Mary conocía a esa mujer: era Eleonore de Ruthven, la madre de su futuro esposo.
Con pasos medidos, la señora de Ruthven se acercó a Mary. Su rostro no mostraba ninguna agitación, no revelaba alegría ni afecto. Lady Ruthven se limitó a tender la mano para recibir, al uso antiguo, el homenaje de la joven.
Mary sabía lo que se esperaba de ella. Desde pequeña la habían aleccionado para ello, y aunque no tenía en demasiada consideración las antiguas costumbres, se sometió a la etiqueta. Cogió la mano de lady Eleonore, hizo una profunda reverencia y mantuvo la cabeza baja hasta que la señora del castillo la autorizó a erguirse de nuevo.
– Levántate, hija mía -dijo. Para Mary y su doncella aquellas palabras sonaron como si de pronto la niebla hosca y fría hubiera adquirido voz-. Bienvenida al castillo de Ruthven.
– Gracias, milady -dijo Mary, y se incorporó obediente.
– De modo que volvemos a vernos. Te has hecho aún más hermosa desde nuestro último encuentro.
Mary se inclinó de nuevo.
– Milady es muy benévola conmigo, pues las tribulaciones del largo viaje que he dejado atrás sin duda habrán dejado sus huellas.
– Una lady siempre debe ser una lady, hija mía. ¿No te lo ha dicho nunca tu madre?
– Oh sí, milady. -Mary suspiró-. Muchas veces.
– Es nuestro origen lo que nos diferencia del pueblo, hija, no lo olvides nunca. En la gente sencilla, un viaje por las Highlands puede dejar huella, pero no en nosotras.
– No, milady.
– Disciplina, hija mía. Lo que hayas aprendido hasta ahora sobre esta virtud fundamental te será de gran utilidad en Ruthven. Y lo que hasta ahora hayas descuidado lo aprenderás aquí.
– Como desee, milady.
– ¿Dónde está tu equipaje?
– Lo lamento, milady, pero no traigo mucho equipaje. La mayoría se perdió en un accidente, que mi primer cochero pagó con la vida.
– ¡Qué espanto! -exclamó Eleonore, y se tapó su pálida cara con las manos-. ¿Todos tus vestidos se han perdido? ¿Las sedas? ¿Los brocados?
– Con su permiso, milady, mi doncella y yo podemos estar agradecidas de haber escapado con vida. Lo poco que poseemos lo hemos recibido de unas personas caritativas que nos acogieron en su casa.
– ¡Dios todopoderoso! -La señora del castillo miró fijamente a Mary, como si hubiera perdido la razón-. ¿Los vestidos que llevas no son los tuyos?
– No -reconoció Mary-. No nos quedó nada.
– ¡Qué deshonra! ¡Qué vergüenza! -gimió Eleonore-. ¡La futura esposa del laird de Ruthven viajando por el país como una mendiga!
– Con permiso, milady, no es eso lo que ha sucedido.
– ¿No? ¿Y qué hay en los baúles que tu cochero descarga ahora? ¿Aún más vestidos de un alma caritativa?
– Libros -la corrigió Mary sonriendo.
– ¿Libros?-La voz helada se atragantó.
– Una colección de antiguos clásicos. Me gusta leer.
– Y supongo que mucho, además…
– Si me queda tiempo libre, sí.
– Aquí, en el castillo de Ruthven, no encontrarás muchas oportunidades de hacerlo. Comprobarás que la vida de la esposa de un laird está llena de sacrificio y de deberes, de modo que no te quedará tiempo para practicar esos ridículos entretenimientos.
– Perdone que la contradiga de nuevo, milady, pero no considero que la afición por los libros sea un entretenimiento ridículo. Walter Scott suele decir…
– ¿Walter Scott? ¿Quién es ese?
– Un gran escritor, milady. Y un escocés.
– ¿Qué importancia tiene eso? También lo es nuestro mozo de cuadras. Mírame, hija. También por mis venas fluye la sangre de la vieja Escocia, y no por eso mi hijo y yo tenemos nada en común con esos campesinos toscos y perezosos que residen en nuestras tierras e impiden que proporcionen beneficios.
Su voz se había hecho más sonora y tajante y sus rasgos se habían endurecido. Sin embargo, enseguida pareció reflexionar, y en su rostro apareció un amago de sonrisa.
– Pero no hablemos más de ello -dijo-. Aún no, hija. Acabas de llegar y seguro que estás cansada del viaje. Cuando lleves un tiempo aquí, sabrás de qué hablo y compartirás mi opinión.
Lady Ruthven hizo una seña a los sirvientes para que llevaran el escaso equipaje de las mujeres a la casa.
– Indicaré a Daphne que te enseñe tu habitación -añadió luego-. Y a continuación te preparará un baño para que puedas refrescarte. Al fin y al cabo, debes agradar a tu prometido cuando te vea por primera vez.
– ¿Dónde está Malcolm? -preguntó Mary esperanzada-. ¿Cuándo le veré?
– Mi hijo, el laird, ha salido de caza -dijo Eleonore fríamente-. No le esperamos hasta mañana. Hasta entonces tienes tiempo de aclimatarte. Te proporcionaré algunos vestidos míos hasta que la modista te haga unos nuevos. Daphne, mi camarera, te vestirá.
– Disculpe, milady, pero tengo a mi propia doncella. Kitty me ha acompañado por expreso deseo mío, y mi intención es que permanezca también a mi servicio en adelante.
– Eso no será preciso, hija mía -dijo la señora del castillo, y observó a Kitty con aire despreciativo-. El laird de Ruthven puede proporcionarte todo el personal que necesites. Tu doncella puede volver a Egton. Aquí no te sería ya de ninguna utilidad.
– ¿Qué? -Kitty dirigió una mirada atribulada a Mary-. Por favor, milady…
– ¿Quién te ha dado permiso para levantar la voz? -dijo Eleonore secamente-. ¿Te he preguntado tu opinión, muchacha?
– Por favor, no se disguste, milady -le pidió Mary-. Es culpa mía si Kitty no sabe dónde se sitúan los límites de su condición. Para mí, es más que una sirvienta. En los últimos años se ha convertido en una fiel acompañante y una amiga. Por eso querría solicitarle, con todos mis respetos, que permita que se quede.
– ¿Una sirvienta es tu amiga? -La mirada de Eleonore revelaba incomprensión-. El sur tiene usos realmente singulares. En el norte, sin embargo, honramos las tradiciones. También a eso te acostumbrarás.
– Como milady desee.
– Por mí, tu doncella puede quedarse. Pero no habrá privilegios especiales para ella.
– Naturalmente que no. Gracias, milady.
– Ahora ve y acostúmbrate a tu nuevo hogar. Cuando el laird vuelva a casa mañana, debe encontrarlo todo perfecto. También a su futura esposa.
– Naturalmente, milady -dijo Mary, y bajó respetuosamente la cabeza.
Eleonore de Ruthven le respondió con una inclinación. Ya se había vuelto y se disponía a dirigirse a la casa, cuando Mary la llamó de nuevo.
– ¿Milady?
– ¿Sí? ¿Qué ocurre?
– Le doy las gracias por su benévola acogida. Me esforzaré en corresponder a las esperanzas que han depositado en mí. Ruthven será en adelante mi nuevo hogar.
Por un momento pareció que la señora del castillo quisiera replicar algo, pero finalmente se limitó a asentir de nuevo y dejó a Mary y a Kitty en el patio. Las dos mujeres se miraron sin decir nada, y ambas tuvieron la sensación de que algo del frío que Eleonore había desprendido a su paso permanecía todavía en el aire.
En su primera noche en el castillo de Ruthven, Mary durmió mal. Intranquila, rodaba de un lado a otro en la cama, y aunque no estaba despierta, tampoco tenía la sensación de dormir. Era como si las altas torres y muros del castillo lanzaran sobre sus sueños lúgubres sombras.
De nuevo vio a la joven que cabalgaba a lomos de un blanco semental a través de las Highlands -parecía que había transcurrido una eternidad desde aquel sueño-. Mary reconoció a la amazona por su figura grácil, su sencilla y tranquila belleza y su largo pelo oscuro.
Pero esta vez no la vio a lomos de un caballo, y tampoco tuvo aquella sensación de libertad de las otras ocasiones, cuando el viento alborotaba sus cabellos y el olor terroso de las Highlands llenaba sus pulmones. Esta vez su corazón se sentía oprimido, triste y lleno de preocupación.