– ¿Por qué no nos los dijo?
– Porque no quería que les ocurriera nada, ni a usted ni a su sobrino. Esta runa, sir Walter, pertenece al reino del mal. Procede de una época pagana, y nunca trajo nada bueno a los hombres. Me temo que deberá contentarse con esto, porque no puedo, ni debo, decirle más.
– Lo lamento, abad Andrew, pero de ningún modo puedo contentarme con lo que me ha dicho. Tengo motivos para suponer que esta runa y el atentado en el puente están relacionados, y debo descubrir qué se oculta tras esto.
– No parece que el inspector Dellard crea en esta relación.
– No -confirmó sir Walter malhumorado-. El está convencido de que la runa no tiene nada que ver con los hechos que han sucedido.
– ¿Por qué no acepta su explicación? En mi opinión, el inspector es un investigador cauteloso y experimentado, que goza de la confianza del gobierno y también de los terratenientes.
– Porque abrigo la sospecha de que el inspector está más interesado en utilizar los acontecimientos como pretexto para actuar contra los rebeldes que en esclarecerlos realmente -respondió sir Walter con franqueza.
– Esta es una grave inculpación.
– No es una inculpación. Es una sospecha que revelo a un buen amigo. Usted y yo estamos interesados en la verdad, estimado abad; pero no estoy tan seguro en lo que concierne a Dellard.
De nuevo se produjo una pausa, en la que la mirada de Quentin pasó de un hombre a otro.
Los dos habían dejado claro su punto de vista, y Quentin no sabría decir quién había aportado los argumentos más convincentes. Tanto en la figura de sir Walter como en la del abad había algo que infundía respeto, y Quentin estaba intrigado por saber quién de los dos acabaría por salirse con la suya.
Teniendo en cuenta el asunto de que se trataba, Quentin ni siquiera estaba seguro de querer que fuera su tío quien impusiera su voluntad…
– Respeto sus intenciones, sir Walter-dijo finalmente el abad-, y sé lo que siente. Pero no puedo decirle más de lo que ya le he dicho. En todo caso me gustaría advertirle una vez más: la runa es un signo del mal. La muerte y la ruina caen sobre aquel que sigue sus oscuras sendas. Dos hombres han encontrado ya la muerte, y ha faltado muy poco -y el abad miró hacia Quentin- para que tuviéramos que lamentar más víctimas. Siéntase agradecido por aquellos que todavía están entre nosotros y deje las cosas como están. A veces -añadió el abad en tono solemne-, los hombres obtienen una ayuda con la que no habían contado.
– ¿De qué está hablando? -preguntó sir Walter con sarcasmo-. ¿De mi ángel de la guarda?
– Estoy plenamente convencido de que el Todopoderoso extiende su mano protectora sobre nosotros, sir Walter, incluso en tiempos sombríos como estos. Olvide lo que ha visto y oído, y confíe en que Dios le protegerá a usted y a los suyos. Le pido, no, le imploro, que olvide la runa. No solo por usted mismo. Piense también en su familia.
El abad había hablado en voz baja, recalcando cada palabra. A Quentin se le había puesto la piel de gallina al oírlo, y también su tío, normalmente tan equilibrado y sereno, parecía afectado por las palabras del monje.
La muerte y la ruina, una runa que pertenecía al reino del maclass="underline" Quentin se estremecía ante aquellas palabras, y no habría tenido ningún problema en borrar para siempre aquel asunto de su mente. Sir Walter, por su parte, no llegaba a tanto; pero sus rasgos, antes tan decididos, se habían suavizado y habían perdido su rigidez.
– Bien -dijo finalmente con voz ronca-. Le agradezco sus sinceras palabras, reverendo abad, y aunque mi anhelo por conocer la verdad no ha disminuido, le prometo que reflexionaré sobre lo que ha dicho.
El abad Andrew parecía aliviado.
– Hágalo, sir. Su familia se lo agradecerá. Hay cosas tan antiguas que han sido olvidadas por la historia. Tradiciones que se remontan a siglos y proceden de épocas sombrías. Demasiados hombres han perdido ya la vida por su causa para jugar frívolamente con ellas. Las consecuencias serían funestas. Una catástrofe sin salvación posible…
– ¡Adelante! ¡Agrupadlos!
La voz cortante de Charles Dellard resonó en la plaza del pueblo de Ednam. La pequeña localidad, que se encontraba a unos seis kilómetros al noroeste de Kelso, era el objetivo de la operación que el inspector había decidido emprender obedeciendo a una inspiración repentina.
El pisoteado suelo limoso tembló bajo los cascos de los caballos cuando los dragones espolearon a sus monturas. Los uniformes rojos brillaban, las pulidas botas de montar y los gorros de cuero negro refulgían, y los bruñidos sables reflejaban la luz del atardecer deslumbrando a los habitantes del pueblo.
Los jinetes llegaron de todas partes y empujaron ante sí a los lugareños como ganado, para reunirlos, apretujados como un rebaño asustado, en el centro de la plaza rodeada de miserables cabañas con techo de paja. Las mujeres y los niños lloraban, mientras los hombres, que habían sido sacados de sus casas, comercios y talleres, apretaban los puños en un gesto de rabia impotente.
Dellard los contempló con indiferencia. El inspector, que, como sus hombres, iba montado y miraba desde lo alto de su silla a los lugareños pobremente vestidos, estaba acostumbrado a ser odiado. El puesto que ocupaba requería tomar decisiones e imponerlas con dureza, y su larga experiencia en este campo le había proporcionado un instinto seguro sobre la mejor forma de atemorizar a las masas y forzarlas a seguir su voluntad.
El poder tenía dos pilares: la dureza y la arbitrariedad.
Dureza para que nadie dudara de que poseía la determinación y la fuerza necesarias para hacer uso de su poder.
Arbitrariedad para que nadie pudiera sentirse seguro y el miedo doblegara la voluntad de las personas.
Los dragones realizaron su trabajo con toda eficacia, lo que casi divirtió a Dellard. No pocos de los jinetes eran escoceses de nacimiento que actuaban contra sus propios compatriotas. Muchos de ellos habían tomado parte en las Clearances en Sutherland. Granville los había recomendado, y Dellard no dudó en recurrir a ellos cuando tuvo que reunir a un destacamento combativo para ejecutar esta misión.
Al fin y al cabo, nunca se habían enfrentado a un reto de tanta envergadura. Dellard era realista, le repugnaban las palabras pomposas. Pero en esta ocasión se jugaban el todo por el todo…
Uno de los dragones disparó su mosquete. El estampido ensordecedor que resonó en la plaza hizo enmudecer de golpe a la multitud. Se hizo el silencio. En algún lugar un caballo resopló y golpeó con los cascos contra el suelo. Por lo demás, no se oía el menor ruido.
Inquietos, los lugareños alzaron la mirada hacía los dragones que les cercaban por todas partes. Dellard percibió la ira y el miedo en los ojos de la gente, y disfrutó de la sensación de haber vencido y de poseer el poder.
Guió a su caballo a través de las filas de los soldados. Con su uniforme, con chaqueta oscura, pantalones blancos y un amplio manto de montar sobre los hombros, tenía un aire lúgubre e intimidador, y los habitantes del pueblo se apartaban a su paso.
Dellard conocía los mecanismos del miedo, y sabía qué hacer para que se convirtiera en su aliado. Aguardó aún unos momentos, dejando a los lugareños en la incertidumbre sobre la suerte que les esperaba. Luego su voz cortante retumbó en la plaza.
– Hombres y mujeres de Ednam -gritó-, soy el inspector Charles Dellard del gobierno de su majestad el rey. Posiblemente ya habréis oído hablar de mí. Fui enviado para investigar los sucesos que condujeron al incendio de la biblioteca de Kelso, y tengo fama de cumplir siempre lo que se me encarga sin contemplaciones, a completa satisfacción de su majestad. Naturalmente ya sé quién se encuentra tras el vil ataque y estoy tras la pista de los criminales, que deberán pagar por sus actos. Este es el motivo por el cual estoy aquí. ¡He recibido informaciones que señalan que algunos de los rebeldes que cometen sus fechorías en Galashiels se esconden en este pueblo!