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– Sir -dijo el mensajero, y se inclinó cuando el señor de la casa llegó ante él-. Perdone esta intrusión a una hora tan temprana.

– Está bien, hijo -dijo sir Walter, y una sonrisa juvenil iluminó sus rudos rasgos-. Aún no me había ido a la cama, y por lo que parece, no creo que hoy vaya a hacerlo ya. Mi fiel Mortimer me ha dicho que tenías un mensaje para mí. ¿Del sheriff de Kelso?

– Exacto, sir -confirmó el mensajero-, y lamento que no sea una buena noticia. Se trata de su estudiante, Jonathan Milton…

Una sonrisa de complicidad se dibujó en el rostro de sir Walter.

– El bueno de Jonathan, sí. ¿Qué le ha ocurrido ahora? ¿Ha olvidado la hora, llevado por su celo, y se ha dormido entre infolios y viejos documentos?

Esperaba que el mensajero respondiera, al menos, a su sonrisa; pero el rostro del hombre permaneció serio.

– Temo que es peor que eso, sir -dijo en voz baja-. Ha habido un accidente.

– ¿Un accidente? -Sir Walter levantó las cejas.

– Sí, sir. Una desgracia espantosa. Su estudiante, Jonathan Milton, ha muerto.

– ¿Que… que ha muerto? ¿Jonathan ha muerto? -se oyó decir sir Walter a sí mismo. Tenía la sensación de que un extraño pronunciaba las palabras; era incapaz de creer lo que oía.

El mensajero asintió con la cabeza, consternado. Tras una pausa que se hizo interminable, continuó:

– Lamento mucho tener que transmitirle esta noticia, sir; pero el sheriff quería que fuera informado cuanto antes.

– Naturalmente -dijo sir Walter, que tenía que esforzarse para conservar su aplomo-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde? -quiso saber.

– En la biblioteca, sir. Por lo visto, el joven señor se quedó allí hasta muy tarde para estudiar. Parece que cayó por la escalera.

El espanto de sir Walter se tiñó al momento de un sentimiento de culpa. Jonathan había ido a Kelso por encargo suyo, había investigado para él en la antigua biblioteca. De modo que tenía al menos parte de responsabilidad en lo ocurrido.

– Iré enseguida a Kelso -informó decidido.

– ¿Por qué, sir?

– Porque debo ir -dijo sir Walter apesadumbrado-. Es lo menos que puedo hacer por Jonathan.

– No lo haga, sir.

– ¿Por qué no?

– El sheriff de Kelso se está ocupando de las investigaciones, y a su debido tiempo le informará de todo. Pero… no vaya a ver el cadáver. Es una visión horrible, sir. No debería…

– Tonterías -le interrumpió sir Walter bruscamente-. Yo mismo fui sheriff durante bastante tiempo y sé qué me espera. ¿Qué clase de maestro sería si no fuera a informarme sobre las circunstancias de la muerte de Jonathan?

– Pero sir…

– Basta -le ordenó sir Walter secamente. El mensajero no tuvo más remedio que inclinarse y retirarse, aunque intuía que a su superior, el sheriff de Kelso, no le alegraría demasiado la visita de sir Walter.

La localidad de Kelso estaba situada a unos veinte kilómetros de Abbotsford. La mayor parte de Kelso formaba parte del patrimonio del duque de Roxburghe, cuyo antecesor había erigido unos cien años atrás un castillo a orillas del Tweed en el que la familia residía desde entonces. Junto con las localidades de Selkirk y Melrose, Kelso formaba un triángulo que a Scott le gustaba describir como «su tierra»: colinas y bosques atravesados por las tranquilas aguas del Tweed, que representaban para él la quintaesencia de su patria escocesa. Sir Walter consideraba Kelso como el pueblo más romántico de la comarca, un lugar donde aún parecía seguir vivo gran parte del espíritu de la antigua Escocia que tanto le gustaba evocar en sus novelas.

Algunos días, Scott se hacía llevar a Kelso por su cochero, para pasear entre los antiguos edificios de piedra a orillas del Tweed y dejarse inspirar por la atmósfera del pasado. Esa mañana, sin embargo, el camino a Kelso era para él mucho más amargo.

Sir Walter había puesto rápidamente a los miembros de la casa al corriente del terrible incidente. Lady Charlotte, su bondadosa esposa, había estallado en lágrimas al enterarse de la muerte de Jonathan Milton, ese joven cortés y atento que en no pocas ocasiones le había recordado a su marido en sus años jóvenes, por su entusiasta patriotismo y su curiosidad por el pasado. Mientras tanto, sir Walter había ordenado que engancharan los caballos y había subido al coche junto con su sobrino Quentin, que residía también en Abbotsford y había querido acompañar a su tío.

Quentin, que había pasado su infancia y su juventud en Edimburgo, era el hijo de una hermana de sir Walter. Era un joven de veinticinco años, fuerte y alto como la mayoría de los Scott, pero que se caracterizaba por cierta ingenuidad que debía atribuirse sobre todo a que nunca se había alejado por mucho tiempo de la casa de sus padres. Quentin había llegado a Abbotsford para hacer su aprendizaje con sir Walter; conforme a los deseos de su madre, el joven debía convertirse en escritor, como su famoso tío.

Scott, por su parte, por más que se sintiera halagado por este encargo, temía que a Quentin le faltaran la mayoría de las condiciones que se requerían para convertirse en un novelista de éxito. Aunque el joven poseía una mente despierta y una notable fantasía, cualidades ambas fundamentales para la práctica de la escritura, tanto su capacidad de expresión lingüística como su conocimiento de los clásicos, de Plutarco a Shakespeare, dejaban bastante que desear.

Además, Quentin tenía una extraña facilidad para complicar los hechos objetivos y pasar por alto lo esencial, cualidad que sin duda había heredado de su padre. La agudeza analítica y la enérgica capacidad de decisión características de todos los Scott brillaban por su ausencia en su caso, y tampoco podía negarse que el joven daba muestras de cierta torpeza.

De todos modos, Scott se había declarado dispuesto a aceptar a Quentin y a formarle. Tal vez, se decía, su sobrino aún tuviera que descubrir su verdadera vocación, y posiblemente el tiempo que pasara en Abbotsford podría serle útil para ello.

– Aún no puedo creerlo -dijo Quentin, afectado, mientras el coche avanzaba traqueteando por el camino cubierto de follaje. Para esa época del año, las noches eran desacostumbradamente frías, y los dos hombres sentados en el interior del carruaje se habían ajustado bien las capas en torno a los hombros-. Me parece sencillamente increíble que Jonathan esté muerto, tío.

– Increíble, en efecto -respondió Walter Scott, abstraído en sombrías meditaciones; no podía dejar de pensar que el joven Jonathan había ido a Kelso por él y que todavía podría estar con vida si no le hubiese enviado a la biblioteca.

Naturalmente, sabía que el joven sentía un enorme interés por el pasado, y había considerado su deber promover adecuadamente esta afición y el talento que Jonathan poseía para la historia. Sin embargo, en ese momento las razones que le habían impulsado a adoptar aquella actitud le parecían fatuas e inconsistentes.

¿Qué diría a los padres de Jonathan, que habían enviado a su hijo para que aprendiera y se desarrollara a su lado? La sensación de haber fracasado pesaba en su ánimo y se sentía dominado por una fatiga abrumadora. No había pegado ojo en toda la noche, trabajando en su nueva novela, pero aquella obra heroica en torno al amor, los duelos y la cábala de pronto le resultaba indiferente. Todos sus pensamientos se concentraban en el joven estudiante que había perdido la vida en el archivo de Dryburgh.

También Quentin parecía abrumado por la noticia. Jonathan y él tenían casi la misma edad, y en las últimas semanas se habían convertido en buenos amigos. La repentina muerte del estudiante le había conmocionado profundamente. Una y otra vez se pasaba nerviosamente la mano por la espesa cabellera marrón, alborotándose el pelo, que apuntaba en todas direcciones. Como siempre, llevaba la chaqueta arrugada, y el lazo mal anudado. Normalmente, sir Walter le habría hecho notar que su aspecto no era en absoluto propio de un gentleman, pero esa mañana aquello le resultaba indiferente.