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Quentin cogió la pesada arma, que con la bayoneta calada era casi tan larga como él mismo, y la sostuvo torpemente en las manos. Naturalmente ya había salido a cazar algunas veces y había utilizado carabinas de caza ligeras; pero nunca había tenido en sus manos un arma de guerra como aquella. Sir Walter sacó de otro armario unas pequeñas bolsas de cuero con munición, y también le entregó una a Quentin.

– Cartuchos -dijo solamente-. ¿Sabes cómo se maneja?

Quentin asintió, y los dos salieron corriendo hacia el oscuro vestíbulo. De nuevo se rompió un vidrio en alguna parte, y en el primer piso se escucharon gritos estridentes. Lady Charlotte apareció en el extremo superior de la escalera, acompañada por una sirvienta. Llevaba su camisón, blanco como la nieve, y además se había echado a toda prisa por encima una capa de lana. A la luz temblorosa del candelero que sostenía la sirvienta, podía leerse claramente el espanto en su rostro.

– ¡Haz que echen el cerrojo cuando salgamos, querida! -le gritó sir Walter, mientras corría con Quentin hacia la entrada con el mosquete en la mano-. ¡Luego id a la capilla y escondeos allí!

Llegaron a la puerta y Quentin descorrió el cerrojo. La pesada hoja se abrió, y sir Walter y su sobrino se precipitaron al exterior.

Fuera reinaba la oscuridad, de donde irrumpieron inesperadamente las espantosas figuras montadas. Los cascos de sus poderosos corceles, con el pálido pelaje brillante de sudor y lanzando vapor por los hollares, atronaron mientras se lanzaban hacia los dos hombres. Los jinetes llevaban largas capas, que ondeaban en torno a ellos y les conferían un aspecto imponente y aterrador. En sus manos sostenían antorchas, y las llamas siseaban en la noche proyectando un trémulo resplandor sobre los rostros de sus portadores.

Quentin lanzó un grito estridente al observar sus caras negras, horriblemente deformadas, tras las que le miraban fijamente unos ojos fríos.

– ¡Máscaras! -le gritó su tío-. Solo son máscaras, Quentin. -Y como si quisiera confirmar sus palabras, el señor de Abbotsford accionó su mosquete.

El pedernal golpeó contra la cazoleta, y un destello deslumbrante llameó al extremo del cañón mientras resonaba un estampido. Casi al mismo tiempo uno de los jinetes levantó los brazos, dejó caer la antorcha y se sujetó el hombro con la mano. No cayó de la silla, pero era evidente que había sido alcanzado.

– Razona -murmuró Quentin para sí con voz temblorosa-. Utiliza la razón. Si es posible herir a los jinetes, eso significa que son seres de carne y hueso…

– ¡Fuera de aquí! -aulló sir Walter con todas sus fuerzas, mientras volvía a cargar el fusil prusiano-. ¡Largaos y dejad de envilecer mi país, malditos cobardes!

Los jinetes se precipitaron hacia ellos dando voces y agitando sus antorchas. Uno de ellos lanzó la llama por encima del muro del jardín, y dentro se elevó un vivo resplandor.

– ¡Muerte! -aulló con voz estentórea-. ¡Muerte y ruina para nuestros enemigos!

Quentin sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Reconocía aquellos mantos y aquellos semblantes negros y sin contornos. Una figura como esas había estado frente a él en la biblioteca. No se había equivocado, ahora lo sabía. Estos enmascarados eran los responsables del incendio en la biblioteca, y eran también los que habían asesinado al pobre Jonathan y casi habían matado a lady Mary.

El joven enrojeció de ira, y con un valor y una determinación que nunca antes había experimentado, colocó el fusil en posición. Con la mano derecha apartó a un lado el capuchón protector, y acto seguido la metió en la bolsa de la munición y sacó uno de los delgados cartuchos de papel.

Quentin mordió el extremo con los dientes y lo escupió. Podía sentir en los labios el sabor amargo de la pólvora. Nerviosamente, vertió una pequeña porción de la carga en la cazoleta y abatió la placa. Luego introdujo en el interior del cañón el resto de la carga junto con la bala fijada a ella y las presionó con la baqueta.

Cuando el siguiente escuadrón de jinetes -Quentin contó a cinco bandidos enmascarados- salió de los matorrales, el sobrino de sir Walter estaba preparado. Apoyó la culata del arma contra su hombro, mientras los jinetes, lanzando gritos salvajes y agitando las antorchas, se lanzaban hacia él y su tío.

Sir Walter disparó de nuevo, pero esta vez su bala erró el blanco. Los jinetes rieron, y Quentin vio brillar en la mano de uno de los enmascarados un sable mellado, con el que se abalanzó contra su tío. En unos instantes lo alcanzaría, y el señor de Abbotsford no tenía tiempo para volver a cargar su arma.

Quentin cerró el ojo izquierdo, apuntó y apretó el gatillo.

La lluvia de chispas de la cazoleta inflamó la carga y envió la bala con un fuerte estampido. El retroceso del arma le hizo saltar hacia atrás y lo derribó. Mientras caía, Quentin pudo oír un grito estridente y el relincho aterrorizado de un caballo.

– ¡Tío! -gritó.

Se incorporó de un salto y miró hacia sir Walter.

Su tío estaba indemne. Se encontraba solo a unos pasos de Quentin y se apoyaba en su fusil. A sus pies yacía tendido uno de los enmascarados negros en una posición grotesca; el sable estaba clavado en el suelo a su lado.

– ¿Yo he…?-preguntó Quentin jadeando.

Sir Walter se limitó a asentir con la cabeza.

– Tú solo los has ahuyentado, muchacho. Al parecer se han ido, y eso es algo que debemos agradecer exclusivamente a tu magistral tiro.

– ¿Está…?

Quentin miró hacia la figura enmascarada que yacía inmóvil en el suelo.

– Tan muerto como un hombre pueda estarlo -confirmó sir Walter-. Que el Señor tenga compasión de su pobre alma. Pero tú, muchacho, has demostrado que…

De pronto, desde el bosque cercano, un rumor de hojas llegó hasta ellos. Entre crujidos de ramas rotas, una sombra oscura surgió precipitadamente de entre la maleza. Con un movimiento rápido, sir Walter se llevó al hombro el mosquete, que no había vuelto a disparar después del tiro maestro de Quentin.

– ¡Alto! -gritó con voz potente-. ¿Quién eres? ¡No te muevas si no quieres tener el mismo funesto final que tu compañero!

– ¡Por piedad, señor! ¡Por favor, no me dispare! -suplicó una voz familiar.

La voz pertenecía a Mortimer, el veterano mayordomo de Abbotsford.

– ¡Mortimer!

Estupefacto, sir Walter bajó el arma.

Jadeando, el mayordomo salió precipitadamente del bosque. Respiraba tan deprisa que apenas podía hablar.

– Por favor, sir -consiguió pronunciar con voz entrecortada-. No me castigue por mi incuria… Aposté a los criados tal como me indicó… les dije que se mantuvieran alerta… Pero eran demasiados atacantes y… los criados huyeron al ver esas caras horribles. -Los rasgos del viejo mayordomo reflejaban desesperación-. Eran demonios, sir -susurró-, se lo juro.

– Mi pobre Mortimer. -Sir Walter tendió su mosquete a Quentin y estrechó entre sus brazos al mayordomo, que aún llevaba escrito el horror en la cara-. Estoy seguro de que hiciste cuanto pudiste, pero puedes creerme si te digo que estos asesinos no eran demonios. Si así fuera, nuestro arrojado Quentin difícilmente habría podido alcanzarles con una bala de plomo.

Sir Walter señaló al bandido que yacía sin vida en el suelo, y el buen Mortimer pareció tranquilizarse un poco. El mayordomo se acercó con precaución al enmascarado y lo observó, lo empujó suavemente con el pie. El hombre ya no se movía.

– Debemos volver a la casa y tranquilizar a las mujeres -decidió sir Walter-. Luego montaremos guardia junto al portal. Si esos tipos deciden regresar esta noche, les prepararemos una buena bienvenida. Aunque creo que por el momento ya han tenido suficiente; al fin y al cabo, uno de ellos ha pagado el asalto con…

– ¡Sir! ¡Sir!

El grito venía de la casa. Lo había lanzado una de las sirvientas, que ahora estaba de pie en el umbral, con el rostro blanco como la cera.