Выбрать главу

– No me gusta la luna llena -dijo el joven, mientras miraba pensativamente por la ventana-. Me parece siniestra.

– ¿Qué me dices? -exclamó sir Walter, que, sentado ante el gran escritorio, trabajaba en su nueva novela a la luz de una lámpara-. ¿A mi sobrino le asusta la luna llena?

– No es la luna en sí misma -replicó Quentin-, sino lo que puede hacer.

– ¿Y eso? -Sir Walter, que no parecía tener inconveniente en interrumpir su trabajo por unos instantes, dejó caer la pluma-. ¿Qué crees que puede hacer la luna llena?

– Cosas terribles. -Quentin se estremeció visiblemente mientras seguía mirando fijamente hacia fuera. El calor de la chimenea no parecía llegar hasta él-. En Edimburgo había un anciano. Se llamaba Maximilian McGregor, pero los niños lo llamábamos siempre Max el Fantasma. Nos contaba muchas historias sobre casas embrujadas, espectros y aparecidos. Y en esas historias siempre había luna llena.

Sir Walter rió benévolamente.

– Estas historias de fantasmas son tan viejas como el propio Edimburgo. También a mí me las contaron de niño. No irás a asustarte por eso, muchacho.

– No de las historias en sí, pero algunas de las figuras que aparecían en ellas aún me visitan en mis sueños. Una vez el viejo Max nos habló de un joven de un clan de las Highlands que había traicionado a su familia. De resultas de ello fue víctima de la maldición de un viejo druida. Y a partir de entonces, las noches de luna llena, el guerrero se transformaba en una bestia, mitad hombre mitad lobo.

– La leyenda del hombre lobo. -Sir Walter asintió-. Buena para asustar a los niños, ¿no crees? Y a los estudiantes crédulos que quieren interrumpir el trabajo de su pobre tío.

Quentin no pudo evitar una sonrisa.

– ¿No sería un tema para una nueva novela, tío? ¿La historia de un miembro de un clan al que han maldecido y que se transforma en un hombre lobo?

– No, gracias -rehusó sir Walter-. Me quedo con mis héroes valerosos y mis hermosas damas, con el amor romántico y los combates esforzados. Lo que describo con las palabras del poeta es el pasado; la mayoría de mis personajes existieron realmente. ¿Quién querría leer historias inventadas sobre un monstruo como ese? A veces tienes ideas verdaderamente locas, muchacho.

– Perdona, solo era una ocurrencia estúpida.

Quentin volvió junto a la mesa y se sentó ante su tío. Sir Walter siguió escribiendo, sumergiendo regularmente la pluma en el tintero. Al cabo de un rato alzó la mirada y observó a Quentin por encima de las gafas, que siempre llevaba puestas cuando escribía; el trabajo continuo a la luz de las velas le había empeorado la vista.

– ¿Qué te preocupa, hijo? -quiso saber el escritor.

– Nada -afirmó Quentin envarado.

– ¿No tendrá por casualidad algo que ver con la joven dama llamada Mary de Egton, que nos abandonó hace una semana?

Quentin se sonrojó.

– ¿Te has dado cuenta? -preguntó tímidamente.

– Aunque me hubiera quedado ciego de repente, no habría dejado de notarlo. Como sabes, mi querido muchacho, la capacidad de observación es una de las cualidades de las que más orgulloso me siento. Me he dado perfecta cuenta de cómo mirabas a la lady de Egton, y debo felicitarte por tu exquisito gusto. Pocas veces he visto a una mujer tan gentil, y con un carácter tan afable además.

– ¿Verdad que sí? -coincidió Quentin.

– Pero al mismo tiempo, mi querido muchacho, debo quitarte toda esperanza. Lo que anhelas nunca se convertirá en realidad. Lady Mary es noble, y tú no lo eres. Es inglesa, y tú eres escocés. En un mundo mejor todas estas cosas no deberían tener importancia, pero en el nuestro son obstáculos insuperables. Lady Mary está prometida al laird de Ruthven, con el que se casará dentro de pocas semanas.

– Lo sé -se limitó a decir Quentin con aire desdichado-. Pero no es solo eso. He pensado mucho estos últimos días. Sobre los sucesos en la biblioteca y lo que ocurrió en el río. Y también sobre lo que dijeron el inspector Dellard y el abad Andrew.

– ¿Y a qué conclusión has llegado?

– A ninguna, tío. Cada vez que intento pensar en ello, el miedo me impide reflexionar con claridad. Recuerdo las palabras del abad Andrew sobre la intervención de poderes malignos y de repente pierdo el control de mis pensamientos. Hace dos días soñé que habíamos llegado demasiado tarde al puente, y vi cómo Mary caía al abismo y se ahogaba en el río. Y anoche vi Abbotsford en llamas. Tengo la sensación de que ahí fuera está en marcha algo siniestro, algo espantoso, tío.

– Lo sé, hijo. -Sir Walter asintió lentamente-. También yo me preocupo. Pero me esfuerzo tanto como puedo en no dejarme amedrentar por mis miedos. Utiliza la razón, muchacho. El Señor te la ha dado para que hagas uso de ella. Y esta razón debería decirte que el enemigo al que nos enfrentamos a la fuerza debe proceder de este mundo y no de otro. Es posible que la luna llena te resulte siniestra, pero no tiene nada que ver con las cosas que han sucedido aquí; tan poco como tus sueños, por otra parte.

»Ya oíste lo que dijo el inspector Dellard. Los que mueven los hilos en estos ataques son campesinos rebeldes de las Highlands. Aunque no soy amigo de los reasentamientos y no puedo aprobar los métodos de Dellard (la forma en que procedió en Ednam podría hacer pensar que el carnicero lord Cumberland ha vuelto a la acción), tampoco puedo dar mi aprobación a que unos hombres se coloquen fuera de la ley y extiendan el terror entre la población. Por eso espero que Dellard ponga fin cuanto antes a sus fechorías.

Quentin asintió. Como siempre, las palabras de su tío ejercían sobre él un efecto tranquilizador.

– ¿Y la runa de la espada? -preguntó-. ¿Ese extraño signo que encontré?

– ¿Quién sabe? -Sir Walter se quitó las gafas-. Tal vez fuera efectivamente solo una casualidad, una desgraciada coincidencia de indicios que, observados más de cerca, representarán algo muy distinto a…

En ese momento fuera se oyó un grito.

– ¿Qué ha sido eso? -Quentin se levantó de un salto.

– No lo sé, sobrino.

Durante unos instantes los dos hombres permanecieron inmóviles, aguzando el oído para ver si se oía algo aparte del crepitar del fuego en la chimenea. De pronto se escuchó un fuerte ruido, claro y tintineante. Una de las dos ventanas del despacho se hizo añicos; una piedra cayó al interior y aterrizó sobre el entarimado con un ruido sordo. El viento helado de la noche irrumpió en la habitación e hinchó las cortinas; en la pálida penumbra que reinaba fuera, unas figuras borrosas montadas en caballos blancos pasaron velozmente.

– ¡Un asalto! -gritó sir Walter asustado-. ¡Alguien ataca la casa!

En el exterior se escuchó un retumbar de cascos, al que se añadió un griterío infernal. Quentin sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Medio paralizado por el espanto, miró fijamente afuera, hacia la noche, y vio unas figuras siniestras envueltas en mantos ondulantes y montadas sobre caballos relucientes.

– Espíritus de la noche -exclamó instintivamente-. Jinetes fantasmales.

– Ni soñarlo. -Los ojos de Scott rodaron en sus órbitas. Sir Walter estaba furioso-. Sean quienes sean esos tipos, montan caballos de verdad y lanzan piedras de verdad. Y les daremos la bienvenida con plomo de verdad. Sígueme, sobrino.

Antes de que Quentin supiera qué ocurría, su tío le había cogido del brazo y lo empujaba afuera de la habitación, en dirección a la sala de armas. Allí estaban almacenadas armaduras y espadas, armas de épocas pasadas, pero también modernos mosquetes y pistolas de pedernal, que el señor de Abbotsford también coleccionaba. Su orgullo eran los fusiles de la infantería prusiana, que soldados del regimiento de las tierras altas habían traído de Waterloo. Scott cogió a toda prisa del armario dos de esos finos fusiles, cuyos mecanismos de encendido estaban protegidos por pequeños capuchones de cuero, se quedó con uno y entregó el otro a Quentin.