– Entonces ¿debo informar a nuestros hermanos de que el momento del cumplimiento ha llegado?
– Sí, hazlo. Cada uno de ellos debe prepararse y meditar sobre sus pecados y faltas. Y ahora déjame solo. Quiero rezar al Señor para que nos otorgue fuerza y sabiduría para afrontar el conflicto que nos aguarda.
– Naturalmente, padre.
Se escuchó el crujido del entarimado cuando unos pies calzados con sandalias caminaron sobre las tablas, y luego la puerta del despacho del abad Andrew se cerró silenciosamente. La entrevista había terminado.
Quentin, sonrojado por la escucha furtiva, se apartó lentamente de la puerta; tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle en el pecho. Atribulado, miró alrededor y sintió deseos de gritar.
Su tío tenía razón: los monjes de Kelso sabían más de lo que admitían. Pero ¿por qué callaban? ¿Por qué no confiaban lo que sabían a sir Walter? ¿Qué tenían que ocultar el abad Andrew y sus compañeros de orden?
Aquel asunto debía de ser extremadamente importante. Se habían referido a una carga de siglos, a un enemigo que había vuelto a alzarse y al que los monjes hacían responsable del ataque en el puente y del asalto a Abbotsford. Habían hablado de un conflicto en puertas, y de un tiempo que era cada vez más corto.
¿Qué podía significar todo aquello?
Más aún que la conversación en sí misma, había sido el carácter de aquel intercambio de palabras lo que había inquietado a Quentin. No habían hablado en voz alta y abiertamente, sino de forma furtiva y en voz baja; de un secreto antiquísimo que ellos preservaban y cuyo descubrimiento querían evitar a cualquier precio.
El signo que habían mencionado solo podía ser la runa de la espada. El abad Andrew había advertido expresamente de que era un símbolo del mal, tras el que se ocultaban poderes oscuros. Pero ¿cuál era el sentido exacto de sus palabras? Los monjes parecían muy preocupados, y también eso llenaba de inquietud a Quentin.
Decidió abandonar sin pérdida de tiempo el convento y volver a Abbotsford. Sir Walter debía ser informado inmediatamente de esa entrevista; tal vez él supiera sacar algo de aquello. Quentin recogió a toda prisa su material de escritura y las notas que había tomado para simular que investigaba para la nueva novela de su tío. Luego devolvió la crónica conventual que había estado examinando a su estante. Salió por la puerta al corredor…, y lanzó un grito de espanto al ver que una figura delgada envuelta en un manto oscuro se encontraba plantada ante él.
– Señor Quentin -dijo el abad Andrew, mirándole preocupado-. ¿No se encuentra bien?
– N…, no, reverendo abad, no se preocupe -balbuceó Quentin sofocado-. Es que acabo de recordar que mi tío me espera en Abbotsford.
– ¿Tan pronto? -El abad puso cara de sorpresa-. Pero si es imposible que haya acabado ya con sus investigaciones.
– Sí, es verdad, pero mi tío necesita cuanto antes las primeras informaciones para poder empezar a escribir. Si me lo permite, me gustaría volver otra vez para continuar mis estudios en su biblioteca.
– Naturalmente -dijo el abad, y le dirigió una mirada escrutadora-. Nuestra biblioteca se encuentra siempre a su disposición, señor Quentin. Pero ¿de verdad se encuentra bien? Le veo tan agitado…
– Estoy bien -aseguró Quentin con tanta rapidez como energía, y aunque era consciente de que se estaba comportando de una forma muy grosera, abandonó al abad con una breve inclinación de cabeza y salió a toda prisa por el pasillo en dirección a la escalera.
– Adiós, señor Quentin, que llegue bien a casa -exclamó el abad Andrew tras él.
Mucho después de haber abandonado el convento, cuando se encontraba ya en el coche que le llevaba de vuelta a Abbotsford, Quentin seguía teniendo la sensación de que la mirada del religioso pesaba sobre él.
5
Los portadores de los mantos oscuros se habían reunido de nuevo en el círculo de piedras.
La luna había crecido desde su último encuentro, y el pálido disco brillaba redondo en el cielo nocturno, iluminando con su luz macilenta la lúgubre escena.
Una vez más los miembros de la sombría hermandad, que hundía sus raíces en un remoto pasado, se habían puesto en marcha. Una vez más se habían congregado en torno a la mesa de piedra, agrupados alrededor de su jefe, que se erguía ante ellos envuelto en su manto blanco como la nieve y circundado por una luz ultraterrena.
– ¡Hermanos! -elevó la voz, después de que el lúgubre canto hubiera enmudecido-. De nuevo nos reunimos aquí, y de nuevo se aproxima el día del cumplimiento. Ya está cercano el momento en que se dibujará la constelación que durante tanto tiempo hemos esperado.
Los enmascarados callaban. Sus ávidos ojos, cargados de odio, brillaban tras las finas rendijas de las máscaras ennegrecidas de hollín, y el fuego de una impaciencia inflamada hacía cientos de años ardía en sus almas. El hijo la había heredado del padre de generación en generación. Y con el paso de las décadas se había hecho cada vez más imperiosa.
– Nuestros enemigos -continuó su jefe con voz potente- han tragado el anzuelo. Creen trabajar en contra nuestra y no saben que en realidad somos nosotros los que tiramos de los hilos. He consultado las runas, hermanos, y ellas me han dado la respuesta. Me han dicho que serán unos infieles los que resuelvan el enigma.
Los sectarios se agitaron, inquietos, y se escucharon exclamaciones de enfado.
– Pero -prosiguió el jefe- también me han dicho que seremos nosotros los que nos hagamos finalmente con la victoria. El orden se extinguirá, y lo que fue al principio triunfará también al final. Los antiguos poderes volverán y proseguirán lo que hace tanto tiempo quedó interrumpido. Los hombres no comprenderán qué les está sucediendo; son como ovejas en los prados, a las que no importa qué pastor las guarda, siempre que tengan hierba jugosa con la que alimentarse. Pero nosotros, hermanos, participaremos del nuevo orden y ejerceremos todo el poder; y nadie nos detendrá, sea noble o incluso un rey. El poder es nuestro, y nadie nos lo arrebatará.
– El poder es nuestro -resonaron las palabras como un eco en el círculo de sus partidarios-. Nadie nos lo arrebatará.
– El que cree combatirnos -añadió su jefe con una leve sonrisa- será, al final, quien haga posible nuestra victoria. Eso os profetizo hoy, como jefe supremo de esta hermandad secreta. Después de haber permanecido oculto durante siglos, el secreto está a punto de revelarse. El momento está próximo, hermanos. Ya está fijado el día, y cuando en esa noche la luna se oscurezca, se iniciará una nueva era.
6
Sir Walter callaba.
Sentado en el sillón de orejas de su despacho, había seguido con calma el relato de su sobrino. Había escuchado atentamente mientras Quentin le informaba de la entrevista secreta de los monjes y de las extrañas palabras que había podido captar de la conversación. Mientras tanto no le había preguntado nada ni le había interrumpido. E incluso ahora, cuando Quentin ya había acabado su relato, sir Walter no decía nada.
Seguía sentado, inmóvil, en su sillón, mirando a su sobrino. Aunque Quentin no tenía realmente la sensación de que su mirada se dirigiera a él; más bien le parecía que le atravesaba y se perdía en una remota lejanía. Quentin prefería no saber qué veía su tío allí.
– Extraño -dijo sir Walter después de unos largos minutos de silencio, y una amarga mezcla de pesadumbre y fatalidad resonó en su voz-. Intuía algo así. Suponía que el abad Andrew sabía más de lo que nos revelaba, que nos ocultaba algo. Pero ahora que mi intuición parece haberse confirmado, apenas puedo creerlo.