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La inquietud se hizo palpable en la plaza. Hombres y mujeres intercambiaron miradas consternadas, y Dellard pudo ver en sus ojos cómo crecía el miedo. Naturalmente no tenían ni idea de qué hablaba, y se preguntaban, azorados, qué se proponía hacer con ellos y qué ocurriría a continuación.

Un hombre se adelantó. Dellard calculó que tendría unos sesenta años. Llevaba un vestido viejo y andrajoso, y el sombrero de tres picos, conforme a la antigua moda, que manoseaba nerviosamente, estaba agujereado.

– ¿Qué quieres? -preguntó el inspector fríamente.

– Sir, me llamo Angus Donovan. Soy el hombre que los habitantes de Ednam han elegido como su portavoz.

– ¿Eres el alcalde?

– Si desea llamarlo así, sir.

– ¿Y qué quieres de mí?

– Asegurarle, en nombre de los habitantes de Ednam, que tiene que estar equivocado. No hay rebeldes en nuestro pueblo. Todos los hombres y mujeres de Ednam respetan la ley.

– ¿Y esperas que lo crea? -Las comisuras de los labios de Dellard se inclinaron despreciativamente hacia abajo-. Vosotros, los campesinos, sois todos iguales. Os agacháis e inclináis la cabeza, pero en cuanto nos damos la vuelta, mostráis vuestro verdadero rostro. Asoláis y saqueáis, sois taimados y codiciosos y asesináis a vuestros propios paisanos.

– No, sir. -El alcalde se inclinó profundamente-. Perdone que le contradiga, pero en Ednam no hay nadie que sea así.

– Posiblemente no procedan de Ednam -concedió Dellard-; pero quien proporciona albergue a malhechores o ayuda a ocultarlos a la ley se hace tan culpable de sus crímenes como si él mismo los hubiera cometido.

– Pero aquí no hay ningún malhechor, créame. -La desesperación aumentaba en la voz del viejo Donovan.

– Está bien -dijo Dellard muy tranquilo-. Entonces demuéstramelo.

– ¿Que se lo demuestre? -dijo el alcalde con los ojos dilatados-. ¿Cómo podría demostrárselo, sir? Tiene que confiar en mi palabra. Mi palabra como el más viejo del pueblo y veterano en la batalla de…

Charles Dellard se limitó a reír.

– Así son las cosas con los escoceses, ¿verdad? -se burló-. En cuanto se sienten acorralados, se refugian en su glorioso pasado porque es lo único que les queda. Pero eso no os servirá de nada. ¿Capitán?

Un dragón que llevaba las charreteras doradas del rango de oficial se puso firme en su silla.

– ¿Sí, sir?

– Esta gente tiene media hora para entregarnos a los rebeldes. Si no lo hacen, quemad sus casas.

– Sí, sir -ladró el oficial, y su rostro rígido no dejaba duda de que estaba dispuesto a ejecutar sin vacilar la orden de su superior.

– Pe… pero, sir-balbuceó Angus Donovan, mientras un pánico silencioso se extendía entre las filas de los lugareños. Dureza y arbitrariedad, pensó Dellard satisfecho.

– ¿Qué quieres? -preguntó-. Os concedo una oportunidad, ¿no? También habría podido ordenar a mis hombres que cogieran rehenes o fusilaran a algunos de vosotros.

– ¡No! -exclamó el viejo, asustado, y levantó las manos en un gesto implorante-. ¡Cualquier cosa menos eso!

– Haced lo que digo y no os ocurrirá nada. Traednos a los rebeldes y os dejaremos en paz. Seguid ocultándolos y vuestro pueblo arderá.

– Pero nuestras casas… ¡Son todo lo que tenemos!

– Entonces deberíais hacer con la máxima celeridad lo que os exijo -dijo Dellard, inflexible-. En otro caso, pronto no tendréis nada en absoluto. ¿Capitán?

– ¿Sí, sir?

– Media hora. Ni un minuto más.

– Comprendido, sir.

Dellard asintió con la cabeza. Luego sujetó las riendas, hizo dar media vuelta a su caballo y salió cabalgando de la plaza. El oscuro manto se hinchaba a su espalda, y era consciente de que no pocos habitantes del pueblo debían de ver en él a un demonio encarnado. Dureza y arbitrariedad.

Charles Dellard estaba satisfecho. Las cosas se desarrollaban tal como había planeado.

Cuando Scott y Slocombe se enteraran del asunto, supondrían que con aquello quería provocar a la población para desafiar a los nacionalistas y forzarlos a actuar. Probablemente elevarían una protesta, y tal vez Scott escribiría otra de sus famosas cartas a Londres.

A Dellard le resultaba indiferente. Ninguno de esos bobos tenía idea de la amplitud real de sus planes. Y un día, dentro de muchos años, nadie querría creer que todo había empezado en un poblacho insignificante al otro lado de la frontera.

Un poblacho llamado Ednam.

9

Seis días más tarde, Mary de Egton llegó al castillo de Ruthven, el lugar que debía convertirse en su futuro hogar.

El viaje había sido largo y fatigoso, pero Mary no había caído en la melancolía que la había acompañado en su camino de Egton a Galashiels. Por terrible que hubiera sido el accidente en el puente y por mucho que lamentara la muerte del pobre Winston, ambas cosas le habían hecho darse cuenta de que la vida era un regalo por el que debía estar agradecida.

Naturalmente también la estancia en Abbotsford había contribuido a que Mary se sintiera mejor; por primera vez desde hacía mucho tiempo -tal vez por primera vez- se había encontrado con personas que parecían comprenderla y con las que se sentía como en casa. Los Scott no solo la habían acogido en su hogar y la habían sentado a su mesa, sino que ella y Kitty habían tenido la sensación de ser bienvenidas allí.

Y esa sensación había cambiado algo en Mary; había hecho que esta tierra agreste al otro lado de la frontera ya no le inspirara tanto temor y desconfianza como al inicio de su viaje. Tal vez aquí muchas cosas le resultaran insólitas y extrañas; pero otras, en cambio, le resultaban, de una extraña manera, familiares, tal como había sentido, por un breve instante, en el punto fronterizo de Carter Bar al mirar hacia las Lowlands. Sin duda también la lectura de las obras de sir Walter había contribuido a que Mary se sintiera más que nunca unida a Escocia. En su generosidad, Scott le había regalado una edición completa de las novelas y versos que había publicado hasta el momento, y durante los seis últimos días, Mary apenas había hecho otra cosa que no fuera leer, para desgracia de Kitty, que no podía soportar los libros y habría preferido charlar de vestidos y cotillear.

Sin embargo, Mary había encontrado en los libros de sir Walter una puerta de acceso a su nuevo hogar. Ahora creía conocer mejor algunas cosas, y tenía la sensación de que podía oír batir el ritmo del corazón escocés, como lo había llamado sir Walter. Aunque anteriormente había leído algunos de los libros de Scott, solo ahora captaba su auténtico significado. En la descripción de épocas desaparecidas, en la descripción de los personajes y su modo de actuar, en la lengua con la que sir Walter hablaba de héroes nobles y tiernas damas había algo de la grandeza de alma y la dignidad de esta vieja, viejísima tierra. De pronto Mary se sentía orgullosa de poder formar parte de aquello.

Hacía solo unos días, el viaje a Ruthven le había parecido un pasaje al exilio; se había sentido como una hija no amada enviada a un país extranjero, al que debería adaptarse como pudiera.

Ahora, sin embargo, veía su destino como una oportunidad. Tal vez estuviera predestinada a empezar aquí, en el norte del reino, una vida nueva y más plena. Posiblemente el castillo de Ruthven fuera para ella un hogar como no lo había sido la mansión de Egton, y tal vez encontrara en Malcolm de Ruthven al amor de su vida.

Mary estaba decidida a dejar atrás el pasado. Ni siquiera las oscuras nubes que cubrían el cielo cuando aquella mañana el carruaje abandonó Rattray pudieron amedrentarla. La última etapa del viaje era la más corta. Ya solo tenían que recorrer unos treinta y dos kilómetros para llegar al castillo de Ruthven, y con cada hito que pasaba, el corazón de Mary palpitaba con más fuerza.