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– Con todo, de él irradia un sentimiento. ¿No lo siente usted, Malcolm? Esta tierra es antigua, muy antigua. Ha visto y vivido mucho, y está de duelo.

– ¿De duelo, por qué? -preguntó el laird ligeramente divertido.

– Por los hombres -dijo Mary en voz baja-. ¿No le llama la atención? No hay hombres en sus tierras. Están vacías y tristes.

– Y así está bien. Demasiado nos ha costado expulsar a esa chusma campesina de nuestros terrenos. ¿Ve las ovejas allí, Mary? Son el futuro de nuestra tierra. Quien no quiera darse cuenta se cierra ante el progreso y nos perjudica a todos.

Mary no replicó nada. No quería iniciar de nuevo aquella desagradable discusión. En lugar de eso siguió mirando por la ventana, y para su alegría, descubrió entre las colinas de un color verde grisáceo algunos tejados desde cuyas chimeneas ascendía humo hacia el cielo.

– ¡Mire allí! -dijo-. ¿Qué es eso de ahí arriba?

– Cruchie -replicó Malcolm, y por el tono en que lo dijo parecía haber descubierto un forúnculo purulento en su cara-. Un montón de piedras inútiles.

– ¿No podríamos ir? -pidió Mary.

– ¿Para qué? No hay nada que ver.

– Se lo ruego. Me gustaría ver cómo vive la gente aquí.

– Está bien. -Era evidente que el laird no estaba muy entusiasmado por la propuesta-. Si insiste, sus deseos se verán cumplidos, querida Mary.

Con el puño plateado de su bastón, que llevaba como signo de su dignidad nobiliaria, Malcolm golpeó dos veces en la parte frontal del carruaje para indicar al cochero que torciera en la siguiente encrucijada. El vehículo se arrastró pesadamente por la carretera, que ascendía en suave pendiente. Cuanto más se acercaba el carruaje al pueblo, mejor podían distinguirse los detalles a través del velo de lluvia.

Eran casas sencillas, construidas en piedra natural, como las que Mary había visto en los pueblos que había atravesado durante su viaje. Pero aquí los tejados no estaban cubiertos de tejas sino de paja, y no había vidrios en las ventanas; andrajos de cuero y lana colgaban ante ellas, y las inmundicias que yacían esparcidas por la calle mostraban que los habitantes de Cruchie no vivían precisamente en el desahogo.

– Me habría gustado ahorrarle esta visión -dijo Malcolm despreciativamente-. Estas gentes viven como ratas entre su propia porquería y sus viviendas no son más que cuchitriles miserables. Pero pronto acabaré con esta penosa situación.

– ¿Qué tiene intención de hacer? -preguntó Mary.

– Me encargaré de que este maldito poblacho desaparezca del mapa. Dentro de unos años, nadie sabrá ya dónde se encontraba. En este lugar no quedará piedra sobre piedra, y las ovejas pastarán donde esos jornaleros ocupan aún mis tierras.

– ¿De modo que también quiere hacer desalojar el pueblo?

– Así es, querida. Y en cuanto vea a las criaturas andrajosas que viven en estas cabañas, convendrá conmigo en que eso es lo mejor que les podría ocurrir.

El carruaje se acercó a las casas, y entonces Mary pudo ver también a las figuras agachadas en las entradas de las cabañas. «Andrajosas» no era la palabra. Los habitantes de Cruchie llevaban menos que harapos en torno al cuerpo, eran solo jirones de lino y lana, desteñidos y rígidos por la suciedad. Sus rostros estaban consumidos y tenían la piel pálida y manchada por las privaciones que habían tenido que soportar. Mary no podía ver sus ojos, porque, en cuanto el carruaje se acercaba, todos, hombres, mujeres y niños, bajaban la mirada.

– Estas personas se mueren de hambre -constató Mary cuando pasaron ante ellos. Al contemplar la miseria de esta gente, un escalofrío le recorrió la espalda.

– Así es -confirmó Malcolm sin vacilar-, y es su propia estupidez e irracionalidad la que les condena a este destino. En varias ocasiones les he ofrecido que se trasladaran a la costa, pero sencillamente no querían irse de aquí. Y sin embargo, lo que esos haraganes sacan de la tierra no alcanza para llenarles el estómago, ni tampoco para que me paguen el arriendo. ¿Comprende ahora lo que trataba de decirle? A esta gente no podría sucederle nada mejor que encontrar un nuevo hogar y un trabajo. Pero, por desgracia, no quieren verlo así.

Mary no replicó. El carruaje pasó ante una cabaña con el techo medio hundido. En la entrada vio a dos niños, un chiquillo y una niña pequeña, con el pelo enmarañado y lleno de mugre y vestidos con jirones de ropa sucios y agujereados.

Justo en el momento en que el carruaje pasaba ante ellos, el niño miró hacia arriba, y aunque la niña le cogió con fuerza de la manga y le indicó que volviera a bajar la mirada, él no lo hizo. En lugar de eso, una tímida sonrisa se dibujó en sus rasgos pálidos cuando vio a Mary, y levantó su manita para saludarla.

La niña se asustó al verlo y corrió al interior de la casa. Pero Mary, que había encontrado al chiquillo encantador, le devolvió la sonrisa y también le saludó con la mano. La niña volvió, y con ella su madre, y Mary pudo ver reflejado el espanto en el rostro de la mujer. La madre lanzó un grito a su hijo, lo sujetó y quiso retirarlo de la calle, pero entonces vio a la dama del carruaje que le sonreía amablemente y la saludaba. Estupefacta, la mujer soltó a su hijo, y tras un instante de duda, una sonrisa asomó también en sus rasgos macilentos. Por un instante pareció que un rayo de sol había atravesado las espesas nubes y había llevado un poco de luz a las tristes vidas de aquellas personas.

Un momento después, el carruaje había pasado de largo, y Malcolm, que había estado mirando hacia el otro lado, vio lo que hacía Mary.

– ¡Pero cómo se le ocurre! -le espetó-. ¿Qué está haciendo?

Mary dio un respingo.

– Yo… solo saludaba a ese niño que estaba al borde de la calle…

– ¡Esta conducta es del todo inapropiada! -la reprendió Malcolm-. ¿Cómo se atreve a ofenderme de este modo?

– ¿Ofenderle? ¿Qué quiere decir con eso?

– ¿Aún no lo ha comprendido, Mary? Usted es la futura esposa del laird de Ruthven, y como tal la gente debe respetarla y temerla.

– Mi querido Malcolm -replicó Mary sonriendo con calma-, la gente me respetará igualmente si de vez en cuando le regalo una sonrisa o saludo a los niños desde el carruaje. Y si con «temer» quiere decir que la gente debe desalojar la calle en cuanto yo me acerque, debo decirle con toda firmeza que no estoy dispuesta a hacerlo.

– ¿Que… no está dispuesta a qué?

– No estoy dispuesta a presumir de gran señora ante estas personas -dijo Mary-. Soy una extranjera en esta tierra, y mi esperanza es que Ruthven se convierta en mi nuevo hogar. Pero esto solo ocurrirá si puedo vivir en armonía con esta tierra y sus gentes.

– Eso nunca será así-la contradijo Malcolm con decisión-. ¡No puedo creer lo que está diciendo, apreciada Mary! ¿Que quiere vivir en armonía? ¿Con este atajo de campesinos? Se parecen más a las bestias que a usted y a mí. Ni siquiera respiran el mismo aire que nosotros. Por eso la temerán y le mostraran respeto, como hacen desde siempre, desde que hace más de ochocientos años el clan de los Ruthven se adueñó de este territorio.

– ¿Así pues, sus antepasados ocuparon estas tierras, apreciado Malcolm?

– Eso hicieron.

– ¿Y con qué derecho?

– Con el derecho de aquellos a los que ha elegido el destino -replicó el laird sin dudar-. Pertenecer al clan de los Ruthven no es solo un don, Mary. Es un privilegio. Nos remontamos a una tradición que alcanza a los días de Bruce y a la batalla de Bannockburn, donde la libertad de nuestra tierra se conquistó con las armas. Estamos destinados a gobernar, querida. Cuanto antes lo comprenda, mejor.

– ¿Se da cuenta? -dijo Mary suavemente-, precisamente esto nos diferencia. Yo preferiría creer que todos los hombres son iguales por naturaleza y que Dios solo dotó a algunos de poder y riqueza para que ayudaran a los débiles y los protegieran.

Malcolm la miró fijamente y durante un momento pareció no saber si debía reír o llorar.