– ¿Quién va? -preguntó entonces en voz alta.
No recibió respuesta.
En cambio, oyó un ruido de pasos. Unos pasos suaves y medidos, que se acercaban avanzando sobre el frío suelo de ladrillo.
– ¿Quién va? -preguntó de nuevo el estudiante-. ¿Es usted, abad Andrew?
Tampoco esta vez recibió respuesta, y Jonathan sintió que a su innata curiosidad se unía ahora una vaga sensación de miedo. Apagó la vela, entrecerró los ojos, y en la penumbra de la biblioteca, iluminada ahora solo por la tenue luz de la luna que caía en hebras finas a través de las sucias ventanas, se esforzó en distinguir algo.
Los pasos, mientras tanto, se acercaban inexorablemente; en la penumbra el estudiante pudo reconocer una figura fantasmal.
– ¿Quién… quién es usted? -preguntó asustado. Pero no obtuvo respuesta.
La figura, que llevaba una capa amplia y ondulante con capucha, ni siquiera miró en su dirección. Imperturbable, pasó ante las pesadas mesas de roble y siguió hacia la escalera que conducía a la balaustrada.
Jonathan retrocedió instintivamente, y de pronto sintió un sudor frío en la frente.
La madera de los escalones crujió cuando la espectral figura colocó el pie sobre ellos. Lentamente subió la escalera; con cada paso que daba, Jonathan retrocedía un poco más.
– Por favor -imploró en voz baja-. ¿Quién es usted? Dígame quién es…
La figura alcanzó el extremo superior de la escalera, y Jonathan pudo ver su rostro en el momento en que cruzó uno de los pálidos rayos de luna.
El encapuchado no tenía rostro.
Jonathan contempló, aterrorizado, los rasgos inmóviles de una máscara; una mirada fría brillaba tras las rendijas de los ojos.
El joven se estremeció. ¡Quien vestía un atuendo tan lúgubre y ocultaba además el rostro tras una máscara por fuerza tenía que abrigar intenciones perversas!
Precipitadamente dio media vuelta y salió corriendo. No podía bajar por la escalera, porque la siniestra figura le cerraba el paso; de modo que corrió en la dirección opuesta a lo largo de la balaustrada y se metió por uno de los pasillos que se abrían entre las estanterías de libros.
El pánico le dominaba. De pronto, los antiguos libros y registros no le ofrecían ya ningún consuelo. Todo lo que quería era escapar. Pero al cabo de unos pasos, su huida llegó al final.
El pasillo acababa ante una pared maciza de ladrillo. Jonathan comprendió que había cometido un grave error. Dio media vuelta para enmendarlo… y constató que ya era demasiado tarde.
El encapuchado se encontraba al extremo del pasillo. En la tenue luz de la biblioteca, tan solo se distinguía su silueta, lúgubre y amenazadora, cerrándole el paso.
– ¿Qué quiere? -preguntó Jonathan de nuevo, sin esperar realmente una respuesta.
Sus ojos, dilatados por el pánico, buscaron una salida que no existía. Rodeado por tres altas paredes, se encontraba indefenso, a merced del fantasma.
La figura se acercó. Jonathan retrocedió hasta tropezar con el frío ladrillo. Temblando de miedo, se apretó contra la pared; sus uñas engarfiadas se aferraron con tal fuerza a los ásperos resaltes de los ladrillos que de sus dedos brotó sangre. Podía sentir la frialdad que emanaba de la siniestra figura. Cubriéndose la cara con las manos en un gesto defensivo, se dejó caer y empezó a sollozar suavemente, mientras el enmascarado se aproximaba.
La capa del encapuchado se hinchó y la oscuridad cayó sobre Jonathan Milton, negra y sombría como la noche.
2
A primera hora de la mañana, un mensajero golpeó a la puerta de Abbotsford.
A sir Walter Scott, el dueño de la soberbia propiedad que se extendía a orillas del Tweed, le gustaba describir su residencia como un «romance de piedra y mortero», una imagen que encajaba a la perfección con Abbotsford; en el interior de los muros de arenisca marrón, en las galerías y en los pináculos que se elevaban en las esquinas y sobre los portales de la residencia, el tiempo parecía haberse detenido, como si el pasado sobre el que sir Walter escribía en sus novelas siguiera vivo.
A esa hora, cuando el sol aún no había salido y la niebla subía del río, Abbotsford ofrecía una imagen más siniestra que acogedora. Pero el mensajero, que había desmontado de su caballo y martilleaba ahora enérgicamente la pesada puerta de madera con el puño, tenía que transmitir al señor de Abbotsford una noticia demasiado urgente para fijarse en ello.
La madera retumbó sordamente bajo los golpes del correo, y no tardaron en oírse al otro lado unos pasos que crujían sobre la grava.
El cerrojo de la mirilla se deslizó a un lado y apareció un rostro gruñón que debía de pertenecer al mayordomo de la casa. En su cara, curtida por la intemperie y enmarcada por un cabello gris ondulado, sobresalía una roja nariz aguileña.
– ¿Quién eres y qué deseas a estas horas intempestivas? -preguntó el mayordomo en tono arisco.
– Me envía el sheriff de Kelso -replicó el mensajero, y mostró el sello que llevaba consigo-. Tengo una noticia urgente que transmitir al señor de la casa.
– ¿Una noticia para sir Scott? ¿A estas horas? ¿No puede esperar al menos a que salga el sol? Su señoría todavía está acostado, y no me gustaría despertarle. Bastante poco duerme ya estos días.
– Por favor -replicó el otro-, es urgente. Ha ocurrido algo. Un accidente.
El mayordomo le dirigió una mirada escrutadora. Al parecer, el tono apremiante del mensajero había acabado por convencerle de que el asunto no admitía demora, porque al final descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
– Bien, pasa. Pero te lo advierto, joven amigo, si interrumpes el sueño de sir Walter por una nadería, te aseguro que te arrepentirás.
El mensajero inclinó la cabeza humildemente. Dejó el caballo ante el portal y siguió al mayordomo a través de la galería que bordeaba el jardín hasta la casa señorial.
En el edificio principal, el mayordomo indicó al mensajero que aguardara en el vestíbulo. Impresionado por la suntuosidad gótica y la antigua elegancia del lugar, el mozo permaneció allí esperando, mientras el otro se alejaba para ir a buscar al señor de la casa.
El vestíbulo de Abbotsford House parecía surgido de otra época. Armaduras y armas antiguas se alineaban a lo largo de las paredes de piedra, decoradas también con pinturas y tapices que daban cuenta del glorioso pasado de Escocia. El alto techo, forrado, como en épocas antiguas, de madera, producía al visitante la impresión de encontrarse en la sala de ceremonias de un castillo. Por encima de la chimenea de piedra, que ocupaba la parte frontal de la sala, destacaba el escudo de armas de los Scott, rodeado de los colores de tartán del clan.
De una puerta que se encontraba a la derecha de la chimenea surgió inesperadamente un hombre que debía de rondar los cincuenta años. El recién llegado, con una estatura aproximada de metro ochenta, tenía una planta realmente impresionante. Llevaba el cabello, corto y cano, peinado hacia delante, y su rostro, en armonía con su fornida complexión, era de rasgos marcados y de una robustez campesina poco habitual entre los señores nobles. Unos ojos despiertos y atentos, a los que parecía no escapar nada, desmentían, sin embargo, cualquier impresión de tosquedad.
A pesar de la hora temprana, el hombre iba vestido como un perfecto gentleman; sobre los pantalones grises de corte ajustado, llevaba una camisa blanca y una chaqueta verde. Cuando se acercó al mensajero, este pudo constatar que cojeaba ligeramente.
No había duda: aquel era Walter Scott, el señor de Abbotsford.
Aunque el mensajero nunca había visto a Scott en persona, había oído hablar de su impresionante apariencia, y también de aquella disminución física, que procedía de sus días de infancia.
El aire despejado de Scott parecía confirmar lo que se comentaba a hurtadillas: que el señor de Abbotsford apenas encontraba tiempo para el sueño y pasaba día y noche en su estudio escribiendo sus novelas.