del monasterio fueron conducidos de nuevo al primer piso. Esta vez encontraron al abad Andrew abstraído en la oración.
El monje que les había introducido les pidió con voz susurrante que esperaran a que el abad hubiera acabado su breviario. Sir Walter y Quentin atendieron cortésmente la petición. Mientras aguardaban, Quentin tuvo ocasión de echar una ojeaba al despacho sencillamente amueblado del religioso Su mirada se posó en una colección de libros antiguos y rollos de escritura, algunos de los pocos ejemplares que habían podido ser rescatados de la biblioteca quemada. El abad Andrew no era solo un hombre de fe y el superior de la congregación de Kelso, sino también un científico y un erudito.
El monje acabó su oración con el signo de la cruz y se inclinó hasta el suelo. Luego se levantó de su posición arrodillada y volvió a inclinarse ante la sencilla cruz que colgaba, como único adorno, de la pared encalada. Solo entonces se volvió hacia sus visitantes.
– ¡Sir Walter! ¡Joven señor Quentin! Qué feliz me siento de volver a verles sanos y salvos después de todo lo que ha sucedido. Doy las gracias al Señor por ello.
– Buenos días, reverendo padre. Veo que ya ha oído hablar del incidente.
– ¿Y quién no? -replicó el religioso, y sonrió a su modo benévolo e indulgente-. Cuando el sheriff Slocombe trabaja en un caso, todo Kelso suele estar informado del estado de las investigaciones.
– Entonces ya imaginará por qué estamos aquí.
– ¿Para rogar al Señor por la pronta detención de los malhechores?
Raras veces, en el tiempo que llevaba en Abbotsford, Quentin había visto que sir Walter se enmudeciera ante nadie, pero esa fue una de las pocas ocasiones en que pudo hacerlo. El joven no pudo sustraerse a la impresión de que eso justamente era lo que había pretendido el abad Andrew.
– No, estimado abad -admitió, sin embargo, sir Walter-. Estamos aquí porque buscamos respuestas.
– ¿Y quién no? La búsqueda de respuestas ocupa la mayor parte de nuestra vida.
– Supongo que así es -replicó sir Walter-, y me temo que si no las consigo pronto, mi vida no será muy larga.
– Habla con mucha tranquilidad de cosas muy serias -constató el abad en un tono de ligero reproche.
– Mi tranquilidad es solo externa, estimado abad, puede creerme -dijo sir Walter-. En realidad me invade una profunda preocupación, no tanto por mí mismo como por las personas que más aprecio. Ya he perdido a una, y hace unos pocos días, un desconocido también encontró la muerte. Este asunto está adquiriendo una gravedad cada vez mayor, y eso me inquieta.
– Comprendo su angustia, sir Walter, y naturalmente les incluiré en mis oraciones. Pero me pregunto por qué ha venido a verme. Me parece que en este caso el inspector Dellard es la persona más indicada para…
– Ya hemos ido a ver al inspector Dellard -intervino Quentin de improviso, porque tenía la sensación de que debía ayudar a su tío de algún modo. Con todo, el joven no dejó de sorprenderse por su atrevimiento.
– Nos ha contado una historia abstrusa según la cual unos campesinos levantiscos de las Highlands serían los responsables de los ataques -añadió sir Walter a modo de aclaración.
– ¿Y usted no le cree?
– No tiene sentido. Dellard no ha concedido ninguna importancia a la declaración de Quentin ni a mis observaciones y se aferra tozudamente a su propia teoría.
– Usted alude al asunto de la runa…
– Sí, estimado abad. Estas son las respuestas que buscamos.
– ¿De mí?
– Sí, reverendo padre. Para serle franco, esperábamos que pudiera decirnos algo más que en nuestra última visita.
– Les he comunicado todo lo que sé al respecto. Pero también les dije que si se ocupaba demasiado de estas cosas invocaría a la desgracia y poco después usted mismo pudo experimentar cuánta razón tenía. De modo que esta vez escuche mi consejo, sir Walter. Procede del corazón de un hombre que siente un gran afecto por usted y su familia.
– No tengo ninguna duda sobre ello, y ya sabe que también yo he tenido siempre en gran estima al convento. Pero no son buenos consejos lo que necesito, sino respuestas. Tengo que saber qué se oculta tras esa runa. Dellard no cree en ello, pero yo estoy convencido de que el signo y esos amenazadores incidentes están relacionados.
– ¿Qué le hace estar tan seguro?
En la voz del religioso podía percibirse un ligero cambio. Ahora ya no parecía tan tranquila y benevolente, lo que Quentin atribuyó al efecto de una tensión creciente.
– No estoy en absoluto seguro, estimado abad. Mi sobrino y yo erramos a través de un laberinto de indicios inconexos y buscamos las relaciones que faltan. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos en esto, porque, para ser sinceros…
– ¿Sí?
– … tuve la impresión de que sabe usted un poco más de lo que quiso revelarnos -confesó sir Walter con su habitual franqueza-. Sé que no abrigaba malas intenciones al callar, sino que lo hizo porque quería tranquilizarnos. Pero ahora sería importante saberlo todo. Es más fácil prepararse para un peligro cuando se sabe de dónde llega la amenaza.
– ¿De modo que se dio cuenta? -El abad alzó las cejas, sorprendido.
– Una de las exigencias de mi oficio es aprender a interpretar los cambios en la mímica y la gestualidad. Me precio de haber adquirido algunas capacidades en el elevado arte de la observación, y en su caso, reverendo, me pareció claro que no nos lo había dicho todo sobre la runa de la espada.
El superior miró primero a sir Walter y después a su sobrino. Respiró unas cuantas veces antes de recuperarse de su sorpresa. Y luego dijo:
– Callar las cosas y ocultar secretos no es propio de un religioso. Aunque no existe ningún voto que nos comprometa con la verdad, el Señor siempre nos ha llamado a dar un testimonio sincero ante los demás. Por eso no voy a negar que tiene razón, sir Walter. Conozco ese signo que me mostró, y ya lo había visto antes.