Kitty ayudó a Mary a vestirse y a prepararse para el desayuno. En Egton, Mary no estaba acostumbrada a vestir de damasco para la primera comida del día. Pero en Ruthven aquello parecía ser lo habitual, y ella quería demostrar que valoraba y respetaba las costumbres de su nuevo hogar.
Eleonore le había anunciado que uno de los sirvientes iría a buscarla a las nueve en punto. El reloj de pared aún no había dado la hora cuando llamaron tímidamente a la puerta de su aposento.
– ¿Lady de Egton?
– ¿Sí? -preguntó Kitty a través de la puerta.
– La señora ha llamado para el desayuno.
A una seña de Mary, Kitty abrió la puerta. Fuera había un sirviente, que llevaba una librea negra con galones plateados. El hombre, que debía de tener unos cuarenta años, tenía el cabello ralo y una nariz ganchuda; pero lo que más llamó la atención de Mary fue que caminaba extrañamente encorvado, como si temiera que en cualquier momento pudiera abatirse sobre él una terrible desgracia.
Sumisamente, el sirviente bajó la mirada y se inclinó aún más.
– Lady de Egton -repitió la invitación-, la señora ha llamado al desayuno. Si quiere hacer el favor de seguirme.
– Encantada -dijo Mary, y sonrió-. ¿Cómo te llamas, amigo mío?
– S… Samuel -respondió el hombre, dirigiéndole una mirada furtiva-. Pero mi nombre no tiene ninguna importancia, milady. Solo mi trabajo hace que me atreva a molestarla con mi humilde presencia.
En el tono con que pronunció estas palabras y en la mirada de sus ojos grises había algo que inspiraba compasión. Kitty rió entre dientes, y tampoco Mary pudo evitar una sonrisa.
– Estoy dispuesta a adaptarme a los usos y costumbres que imperan aquí, en el castillo de Ruthven -dijo-, pero no puedo imaginar que esté prohibido llamar a un sirviente por su nombre, mi querido Samuel. De modo que no temas, y muéstrame el camino al salón del desayuno.
– Como desee milady -dijo el sirviente, que se inclinó de nuevo y le dirigió desde abajo una mirada cohibida-. Que Dios la proteja, milady.
Acto seguido se volvió y abandonó la habitación. Mary le siguió, y Kitty permaneció en el aposento. Ya había tomado el desayuno a primera hora, con las demás doncellas y ayudas de cámara.
Samuel condujo a Mary por un largo pasillo de piedra natural. Como el lugar carecía de ventanas, también durante el día tenían que estar encendidas las velas, que difundían un resplandor tembloroso y sombrío.
– ¿Adónde conduce este camino, Samuel? -preguntó Mary cuando cruzaron un pasaje del que partía una empinada escalera.
– A los aposentos del laird -replicó el sirviente amedrentado. Su mirada reflejaba desconfianza.
– ¿De modo que ha vuelto de la caza? -preguntó Mary, que recordaba que la puerta del pasaje estaba cerrada la noche anterior.
– Sí, milady. La caza ha sido buena. El laird ha matado por fin al ciervo que perseguía desde hacía tanto tiempo.
– ¿Y esta puerta? -preguntó Mary al llegar a una nueva encrucijada.
De nuevo el sirviente la miró confundido. -Milady perdonará la pregunta, pero ¿no la han llevado a visitar el castillo?
– No. -Mary sacudió la cabeza-. Llegué ayer.
Samuel pareció aliviado.
– Esta puerta -dijo a continuación- conduce a la torre oeste. Pero no está permitido abrirla. El laird lo ha prohibido.
– ¿Por qué? -preguntó Mary, mientras seguían caminando despacio.
– Milady no debería hacerme estas preguntas. Solo soy un sencillo sirviente y no sé mucho.
Mary sonrió.
– De todos modos sabes mucho más que yo, Samuel. Soy una extraña aquí y agradezco cualquier información.
– Con todo, milady, le ruego que no me pregunte a mí, sino a algún otro. A alguien que merezca su confianza.
Era evidente que el sirviente no quería hablar, y Mary tampoco quería forzarle a ello; de modo que calló durante el resto del camino, que, a través de una escalera de caracol de piedra, les llevó al piso inferior, donde se encontraban el salón y el comedor del castillo.
La sala en que se servía el desayuno era alargada y tenía un techo alto soportado por pesadas vigas, del que colgaba un gran candelabro de hierro. A través de la alta ventana de la parte frontal penetraba la luz pálida de la mañana, y podían verse los muros del castillo y detrás las colinas de un color verde mate de las Highlands, que, como el día anterior, estaban envueltas en niebla. En la chimenea ardía un tímido fuego, que no consiguió disipar la sensación de frío que asaltó a Mary en cuanto entró en la habitación.
Dos personas se encontraban sentadas a la larga mesa que ocupaba el centro de la sala. Mary ya conocía a una de ellas: era Eleonore de Ruthven, la señora del castillo. La otra era Malcolm, laird de Ruthven y futuro esposo de Mary.
Mary no supo qué debía decir al ver por primera vez al hombre con el que pasaría el resto de su vida.
Malcolm era de su misma edad; su cabello, corto y negro como la pez, se retiraba un poco en las sienes, a pesar de su juventud, y tenía la piel tan pálida como su madre. De hecho, el laird parecía haber heredado la apariencia ascética de Eleonore: la misma boca de labios delgados, las mismas mejillas alargadas y los mismos ojos hundidos. Madre e hijo tenían incluso en común esa mirada escrutadora, inflexible, con la que Mary tropezó, en una doble versión, al entrar en la sala del desayuno.
– Buenos días, hija mía -la saludó Eleonore con una sonrisa benevolente-. Como ves, no te he prometido demasiado. Este es Malcolm, el laird de Ruthven y mi hijo, tu futuro esposo.
Mary inclinó la cabeza y dobló la rodilla, como exigía la etiqueta.
– ¿Qué te había dicho, hijo mío? -oyó que preguntaba Eleonore-. ¿No es todo lo que te había prometido? ¿Una verdadera dama y una joven de belleza sin par?
– Realmente lo es.
Malcolm se levantó, se acercó a Mary y le tendió la mano a modo de saludo. Por fin podían mirarse el uno al otro a los ojos; pero Mary se estremeció interiormente al comprobar que aquellos ojos eran para ella los de un completo extraño.
No es que hubiera esperado otra cosa; al fin y al cabo, era la primera vez que veía a Malcolm de Ruthven. Pero una pequeña parte de ella, romántica sin remedio -probablemente la que apreciaba tanto los libros de Walter Scott-, había esperado descubrir en la mirada de Malcolm de Ruthven al menos un asomo de confianza, un ligero presagio del afecto que tal vez un día sentirían el uno por el otro.
Pero allí no había nada. Lo que Mary vio en los ojos de un azul acerado de su futuro esposo fue, sobre todo, frialdad; aunque el joven se esforzó en suavizar esta impresión con palabras.
– Debo decir -señaló Malcolm con una ligera sonrisa- que mi madre no ha exagerado. Es usted realmente una belleza, Mary. Más hermosa de lo que nunca me atreví a soñar.
– Es usted muy generoso en sus alabanzas, honorable laird -replicó Mary avergonzada-. Naturalmente mi modesta ilusión era agradar a sus ojos. Ahora que sé que es así, siento un gran alivio, porque temía no corresponder a sus esperanzas.
Malcolm esbozó una sonrisa.
– Entonces ya somos dos los que sentíamos ese temor -dijo-. Mi madre suele alardear tanto de mis virtudes que a veces es casi imposible estar a la altura de sus himnos de alabanza.
– Tenga la seguridad de que no me defrauda, honorable laird -dijo Mary cortésmente, y le devolvió la sonrisa; posiblemente la primera impresión que había tenido de él había sido equivocada.
– Por favor, llámeme por mi nombre. Entre prometidos no debería interponerse ninguna formalidad. Me llamo Malcolm. Y ahora, por favor, tenga la amabilidad de acompañarnos a mi madre y a mí en el desayuno.
– Encantada -replicó Mary, y ocupó su lugar al otro extremo de la mesa, donde habían colocado un servicio para ella. Una sirvienta llegó y le sirvió té negro, tostadas y mermelada. Aunque Mary tenía un hambre de lobo, que arrastraba del largo viaje, se guardó de comer demasiado, y se limitó a untar un minúsculo pedacito de pan y a morder solo un trocito -en realidad, habría preferido desayunar con Kitty y las doncellas, donde habría podido comer mantequilla y queso.