– ¿Y? -se limitó a preguntar Mary.
– La verdad, mi querida amiga, es que el país nunca perteneció realmente a esta gente. Somos nosotros, los señores de los clanes, los que desde hace siglos tenemos el poder en nuestras manos. A nosotros pertenece la tierra en que viven estas personas. Durante todo este tiempo les hemos soportado, aunque nunca consiguieran sacudirse de encima el polvo de la pobreza y prosperar con los frutos que arrancaban al pobre suelo. En los actuales tiempos de progreso, todo esto ha cambiado. La gente abandona sus cabañas de barro de las Highlands y se traslada a la costa, porque allí encuentran trabajo y bienestar. La pesca tiene una gran necesidad de hombres capaces, y las tejedurías emplean a cientos de mujeres como fuerza de trabajo. Por ello se les paga un salario justo, y el progreso no queda reservado ya a solo a unos pocos. Esta gente nunca será como usted y como yo, apreciada Mary. No son nada, y no tienen nada, y su nombre es como humo que se desvanece en el viento. Pero gracias a las medidas que ha adoptado el gobierno, en colaboración con los lairds y los duques, ahora el bienestar estará al alcance de todos. ¿Sabía que la mayoría de esos pilletes que crecen en granjas apartadas no saben ni leer ni escribir? ¿Que la ayuda médica más próxima a menudo está a días de viaje y que por eso muere mucha gente? Todo esto cambiará, Mary, gracias al progreso.
Malcolm dejó de hablar, y Mary permaneció sentada en silencio. No sabía qué debía replicar, y se avergonzaba de haber juzgado de un modo tan rápido y precipitado. Posiblemente lo que había vivido en Jedburgh había enturbiado su capacidad de juicio, y también su propia situación debía de haber contribuido a que se sintiera más afectada por el destino de los highlanders expulsados de su tierra de lo que realmente correspondía.
Tal vez Malcolm tuviera razón; tal vez para los hombres de las tierras altas fuera efectivamente mejor trasladarse a la costa. Era algo parecido a lo que ocurre con los niños, que no saben aún qué es bueno para ellos y sus padres tienen que decidir en su lugar. Como señor de las tierras que ocupaban, Malcolm había decidido por esa gente. Seguro que la decisión no había sido fácil, y ahora Mary se avergonzaba un poco de haber sospechado que solo perseguía su propio beneficio.
– Le ruego -dijo, bajando humildemente la cabeza- que disculpe mis palabras petulantes e irreflexivas. Me temo que todavía tengo mucho que aprender sobre mi nuevo hogar.
– Y yo la ayudaré encantado a hacerlo -replicó Malcolm sonriendo-. Sígame, Mary. Quiero enseñarle todo lo que constituye mi patrimonio…
2
– ¿Ningún resultado concreto aún?
Walter Scott estaba tan enojado que casi se atragantó al hablar. Quentin no pudo evitar la comparación con una fiera encerrada en una jaula al ver a su tío paseando de ese modo, con las manos a la espalda, de un lado a otro de su despacho.
– Ya hace una semana que persigue usted a esos asesinos, inspector, ¿y todo lo que tiene que decirme es que aún no hay ningún resultado concreto?
Charles Dellard se encontraba de pie en el centro de la habitación. Su uniforme tenía el mismo aspecto correcto de siempre y las botas de montar negras relucían. Sin embargo, los rasgos angulosos del inspector habían perdido un poco de su seguridad.
– Le pido perdón, sir -dijo en voz baja-. Por desgracia, nuestras investigaciones no nos permiten avanzar como esperábamos.
– ¿No? -Scott se dirigió hacia su huésped con el mentón apuntando al frente. Quentin temió por un momento que su tío pasara a las manos-. ¿No decía que le faltaba poco para atrapar a las personas que se encontraban tras estos ataques?
– Posiblemente -reconoció Dellard apretando los dientes- eso fue un error.
– ¡Un error! -Scott bufaba como un toro. Quentin no recordaba haber visto nunca a su tío tan exaltado-. Este error, apreciado inspector, ha trastornado a mi familia y a toda la casa. Pasamos un miedo terrible esa noche. Y sin la intervención arrojada y valerosa de este joven -Scott señaló a Quentin-, tal vez habría ocurrido algo peor.
– Lo sé, sir, y le ruego que acepte mis disculpas.
– Con todo el respeto que me merecen sus disculpas, tengo que decir que no disminuyen el peligro, inspector. Exijo que haga su trabajo y atrape a esos bandidos que atacaron y amenazaron mi hogar.
– Eso intento precisamente, sir. Por desgracia, mis hombres y yo hemos perdido las huellas que seguíamos. Son cosas que suceden a veces.
– Tal vez sea porque han seguido las huellas equivocadas -replicó sir Walter agriamente-. En varias ocasiones le he señalado los indicios con los que mi sobrino y yo habíamos tropezado, pero usted se ha negado a aceptar ninguna ayuda. Allí fuera -y señaló hacia la gran ventana, tras la que podía contemplarse la otra orilla del río- se encuentra la incontrovertible prueba, marcada a fuego en el suelo, de que durante todo este tiempo teníamos razón en nuestras suposiciones. Existe una relación entre los ataques de las últimas semanas y el signo rúnico, Dellard, tanto si le gusta como si no.
El inspector asintió lentamente, y luego caminó hacia la ventana y miró hacia fuera. Aunque había pasado casi una semana desde el asalto, aún podía verse el lugar donde había ardido el signo en la maleza de la orilla. Una hoz como la de la luna, cruzada por un trazo rectilíneo.
Scott, que apenas podía contener su furia y su decepción, se colocó a su lado.
– Desde esa noche, mi esposa está completamente fuera de sí, Dellard. La persiguen pesadillas en las que aparecen jinetes enmascarados con capas negras que atentan contra su vida. Esto tiene que acabar, ¿me ha entendido?
– ¿Qué espera de mí? No soy médico. No puedo hacer nada contra las pesadillas de su esposa.
– No, pero puede eliminar las causas que las provocan. Me aconsejó que permaneciera en Abbotsford, y yo me atuve a su consejo, Dellard. Pero eso solo hizo empeorar las cosas, porque sirvió únicamente para atraer a mis enemigos. Estos cobardes asesinos me han perseguido hasta aquí, hasta mi propia casa, y no había nadie para proteger a los míos.
– Lo sé, sir, y lo lamento. Yo le…
– Yo le pedí que destinara algunos hombres a la protección de Abbotsford, pero también eso lo rechazó. Estaba tan seguro de sí mismo y de su absurda teoría que perdió de vista todo lo demás. Faltó poco para que sucediera una catástrofe.
Dellard se puso rígido, sus rasgos se endurecieron aún más. Estoico como una estatua, dejó que los reproches de sir Walter cayeran sobre él sin mostrar ninguna reacción.
– Sir -dijo finalmente-, está en su derecho de estar furioso conmigo. En su lugar tal vez también yo lo estaría, y no podría censurarle si enviara otra carta a Londres para quejarse de mí y del modo en que dirijo este asunto. No dudo que concederán crédito a sus palabras y que en la corte, en consideración a su posición como secretario del Tribunal de Justicia y a su fama, le darán la razón. Por eso me adelantaré a los acontecimientos y yo mismo dimitiré de mi función de inspector investigador. A partir de este momento, el sheriff Slocombe es de nuevo el responsable de los asuntos del distrito.
– ¿Demonios, qué clase de hombre es usted, Dellard? ¿Es ese su concepto del honor? ¿Marcharse cuando las cosas se ponen difíciles?
– Bien, sir, había supuesto que usted insistiría en mi despido, y consideraba una prueba de honor…
– ¡Con todo el respeto para su honor, Dellard -exclamó sir Walter-, no me importaría que, para variar, hiciese uso de su entendimiento! Ha cometido errores, eso está claro, pero sigo considerándole un investigador capaz, por más que esté lejos de aprobar sus métodos. No quiero que se vaya; exijo que continúe con las investigaciones. Quiero que atrape a los autores de estos cobardes atentados y los lleve ante la justicia. Entonces mi mujer volverá a conciliar el sueño y todos respiraremos tranquilos. Pero espero que en el futuro incluya en sus investigaciones todos los indicios, incluido el enigmático signo de ahí fuera.