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– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó por fin.

– De un libro -replicó Mary sencillamente-. Lo escribió un americano, y en él defiende la tesis de que todos los hombres son iguales por naturaleza y están dotados de los mismos valores y la misma dignidad.

– ¡Ja! -El laird se había decidido por la risa, aunque no sonaba muy sincera-. ¡Un americano! ¡Por favor, apreciada Mary! Todo el mundo sabe que los colonos están locos. El reino ha hecho bien en dejarles marchar para que pudieran hacer realidad sus confusas ideas en otro lado. Ya verá adonde llegan con ellas; pero a usted, querida, la tenía por más inteligente. Tal vez debería apartar un poco la nariz de los libros. Una mujer hermosa como usted…

– ¿Quiere decirme, por favor, qué tiene que ver mi aspecto con esto? -replicó Mary con atrevimiento-. ¿Quiere prohibirme la lectura, mi querido Malcolm? ¿Y convertirme en una de esas insulsas aristócratas que solo saben hablar de cotilleos de la corte y de vestidos nuevos?

Sus ojos brillaban, retadores, y Malcolm de Ruthven pareció llegar a la conclusión de que no tenía sentido pelearse con ella. En lugar de eso, se inclinó de nuevo hacia delante y envió una señal al cochero con su bastón.

Mary miró hacia fuera por la ventana y vio pasar árboles y colinas grises. No sabía qué la irritaba más: que su futuro esposo defendiera opiniones que ella consideraba anticuadas e injustas, o que de nuevo no hubiera podido dominarse y se hubiera dejado arrastrar por su temperamento.

Dejaron atrás la elevación de Cruchie, y la arboleda a lo largo de la carretera se hizo más densa. Aún llegaba menos luz que antes al interior del carruaje, y Mary tenía la sensación de que las oscuras sombras se hundían directamente en su corazón. Ningún calor irradiaba de esta tierra, y aún menos de los hombres a los que pertenecía. Malcolm estaba sentado inmóvil junto a ella, con su cara pálida rígida como una máscara de piedra. Mary estaba pensando con repugnancia en si debía disculparse ante él, cuando el laird indicó de pronto al cochero que detuviera el vehículo.

El carruaje se detuvo en medio del bosque, que rodeaba la carretera por ambos lados.

– ¿Qué le parece, querida? -preguntó Malcolm, que había recuperado su habitual aspecto controlado e inabordable-. ¿Quiere que paseemos un rato?

– Encantada.

Mary sonrió tímidamente para comprobar si todavía estaba enfadado, pero él no respondió a su sonrisa.

Esperaron a que el cochero bajara, abriera la puerta y abatiera los escalones, y luego descendieron del coche. Mary notó que los pies se le hundían a medias en el suelo blando. El olor del bosque, aromático y mohoso al mismo tiempo, ascendió por su nariz.

– Pasearemos un poco. Espéranos aquí -indicó Malcolm al cochero, y avanzó con Mary por un estrecho sendero que serpenteaba entre los altos abetos y robles, adentrándose en la espesura.

– Todo esto me pertenece -dijo mientras caminaban-. El bosque de Ruthven se extiende desde aquí hasta el río. Ningún otro laird del norte es propietario de una extensión tan grande de terreno boscoso.

Mary no respondió, y durante un rato caminaron el uno junto al otro sin hablar.

– ¿Por qué me dice esto, Malcolm? -preguntó Mary finalmente-. ¿Cree que no le valoraría si fuera menos rico y poderoso?

– No. -El laird se detuvo y le dirigió una mirada penetrante-. Se lo digo para que sepa apreciar debidamente unos privilegios y un poder que ha obtenido sin ninguna intervención por su parte.

– ¿Sin ninguna intervención? Pero yo…

– No soy tonto, Mary. Puedo ver que no está usted de acuerdo con este arreglo. Que habría preferido quedarse en Inglaterra, en lugar de venir al norte para casarse con un hombre que ni siquiera conoce.

Mary no respondió. ¿Qué habría podido replicar? Cualquier protesta sería solo una pura manifestación de hipocresía.

– Puedo entenderla perfectamente -aseguró Malcolm-, porque a mí me sucede lo mismo que a usted. ¿Cree realmente que me agrada que me casen con una mujer que ni conozco ni amo? ¿Una mujer a la que no he visto en mi vida y que mi madre ha buscado para mí, como si fuera una mercancía expuesta en el mercado?

Mary bajó los ojos. Malcolm tenía que saber que la había ofendido, pero eso no parecía preocuparle.

– No, Mary -añadió secamente-. Yo estoy tan poco entusiasmado como usted por este acuerdo, que me impone unas ataduras que me coartan y me carga con unos deberes que no tendría por qué soportar. De modo que antes de compadecerse de sí misma, piense que no es la única que sufre por este arreglo.

– Comprendo -dijo Mary titubeando-. Pero dígame una cosa, Malcolm; si tan contrario es a este acuerdo y a nuestro matrimonio, si en el fondo de su ser le resulta odioso y no puede imaginarse que en su vida pueda llegar a ver en mí sino a una mercancía que han elegido para usted, ¿por qué no se opone a los deseos de su madre?

– Eso podría venirle bien, ¿verdad? -replicó con una sonrisa cínica y cargada de maldad-. Entonces sería libre y podría volver a Inglaterra sin perder el honor. Porque así el único culpable sería yo, ¿no es eso?

– No, no -le aseguró Mary-, me ha entendido mal. Todo lo que quiero decir es que…

– ¿Cree usted que es la única prisionera en el castillo de Ruthven? ¿Cree realmente que yo soy libre?

– Bien, usted es el laird, ¿no?

– Por gracia de mi madre -dijo Malcolm en un tono impregnado de sarcasmo-. Debería saber, Mary, que yo no soy un miembro legítimo de la casa de Ruthven. Mi madre me aportó al matrimonio al desposarse con el laird de Ruthven, mi apreciado antecesor y padrastro. Su hijo carnal murió en un misterioso accidente de caza. Una bala perdida le alcanzó y acabó con su vida. De este modo me convertí en laird cuando mi padrastro murió. Pero mientras mi madre siga viva, tengo que limitarme a administrar todo esto. Ella es la verdadera propietaria y señora de Ruthven.

– Eso… no lo sabía -dijo Mary en voz baja, mientras comprendía de golpe por qué Eleonore de Ruthven se mostraba tan arrogante y segura de sí misma.

– Ahora ya lo sabe. Y si a partir de este momento se siente aún menos inclinada a casarse conmigo, no podré censurarla por ello. Le aseguro que si estuviera en mi mano, la subiría al próximo coche que partiera de aquí y me libraría de usted lo más pronto posible. Pero no tengo elección, apreciada Mary. A mi madre se le metió en la cabeza que tenía que buscarme una mujer, y por alguna razón creyó que en usted había encontrado a la indicada. Yo tengo que inclinarme si quiero seguir siendo el laird de Ruthven y señor de estas tierras. Y usted, Mary, también se comportará conforme a sus deseos, porque no permitiré que ni usted ni nadie me arrebate lo que me corresponde por derecho.

El bosque que les rodeaba absorbía sus palabras y hacía que sonaran extrañamente apagadas. Mary permanecía inmóvil ante su prometido. Apenas podía creer que de verdad hubiera dicho todo aquello. Lentamente, muy lentamente, la idea de que no era, en realidad, más que una mercancía que habían vendido a buen precio en el mercado iba penetrando en su conciencia.

Sus padres habían despachado a la hija rebelde para que dejara de causarles problemas en Egton; Eleonore la había comprado para que su hijo tuviera una mujer y pudiera dar un heredero a Ruthven; y Malcolm, por último, la aceptaba como un mal necesario para conservar su posición y sus propiedades.

Mary luchó contra las lágrimas de decepción que ascendían desde lo más profundo de su ser, pero finalmente ya no pudo contenerse.

– Ahórreme sus lágrimas -dijo Malcolm con rudeza-. Es un trato ventajoso para ambas partes. Usted sale muy bien parada de este asunto, apreciada Mary. Recibe un buen nombre y una soberbia propiedad. Pero no espere de mí que la ame y la respete, aunque quieran arrancarme esta promesa.

Dicho esto, dio media vuelta y volvió, siguiendo el sendero, hacia el carruaje. Mary se quedó sola con sus lágrimas. Pensó que era una tonta por haberse engañado a sí misma de aquel modo.