– ¡Vengan, rápido! ¡En la habitación del desayuno…!
Sir Walter y su sobrino intercambiaron una mirada asustada y corrieron de vuelta a la casa. Aunque llevaba los dos mosquetes, Quentin fue más rápido que su tío, que tenía que luchar con su antiguo achaque. El joven lo dejó atrás y se precipitó al interior de la casa, cruzó el vestíbulo y avanzó por el corredor; al extremo de este pudo distinguir el temblor rojo anaranjado.
«¡Fuego!», pensó al instante, y siguió corriendo hacia la habitación del desayuno.
Al otro lado de la amplia ventana, en el lado opuesto del río, ardía un fuego deslumbrante que alguien había prendido en el banco de la orilla. Por un momento Quentin se sintió aliviado al ver que no era la casa la que estaba en llamas, pero luego vio a las figuras enmascaradas que cabalgaban en torno a la hoguera. Entre gritos estridentes, los jinetes agitaron sus antorchas en el aire y salieron al galope.
Quentin permaneció junto a la ventana y miró, asustado, hacia el fuego, que era al mismo tiempo un mensaje. Los bandidos habían vertido petróleo sobre la hierba, trazando un gran motivo de varios metros, que ahora iluminaba la noche con un fulgor cegador. Quentin lo reconoció enseguida.
Era un signo.
Una media luna cruzada por una línea recta…, la runa de la espada que había descubierto en la biblioteca poco antes de que esta fuera pasto de las llamas.
Sir Walter, que había llegado sin aliento junto a él, también lo miraba. Quentin pudo sentir que, al igual que él, el señor de Abbotsford se estremecía al contemplarlo. El signo ardiente confirmaba la sospecha que sir Walter había abrigado siempre: que los horribles sucesos de Kelso y la runa de la espada estaban relacionados.
Ahora ya nadie podría negarlo. El fuego que ardía al otro lado del río y que podía verse desde muy lejos así lo demostraba.
Sir Walter y su sobrino no fueron los únicos en divisarlo esa noche. También las misteriosas figuras que se ocultaban más abajo entre los árboles, junto a la orilla del río, lo vieron; unas figuras que vestían las sencillas cogullas de una orden monacal.
Libro segundo . En el círculo de piedras
1
El despertar fue extraño.
Cuando Mary de Egton abrió los ojos, por un momento no supo dónde se encontraba. Sorprendida, recorrió con la mirada el aposento, con sus fríos muros de piedra. El alto techo estaba forrado con paneles de madera oscura, casi negra, y las paredes estaban guarnecidas con tapices bordados que representaban escenas de caza medievales. Dos armarios de madera, decorados con tallas, a los que se añadía una cómoda con un gran espejo, formaban el mobiliario. En un colgador torneado de madera de roble colgaba un vestido de damasco de un color gris plateado que le resultaba completamente desconocido, hasta que recordó que había llevado esa prenda durante la cena. En realidad no era suya, sino un préstamo de Eleonore de Ruthven, que había insistido en vestirla hasta que no tuviera ropa nueva.
Mary podía sentir cómo la sangre fluía en sus venas. Con una pulsación intranquila, palpitaba a través de su cuerpo como si algo le hubiera provocado un estado de terrible excitación.
Entonces, como si hubieran descorrido poco a poco una cortina, volvió el recuerdo de su sueño de esa noche. Las imágenes eran tan vivas e intensas como si fueran reales. Mary recordó a la joven -Gwynn- y a su hermano Duncan como si aún se encontraran ante ella. Como si efectivamente hubiera sido testigo de la conversación que habían mantenido. Y eso no era todo.
Mary recordaba también los sentimientos de la joven, que había sentido como si fueran los suyos propios: primero la vaga esperanza de que el padre pronto volviera a casa; luego su decepción, su duelo; y finalmente, cuando había oído hablar a su hermano de mentira y traición, el horror y la confusa intuición de una futura desgracia.
Extraño… Mary nunca había tenido un sueño como aquel. Aunque sus sueños eran vivaces y a menudo podía recordarlos, jamás había visto surgir en ellos unas imágenes tan próximas a la realidad. Había podido sentir el viento áspero que acariciaba los muros del castillo, el olor terroso de las Highlands. Y seguía teniendo la impresión de que efectivamente había estado con Gwynneth y su hermano.
Mary se rió de su irracionalidad; naturalmente aquello era completamente imposible. ¿Cómo podían ser reales los personajes de un sueño? Debía de haberlo imaginado todo. Lo que había visto era una imagen onírica, cuya intensidad podía explicarse de forma muy sencilla: el día anterior, Mary había estado leyendo, en el libro de historia de sir Walter, sobre William Wallace y la lucha de los escoceses por su libertad. ¿No se había concentrado particularmente, en el viaje en carruaje a Ruthven, en el capítulo sobre la batalla de Stirling? ¿No había leído que muchos señores de los clanes habían encontrado la muerte en ella, y que aquello habían conducido a desacuerdos entre los nobles escoceses? ¿Que no pocos habían creído que Wallace pretendía la corona y quería dominar a los clanes?
¡Naturalmente!
Aunque Mary leía libros con frecuencia y le gustaba perderse en los mundos que los escritores evocaban con hermosas palabras, era una persona suficientemente sensata para saber que había una explicación racional para todo. En este caso la tenía a mano: el enigmático sueño era el resultado de su interés por la historia de Escocia. Su intensidad podía explicarse por los acontecimientos de la víspera, por su llegada al castillo de Ruthven y el frío recibimiento de Eleonore.
Aunque tal vez, se dijo, el día anterior había estado demasiado cansada para hacer honor a su nuevo hogar. Un nuevo día empezaba, y quizá hoy lo vería todo de un modo distinto. Al fin y al cabo, pronto se encontraría por primera vez con el hombre con quien iba a compartir el resto de su vida.
Aquella idea ya no la asustó tanto como lo había hecho solo unos días atrás. Como si algo de la majestad y la tranquilidad que emanaba de esta vasta tierra y de sus habitantes se hubiera transferido a ella, Mary sintió de pronto una profunda tranquilidad interior. Apartó la manta, saltó de la cama y caminó con los pies descalzos hacia la ventana.
El suelo de piedra estaba frío, pero apenas lo notó; se sentía colmada de una calidez interna, que debía de proceder aún del extraño sueño. La inexplicable sensación de ser parte de un todo la llenó por un instante de una profunda paz interior, como la que había sentido en el punto fronterizo de Carter Bar cuando contempló los prados y bosques de las Lowlands.
La sensación desapareció en el momento en que miró por la ventana y vio los muros y las torres grises del castillo de Ruthven, que recortaban el azul del cielo y el árido paisaje. El sol ya había salido, pero ninguno de sus rayos llegaba al aposento de Mary; también el patio del castillo tenía el mismo aspecto del día anterior, lúgubre y oscuro, y solo se veían algunos sirvientes y criadas. Parecía como si la vida y la luz describieran un arco en torno a esos viejos muros; pero, naturalmente, Mary sabía que eran solo imaginaciones suyas.
Simplemente, Ruthven era completamente distinto a lo que había esperado, sobre todo si lo comparaba con la propiedad de Abbotsford de Walter Scott: no una romanza en piedra, sino un amurallado canto fúnebre. Allí brotaban las flores, la afabilidad y la luz, mientras que todo eso parecía ser ajeno a este lugar.
Mary se descubrió deseando encontrarse de vuelta en Abbotsford, pero pensó que era una tonta al perderse en esa ingenua nostalgia. También eso debía de proceder del peculiar sueño que había tenido. Al parecer, la había turbado más de lo que quería reconocerse.
Enérgicamente alejó de sí aquel recuerdo y se concentró de nuevo en el presente. Su atención no debían dirigirse al pasado, sino al futuro, se dijo. A la realidad, y no a los sueños.
¿Cómo habría podido saber que detrás de aquello se ocultaba más de lo que ella o cualquiera otra persona en la tierra podía imaginar?