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Los días en Abbotsford y su encuentro con sir Walter Scott le habían devuelto la alegría de vivir, la habían hecho confiar en que el destino podía tenerle reservado algo más que una vida de cumplimiento del deber y sometimiento. Pero ahora comprendía cuan necia y vana había sido esta esperanza. El castillo de Ruthven nunca sería su hogar, y su futuro esposo no trataba de ocultar siquiera que ni la apreciaba ni sentía afecto por ella.

Ante Mary se extendía una vida de soledad.

Instintivamente pensó en las personas que había visto en Cruchie, en la expresión en el rostro de la joven madre. En ella se leía el miedo, y eso era justamente lo que sentía en este momento.

Puro miedo…

Cuando Mary volvió al castillo de Ruthven, Kitty no estaba allí. La habían enviado con la modista a Inverurie, para concertar una cita para Mary.

El hecho de que su doncella, que para ella era más una amiga que una sirvienta, no estuviera presente para consolarla con su carácter animado y despreocupado aumentó la melancolía de Mary.

Cansada, se dejó caer en la cama, que se encontraba en la parte frontal de la habitación, y la tristeza, el dolor y la decepción estallaron en su interior y se desbordaron sin que pudiera hacer nada por evitarlo; lágrimas amargas cayeron por sus mejillas y mojaron las sábanas.

Mary no habría podido decir cuánto tiempo permaneció así tendida. Al final, el torrente de sus lágrimas se secó, pero permaneció la desesperación. Aunque Malcolm había dejado más que claro su punto de vista, una parte de ella todavía se resistía desesperadamente a creer que aquello fuera todo lo que la vida podía ofrecerle. Era joven, hermosa e inteligente, se interesaba por el mundo en toda su rica variedad, ¿y su destino debía ser llevar una vida de triste sometimiento al deber como la esposa no amada de un laird escocés?

Un ruido interrumpió el curso de sus reflexiones. Alguien llamaba a la puerta de su habitación; primero tímidamente, y luego un poco más fuerte.

– ¿Kitty? -preguntó Mary a media voz, mientras se sentaba y se frotaba los ojos enrojecidos por el llanto-. ¿Eres tú?

No recibió respuesta.

– ¿Kitty? -preguntó Mary de nuevo, y se acercó a la puerta-. ¿Quién va? -quiso saber.

– Una sirvienta -respondieron en voz baja. Mary descorrió el cerrojo y abrió la puerta, que había cerrado antes para quedarse a solas con su dolor.

Una anciana se encontraba fuera.

No era muy alta, pero de los rasgos pálidos y arrugados de aquella figura encogida emanaba algo que imponía respeto. El largo cabello, que le llegaba hasta los hombros, de una blancura nívea, contrastaba intensamente con el vestido, negro como la pez. Instintivamente, Mary pensó en la figura oscura que había creído ver a su llegada, en la terraza del castillo de Ruthven…

– ¿Sí? -dijo Mary indecisa. Aunque se esforzaba en ocultar que había llorado, su voz temblorosa y sus ojos enrojecidos la traicionaban.

La anciana miró nerviosamente hacia el corredor, como si temiera que alguien hubiera podido seguirla o la estuvieran escuchando.

– Hija mía -dijo en voz baja-, he venido para prevenirla.

– ¿Para prevenirme? ¿Contra qué?

– Contra todo -replicó la mujer, que tenía un acento de las tierras altas áspero y marcado y una voz que crujía como el cuero viejo-. Contra esta casa y las personas que viven en ella. Y sobre todo contra usted misma.

– ¿Contra mí misma?

La anciana hablaba en enigmas, y Mary estuvo tentada de creer que la mujer había perdido la razón. En su mirada, sin embargo, había algo que desmentía esta impresión; sus ojos brillaban como piedras preciosas, y en ellos había algo despierto y vigilante que Mary no pudo dejar de percibir.

– El pasado y el futuro se unen -continuó la anciana-. El presente, hija mía, es el lugar donde se encuentran. En este lugar sucedieron cosas terribles hace mucho tiempo, y volverán a ocurrir. La historia se repite.

– ¿La historia? Pero…

– Debería abandonar este lugar. No es bueno para usted estar aquí. Es un lugar sombrío y maldito, que ensombrecerá su corazón. El mal está presente entre estos muros. Los espíritus del pasado se agitan; no les dejan descansar, y por eso volverán. Se avecina una tormenta como nunca conocieron las tierras altas. Si nadie la detiene, se propagará hacia el sur y abrazará todo el país.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Mary. El tono de la anciana y la forma en que la miraba le producían escalofríos. Había oído decir que los habitantes de las tierras altas honraban sus tradiciones y que en esta agreste región el pasado seguía vivo en muchos sentidos. El legado celta de sus antepasados constituía la base de una superstición que estas gentes cultivaban y que se transmitía de generación en generación. Sin duda, eso podía explicar algunas cosas…

– Váyase -susurró la anciana en tono conspirativo-. Debe irse, hija mía. Abandone este lugar tan pronto como pueda, antes de que la alcance el mismo destino que a… Titubeó un instante y dejó de hablar.

– ¿El mismo destino que a quién? -acabó Mary-. ¿De quién hablas?

De nuevo la anciana miró nerviosamente alrededor.

– De nadie -respondió luego-. Ahora tengo que irme. Piense en mis palabras.

Y dicho esto, dio media vuelta, se alejó apresuradamente por el corredor y desapareció en la esquina.

– ¡Alto! ¡Espera! -gritó Mary, y salió corriendo tras ella.

Pero cuando llegó al recodo, la anciana ya había desaparecido.

Mary volvió, pensativa, a su habitación. Desde su partida de Egton habían ocurrido muchas cosas extrañas. El encuentro con el viejo en Jedburgh, el asalto al carruaje, el accidente en el puente, el encuentro con sir Walter, la siniestra conversación con Malcolm Ruthven… Si Mary reunía todo lo sucedido, daba efectivamente la sensación de que unos poderes siniestros habían entrado en acción y conducían su vida por extrañas vías. Pero, naturalmente, eso no tenía sentido. Por más que Mary respetara la veneración que sentían los habitantes de las tierras altas por su tierra y su historia, sabía que todo aquello eran solo supersticiones, el intento de dar un sentido a cosas que sin lugar a dudas no tenían ninguno.

¿Qué objetivo podía tener la cruel muerte de Winston en el puente? ¿Qué sentido tenía que se encontrara atrapada aquí, en el fin del mundo, y tuviera que casarse con un hombre que no la amaba y que la consideraba un cuerpo extraño en su vida?

Mary sacudió la cabeza. Ella era una romántica que quería creer que valores como el honor, la nobleza de sentimientos y la lealtad seguían existiendo, pero no era tan necia para dar crédito a historias de fantasmas y maldiciones sombrías. La supersticiosa anciana podía creer en todo aquello, pero no ella.

Y sin embargo, ¿por qué entonces no se desvanecía aquel miedo que sentía en lo más profundo de su corazón?

4

Quentin Hay no se sentía muy bien al pensar que habían mentido al abad de un monasterio. Aunque por suerte no había tenido que hacerlo él personalmente.

En una carta, sir Walter había solicitado al abad Andrew que permitiera el acceso de su sobrino a la biblioteca conventual, ya que debía realizar unas investigaciones urgentes sobre la historia de la abadía de Dryburgh y en Abbotsford no disponía del material necesario. El abad, visiblemente satisfecho al comprobar que sir Walter había cambiado de opinión y había abandonado su propósito de solucionar el enigma de la runa de la espada, había aceptado gustosamente.

Por eso Quentin se encontraba ahora sentado en la biblioteca, una habitación pequeña, pintada de blanco, que tenía solo una ventana por la que entraba la pálida luz del sol. A su alrededor, las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que se acumulaban los libros: la mayoría de ellos eran escritos religiosos, pero también transcripciones de crónicas de Dryburgh, así como tratados sobre hierbas aromáticas y plantas medicinales que podían ser de utilidad en la vida cotidiana del convento. También los pocos volúmenes que no habían sucumbido al incendio habían encontrado un nuevo hogar en los estantes de la biblioteca de consulta. Sus cubiertas ennegrecidas aún despedían un olor acre a hollín y fuego.